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viernes, noviembre 14, 2014

'Diplomacia', portentoso duelo teatral

Pocas veces un título es tan exacto a lo que se acaba viendo después en la película, pero Diplomacia es justo eso, una brillante partida de ajedrez entre dos personajes que protagonizan un portentoso duelo teatral ambientado en los últimos días de la Segunda Guerra Mundial. Hay que asumir ese último adjetivo, teatral, porque es probablemente el mayor inconveniente de la película, que no se despega demasiado de su origen en los escenarios cuando la historia, en realidad, pide algo más de grandeza visual en determinados momentos, pero eso mismo es lo que centra todo el esfuerzo cinematográfico en dos actores brillantes, André Dussollier y Niels Arestrup, que llevan casi es solitario el peso de la cinta con una contención y una riqueza de matices espectacular, traslación absoluta de esa partida de ajedrez a un debate cuyo final, además, es conocido. Y aún así la película tiene un ritmo y una tensión impresionantes, lo que da idea del gran trabajo general que encierra.

Puede parecer absurdo, pero mantener durante hora y media la tensión cuando está en juego la destrucción de una ciudad cuando es sobradamente conocido que esta sigue en pie, es algo que tiene mucho mérito. La película cuenta el final del avance aliado hacia París y el plan que tenían los nazis para destruir la capital francesa con una serie de bombas colocados en puntos estratégicos. Sus protagonistas, el general alemán a cargo de la ciudad y un diplomático suizo que trata de convencerle de que no desencadena la barbarie destructora sobre París. La narración es casi en tiempo real, con escasas elipsis, lo que permite comprender toda la trascendencia de la brillante conversación que mantienen Dussollier y Arestrup, los diferentes estados de ánimo por los que pasan ambos personajes y las razones con las que argumentan sus decisiones. Todo tiene una brillantez enorme.

Es verdad que siendo París el tablero de esa partida de ajedrez, y aunque es continuamente mencionada, se echa en falta ver la Ciudad de la Luz más de lo que decide mostrarla Volker Schlöndorff, director de la película y coescritor de la adaptación teatral. Aunque en el epílogo sí se llega a ver, no es exactamente lo que venía necesitando la película mucho antes. Schlöndroff no consigue despegarse del todo de un tono teatral que podría haber superado, y que de hecho marca el final de Diplomacia. Pero el magnetismo que desprenden Dussollier y Arestrup con sus interpretaciones es tan grande que al final esto es casi un matiz sin importancia que no lastra en absoluto el resultado final de la película, y más teniendo en cuenta que hay un espléndido trabajo de ambientación, aunque queda casi en su totalidad limitado al interior del hotel en el que los nazis montaron su cuartel general en París.

Diplomacia hace de los problemas que podría sufrir sus mayores virtudes. Al encierro teatral responde con dos actuaciones formidables que podrían haber sustentado con la misma fuerza la obra sobre las tablas. Al escenario histórico más o menos conocido le añade un ritmo cinematográfico espectacular, basado sobre todo en el diálogo y en sus actores. Y al carácter minoritario que probable y desgraciadamente le confiere el hecho de estar protagonizada por dos actores veteranos y ajenos a Hollywood y el de ser una película europea rodada en francés y alemán, replica con la mayor contundencia de todas: con talento. Diplomacia es una película espléndida, un magnífico muestrario del poder seductor de las palabras y de las miradas por encima de efectismos facilones y un recordatorio, uno más, de que el cine necesita actores y personajes de más edad de la que suelen tener los grandes reclamos publicitarios del medio. Le falta algo de grandeza para ser algo más, pero cuando hay una buena historia y tanto talento, es fácil convencer.

'Matar al mensajero', muy entretenida, menos sólida

Cuando el cine se acerca a la acción periodística más audaz y pura, rara vez se equivoca. El escenario permite un suspense, una acción, una intriga  una empatía con los personajes que hace que una película que se acerca al trabajo del reportero sea entretenida y solvente casi siempre. Matar al mensajero sigue un caso real, el del periodista norteamericano que destapó la vinculación entre el narcotráfico y la financiación de la Casa Blanca a la Contra nicaragüense y los efectos que eso tuvo en su carrera profesional. La historia, con exactitud o no a lo que realmente aconteció, tiene una garra innegable. La dirección de Michael Cuesta no tanta. La película entretiene con facilidad y convence porque tiene un espléndido reparto (lo que más chirría es Paz Vega, convertida en tópico), pero es menos sólida de lo que parece. Sobrecoge y emociona por momentos, pero siempre está presente la sensación de que dando un paso más se podría haber conseguido un filme mucho más redondo. No decepciona sino que entretniene, pero no pasa a un nivel superior.

