Pocas veces un título es tan exacto a lo que se acaba viendo después en la película, pero Diplomacia es justo eso, una brillante partida de ajedrez entre dos personajes que protagonizan un portentoso duelo teatral ambientado en los últimos días de la Segunda Guerra Mundial. Hay que asumir ese último adjetivo, teatral, porque es probablemente el mayor inconveniente de la película, que no se despega demasiado de su origen en los escenarios cuando la historia, en realidad, pide algo más de grandeza visual en determinados momentos, pero eso mismo es lo que centra todo el esfuerzo cinematográfico en dos actores brillantes, André Dussollier y Niels Arestrup, que llevan casi es solitario el peso de la cinta con una contención y una riqueza de matices espectacular, traslación absoluta de esa partida de ajedrez a un debate cuyo final, además, es conocido. Y aún así la película tiene un ritmo y una tensión impresionantes, lo que da idea del gran trabajo general que encierra.
Puede parecer absurdo, pero mantener durante hora y media la tensión cuando está en juego la destrucción de una ciudad cuando es sobradamente conocido que esta sigue en pie, es algo que tiene mucho mérito. La película cuenta el final del avance aliado hacia París y el plan que tenían los nazis para destruir la capital francesa con una serie de bombas colocados en puntos estratégicos. Sus protagonistas, el general alemán a cargo de la ciudad y un diplomático suizo que trata de convencerle de que no desencadena la barbarie destructora sobre París. La narración es casi en tiempo real, con escasas elipsis, lo que permite comprender toda la trascendencia de la brillante conversación que mantienen Dussollier y Arestrup, los diferentes estados de ánimo por los que pasan ambos personajes y las razones con las que argumentan sus decisiones. Todo tiene una brillantez enorme.
Es verdad que siendo París el tablero de esa partida de ajedrez, y aunque es continuamente mencionada, se echa en falta ver la Ciudad de la Luz más de lo que decide mostrarla Volker Schlöndorff, director de la película y coescritor de la adaptación teatral. Aunque en el epílogo sí se llega a ver, no es exactamente lo que venía necesitando la película mucho antes. Schlöndroff no consigue despegarse del todo de un tono teatral que podría haber superado, y que de hecho marca el final de Diplomacia. Pero el magnetismo que desprenden Dussollier y Arestrup con sus interpretaciones es tan grande que al final esto es casi un matiz sin importancia que no lastra en absoluto el resultado final de la película, y más teniendo en cuenta que hay un espléndido trabajo de ambientación, aunque queda casi en su totalidad limitado al interior del hotel en el que los nazis montaron su cuartel general en París.
Diplomacia hace de los problemas que podría sufrir sus mayores virtudes. Al encierro teatral responde con dos actuaciones formidables que podrían haber sustentado con la misma fuerza la obra sobre las tablas. Al escenario histórico más o menos conocido le añade un ritmo cinematográfico espectacular, basado sobre todo en el diálogo y en sus actores. Y al carácter minoritario que probable y desgraciadamente le confiere el hecho de estar protagonizada por dos actores veteranos y ajenos a Hollywood y el de ser una película europea rodada en francés y alemán, replica con la mayor contundencia de todas: con talento. Diplomacia es una película espléndida, un magnífico muestrario del poder seductor de las palabras y de las miradas por encima de efectismos facilones y un recordatorio, uno más, de que el cine necesita actores y personajes de más edad de la que suelen tener los grandes reclamos publicitarios del medio. Le falta algo de grandeza para ser algo más, pero cuando hay una buena historia y tanto talento, es fácil convencer.