Opino que hay algo en las estatuas que no deja indiferente a quien las mira. Que hay algo en ellas que hace que impresionen mucho más que otros objetos producidos por los artistas que exploran el arte. Yo no sé qué es pero me aventuro a decir que quizás, sea lo que sea, tenga que ver con su aspecto impertérrito y quieto. Y que, por esto mismo, por este aspecto reposado con el que habitan el mundo, que quizás ese
algo del que hablo tenga que ver con la eternidad misma.
La primera vez que me di cuenta de ello no fue mirando una estatua sino que fue mirando un cuadro titulado:
Pillars of the Kings. Este cuadro, pintado por los hermanos Hildebrant en 1978 para un calendario dedicado a J.R.R. Tolkien, representa a los Argonath, un monumento formado por dos estatuas colosales construidas en el año 1250 de la Tercera Edad de la Tierra Media y utilizado para marcar el límite norte del Reino de Gondor. Cada una descansa a un lado de río Anduin, y están talladas en dos enormes pilares que representan a los hermanos Isildur y Anárion, los primeros reyes de Gondor. Pues bien, el dibujo de estas estatuas impresiona. Porque en ellas el poso de lo eterno y de lo inmutable aparece y te mira muy directo y muy hacia adentro. Los antiguos reyes de Gondor, aunque muertos hace ya mucho tiempo, parece que reposen en el interior de estas estatuas y que, desde lo antiguo del tiempo, permanezcan vigilantes de lo que ocurre en lo que un día fue su mundo.
A partir de entonces fue cuando me di cuenta de que las esculturas -y en particular hablo de las estatuas que representan figuras de hombres y mujeres- hablan, en lo hondo, de lo eterno. A partir de entonces fue cuando leí de un modo diferente aquel pasaje del
Génesis 19 en el que Dios, después de invitar a Lot, a su mujer y a sus dos hijas, a que huyan de la ciudad de Sodoma advirtiéndoles de que: “look not behind thee, neither stay thou in all the plain; escape to the mountain, lest thou be consumed”*, y después de que la mujer de Lot mire hacia atrás, la convierte en una estatua de sal. Porque la mujer de Lot, vencida por la tentación de la curiosidad, mira hacia atrás y Dios lo había prohibido. “But his wife looked back from behind him, and she became a pillar of salt.”* Ay, sí, la mujer de Lot mira hacia atrás y, entonces, por la voluntad de Dios, se convierte en una triste estatua de sal. Quieta para siempre, como estatua, y manteniendo en su rostro la expresión de pánico al ver como Dios destruye, mediante el fuego y el azufre, la ciudad de Sodoma. Al leer este pasaje del
Génesis me parece como si Dios nos dijera: obedecedme, pues aquel que no lo haga, aquel que no obedezca mis mandatos, vivirá en el infierno durante toda la eternidad. El infierno eterno simbolizado, en este caso, por la inmovilidad eterna a la que se ve sometida la mujer de Lot. Además: ¿no habéis pensado nunca que quizás Dios, al convertirla en estatua de sal, le mantiene, en cambio, intactas las facultades del pensamiento? Yo sí. En
La Biblia no lo dice, pero cuando leía es pasaje del
Génesis pensaba: por no obedecer, va a sufrir, en su cuerpo y en su espíritu, la crueldad y el horror más absoluto: el horror de tener que permanecer quieta para siempre y manteniendo en su recuerdo las imágenes del fuego y del azufre con los que Dios azota al pueblo de Sodoma, los sodomitas. Siendo la conversión a estatua un castigo por su desobediencia, esto que os digo tiene cierto sentido, ¿no?
Ah, ¿y no os parece que una estatua quebrada es la imagen más melancólica del mundo? Porque, si asumimos que las estatuas juegan con la idea de lo eterno, y con la eternidad; si pensamos que las estatuas, impertérritas, se burlan silenciosamente del tiempo, entonces ver una estatua quebrada supone un revés que el tiempo mismo da a esa eternidad para la que han sido definidas. Como si el hecho de quebrarse la estatua por el paso del tiempo hiciera crujir a la eternidad misma. Como si hasta lo que presuntamente había de ser eterno, desde dentro mismo de su ser nos dijera: mirad, no puedo ser eterno, me vence el tiempo. Por eso, es raro pasear por un cementerio y ver estatuas caídas o quebradas o rotas: hay una crueldad extraña que ataca al centro de la esperanza misma de quien cree en la vida eterna que le ha de esperar en la otra vida. Y, ¿no os parece que es aún más raro ver la estatua de un ángel caída, quebrada o rota? Pues si antes, al ver una estatua derruída de este modo hacía que te creciera una fatiga honda en el espíritu, ahora, al ver del mismo modo la de un ángel, la fatiga que te crece es doble: por ser una estatua y estar esta quebrada; y por ser una estatua que, además, es la representación de un ángel (pues: ¿cómo puede, un ser que ha sido enviado por Dios mismo, caer y quebrarse?, ¿no estaba eso reservado, únicamente, para el malo del mundo?)
Hablaba de las estatuas rotas. Y de la melancolía que produce el mirarlas. Pero no son estas estatuas las únicas capaces de hacer crecer la melancólia en quien las mira. Lo son también aquellas estatuas que representan a personas que ya han muerto pero que un día, cuando estuvieron vivas, fueron grandes. Aquellas estatuas que representan a personas que un día fueron héroes, tanto en lo intelectual como en lo físico. Aquellas estatuas que prolongan, desde el pasado hasta el presente, la presencia de la persona a la que representan pero que hacen evidente, precisamente por la ausencia de esta persona que un día fue grande, la finitud del tiempo que nos ha tocado vivir: pues si aquellos que fueron grandes vieron como se agotó su tiempo y de ellos no queda más que el recuerdo, hecho presente para nosotros por la presencia de una estatua, ¿no va a agotar el destino, y aun con más motivo pues somos tan sólo unos pobres mediocres, el nuestro? Me acuerdo de la emoción intensísima que sentí cuando, en Roma, me senté en el pedestal de la estatua que la ciudad había erigido en honor de Giordano Bruno; y me acuerdo lo mismo de cuando, pensando en lo descomunal del intelecto del insigne filósofo al que la estatua representa, y pensando lo mismo en el tiempo que había huído desde que sus huesos se habían confundido con el polvo de la tierra, estremecido, lloré.