La historia de Gary Webb es, efectivamente, fascinante por sí sola. No necesita grandes artificios ni muchos añadidos para mostrar una gran cantidad de temas enormemente interesantes. Lo que se ve es el poderoso atractivo del poder, de la información, de las conspiraciones. Todo eso está presente en Matar al mensajero y se hace mucho más evidente en la segunda mitad de la película, que aumenta el ritmo de una forma más que interesante. Acierta además con el protagonista, un muy buen Jeremy Renner (que además es productor del filme), y con un reparto más que solvente que juega la baza de la sorpresa de introducir actores muy conocidos en papeles mucho más pequeños y puntuales de lo que se podría esperar de ellos (y, en ese sentido, es una lástima ver tan poco a Michael Sheen, porque Andy García o Ray Liotta ya se han acostumbrado a presencias menores) pero que dan empaque al resultado final.

El problema de Matar al mensajero es que no termina de alcanzar la trascendencia que busca y que, de hecho, tiene la historia en que se basa. ¿Es un canto a la libertad de prensa? ¿Es una cinta política? Es una mezcla de ambas? ¿O es un drama personal y familiar? Quizá Cuesta pretende abarcar demasiado y mezcla escenas impresionantes (la tensión que genera en el aparcamiento del aeropuerto) con otras que acaban rozando la intrascendencia (casi todo lo que tiene que ver con las motos). Se escapa, aunque emocione, la triste épica que hay en el discurso final de Webb, que es lo que encierra el corazón más puro de la película, se pierde en detalles que no terminan de convencer con la misma fuerza que el marco general, por mucho que el demoledor final sirva para que Matar al mensajero deje un gran sabor de boca al acabar, aún con la certeza de que se ha escapado la oportunidad de hacer un filme de los que dejan un poso mucho más profundo.

En realidad son las expectativas que levanta la película las que acaban jugando en su contra. Apunta a generar un impacto como el de Todos los hombres del presidente o, de forma más modesta pero igualmente brillante y más reciente, el de La sombra del poder, pero se queda en un correcto entretenimiento que en algunos momentos alcanza lo notable. Es una buena radiografía de la forma en que se gestiona la información desde las altas esferas, del valor del periodismo y del coste que puede tener la publicación de una noticia que no guste a los poderosos. Y eso, cuando se hace con un mínimo de decencia, suele bastar para que una película logre un holgado aprobado. Quizá la profundidad personal que quiere darle a Webb necesitaba de otros recursos, quizá la faceta periodística necesitaba un sustento más fuerte y quizá la película tendría que haber encontrar un mayor respaldo en la contundencia de su guión (que deja en el aire demasiadas dudas, incluso sobre la credibilidad del reportaje, cuando es obvio que quiere plantear justo lo contrario) y algo menos en la fuerza de su reparto. Pero entretener, entretiene.

'Orígenes', Mike Cahill sigue buscando su fantasía perfecta

La intrigante Otra Tierra, el primer largometraje de Mike Cahill mostró a un director ambicioso y atrevido que se quedaba a medio camino de sus pretensiones iniciales, incluso a pesar de que algunos elementos de su debut cinematográfico eran muy atractivos. Con Orígenes, su nuevo trabajo, no sólo no ha rebajado el umbral de sus ambiciones, sino que incluso parece haberlas aumentado. El enfrentamiento entre ciencia y fe es ya el tema estrella de sus filmografía. No se puede negar que hay momentos en Orígenes que generan una fascinación impresionante, empezando por su punto de partida esencial, el poder hipnótico de la diferente mirada que posee cada ser humano, pero lo curioso es que la película no termina de llenar por lo más realista, no por sus notables toques de ciencia ficción. Cahill sigue buscando su fantasía perfecta y tampoco parece haberla conseguido con Orígenes, pero sigue intrigando lo suficiente para seguirle la pista en sus próximas cintas.

Ian es un científico fascinando por los ojos. Los fotografía, los estudia, y busca el desarrollo de una teoría evolutiva de los mismos que desmonte los argumentos religiosos en torno a este órgano como prueba de la existencia de Dios. En torno a ese concepto, Cahill construye una inteligente trama que busca una contraposición absoluta entre ciencia y fe, incluso entre razón y fantasía llevando al extremo los temas que expone. Que el planteamiento es ambicioso se nota en buena parte de la película, desde su casi poético comienzo hasta la intrigante escena que hay al final de los títulos de crédito (reventada parcialmente, por cierto, en esos mismos rótulos). Y se agradece. Es una de esas idas de olla de la ciencia ficción moderna que esconden tanta genialidad como difícil equilibrio, pero tratando al espectador con respecto la película avanza con mucha naturalidad.

Lo que sorprende es la facilidad con la que la película se arroja a sí misma a los pies de los caballos. Creerse la premisa (casi habría que decir las premisas, pues es una película viva y cambiante en ese sentido) es el habitual ejercicio de fe del género, pero es su faceta más realista la que genera más dudas. Es así como la película rompe su credibilidad, especialmente en el tercer acto, aunque su fascinación se mantiene intacta. Por eso no llegar a ser la ambiciosa y perfecta historia que Cahill había imaginado, porque no todo queda cerrado con una precisión envidiable que sí se da con frecuencia en los dos primeros tercios de la película, al menos hasta la elipsis que plantea el relato. Juega también a su favor que el trío protagonista, el que forman Michael Pitt, Brit Marling (ya protagonista de Otra Tierra) y Astrid Bergès-Frisbey mantiene en todo momento la fe en lo que están contando.

Cahill es, además de un guionista intrigante, un director inteligente. Suele acertar con el punto donde coloca la cámara y compone los planos con brillantez. Puede ser efectista en algún momento, pero también es efectivo (la mejor demostración de este concepto está en la escena a la que corresponde la fotografía que encabeza estas líneas), y así consigue que la historia fluya con bastante habilidad. Y monta francamente bien, domina las elipsis y sabe ceñirse a lo que resulta esencial para su historia. No es nada casual que ninguna de sus dos películas llegue, y por un margen amplio, a las dos horas de duración. Eso es otro punto a su favor, porque tiene muy claras las ideas que quiere transmitir. Eso, no obstante, hace que quizá haga falta algo de fe en el género por parte del espectador para aceptar la propuesta en su totalidad. Incluso así, vista por un aficionado a la ciencia ficción, deja algunas dudas. Pero también unas cuantas certezas. Orígenes no será un clásico, pero sí un espléndido apunte. Y si Cahill mantiene una progresión, lo mejor está por venir.

'The Skeleton Twins', la vida es una tragicomedia

Qué difícil es hacer una buena tragicomedia y qué fácil parece cuando se ve una que merece la pena. The Skeleton Twins, segundo filme de Craig Johnson como director, encaja en esa categoría porque encuentra el equilibrio perfecto entre el drama y la comedia, entre momentos emocionalmente demoledores y secuencias terriblemente divertidas. E incluso consigue que ambas sensaciones se mezclen con naturalidad, como por ejemplo en la primera secuencia de la película, una que sirve para sentar las bases de la historia y para mostrar a una espléndida pareja protagonista, la que forman Kristen Wiig y Bill Hader. A partir de ahí, la montaña rusa emocional que supone la cinta, reflejo de la vida, no deja de moverse, de agitar los cimientos de la existencia de una pareja de hermanos tremendamente singular. Quizá al final queda una muy leve sensación de insatisfacción por dejar demasiados cabos sueltos, pero todo lo que aparece en la pantalla funciona francamente bien.

Y eso que la película arranca con situaciones que rozan peligrosamente el arquetipo, especialmente por el lado de Milo (Hader), el hermano gay que incluso en uno de sus diálogos llega a referirse a ese tópico del que parte su personaje. Pero como el toque cómico funciona desde el principio es bastante fácil perdonar lo trillado que pueda haber en el guión para así disfrutar de lo que ofrece la película, que no es otra cosa que el reencuentro de estos dos hermanos probablemente en uno de los peores momentos de su vida. Ese anclaje en la realidad es lo que permite a Johnson mostrar una inusitada alegría por vivir dentro de un drama a ratos muy profundo (y que se desborda en la conversación que tienen Milo y Maggie en plena calle tras salir juntos en la noche de Halloween). Quizá por eso el final quede relativamente abierto, aunque eso no termina de justificar el olvido de la película hacia algunos personajes como el marido de Maggie, Lance (Luke Wilson).

Siendo el reparto lo esencial en una película de estas características, y estando tanto Wiig como Hader francamente bien, superando los tópicos y estableciendo una química especial (¿existe la idea de que sólo puede haber química entre una pareja protagonista que tenga vínculos de pareja? Si existe, aquí un ejemplo de que no es así), se agradece que Johnson haya prestado atención al detalle. Los personajes tienen trabajos, aunque no sean parte del corazón emocional de la película o necesarios para su desarrollo; tienen un entorno, aunque en realidad el relato podría suceder en cualquier parte; y los días pasan, aunque la época del año no sea en absoluto fundamental para The Skeleton Twins. El envoltorio complementa así a los personajes, les deja respirar y les da un aire de verosimilitud que acaba permitiendo que todo parezca incluso más completo de lo que es.

Así, The Skeleton Twins es una de esas películas tan inteligentes como divertidas que sabe maximinzar sus puntos fuertes (entre ellos la música, una espléndida selección que, aquí sí, tiene un sentido narrativo evidente, como la escena en la que Milo le da sentido a una canción, sin duda el momento más emotivo de toda la cinta) para que los más débiles queden ocultos, incluso que pasan desapercibidos. Se puede discutir con razones coherentes la forma en la que acaba la película, dejando algunos elementos vitales en el aire, pero al mismo tiempo permite al espectador sacar muchas conclusiones. Y eso, aunque a alguien pueda convencerle más el final montado de otra manera, no deja de ser un elemento más de implicación. Al final, es tan fácil meterse en la piel de Milo y Maggie, reflexionar sobre cuáles serían nuestros pasos en su situación, que sólo queda reconocer que la película cala. Y si cala es porque,efectivamente, la vida a este lado de la pantalla también es una tragicomedia. Como la de ellos, aunque no tenga el mismo nivel de drama.

'Escobar. Paraíso perdido', ¿dónde está Escobar?

Lo más sorprendente de Escobar. Paraíso perdido, viendo el título de la película, su cartel y la promocionadísima caracterización de Benicio del Toro como el narcotraficante colombiano, es que Pablo Escobar no es el protagonista de la película. Resulta tentador pensar que la intención de la cinta de Andrea Di Stefano, que debuta como realizador, quiere hacer de Escobar una presencia, una poderosa fuerza motora de todo lo que acontece en su historia. Pero pronto resulta evidente que no es así, que en realidad se trata de una historia que busca el protagonismo de un actor mucho más joven y que simplemente utiliza la figura de Escobar, que si no fuera por la escena en la que acaba entregado al Gobierno colombiano podría ser cualquier otro personaje. Esto sería un detalle menor si la película funcionara, pero Di Stefano se pierde en largas escenas que no necesitan semejante extensión para llegar a un filme de dos horas en el que los personajes aparecen muy poco desarrollados.

El problema, por tanto, es el guión. Lejos de querer hacer una biografía de Escobar, aunque sea lo que sugiera su título, el protagonista de la historia es Nick Brady (Josh Hutcherson), un joven canadiense que acompaña a su hermano a Colombia para vivir en la playa y montar allí un pequeño negocio (que esa simple puesta en contexto se haga tan tarde y tan mal es una muestra clara de que algo falla), y que acaba relacionándose con el cartel de Escobar (Benicio del Toro). Es el típico relato del personaje fuera de su contexto natural que, esta vez por amor, acaba encerrado en una situación de la que tendrá que intentar escapar desesperadamente. Esa es la historia que cuenta Paraíso perdido (que en pantalla prescinde del nombre de Escobar en el título, con mucha más lógica que la promocional). El proceso hasta llegar ahí es más o menos irrelevante aunque Di Stefano le dedique un tiempo desmedido que compone el larguísimo flashback que supone la primera mitad de la película.

Que el guión no termina de desarrollar a los personajes (los secundarios casi nada en absoluto, pero incluso también los protagonistas) resta valor a la pretendidamente ominosa presencia de Escobar. Hay algunos momentos que impresionan, pero en realidad da la sensación de que Benicio del Toro está con el piloto automático, mostrándose capaz de interpretar de la misma manera a cualquier personaje histórico latinoamericano, tanto dado que sea el Che Guevara para Steven Soderberg o aquí Escobar para Di Stefano. Quien no conozca demasiado a la figura real, no entenderá con la película los motivos por los que se entrega, por los trafica o por los que cuida tanto en apariencia de los suyos. Ni siquiera, en realidad, porqué desencadena lo que cuenta la cinta en su segunda mitad. Aún reconociendo la genialidad habitual de Del Toro, su Escobar sabe a poco. Y Josh Hutcherson se mantiene en su papel, el mismo que interpreta en Los juegos del hambre, aquí o en cualquier película que le demande una mirada de intensidad y poco más.

Luego llega otro problema, y es el del contexto. Si todos los personajes han de ser colombianos salvo el de Nick, sorprende escuchar a Del Toro en la versión original pronunciando nombres en español como si él fuera el norteamericano, o el acento perfectamente español de Claudia Traisac (superando la excesiva ingenuidad que el guión da a su personaje, su trabajo es de largo lo más interesante de la película). Quién sí hace una clara inmersión en su personaje colombiano es Carlos Bardem. Son, de nuevo, detalles, pero con esos mismos detalles comienza a desmoronarse el castillo de naipes que en realidad es la película. Tienes sus escenas destacadas (la conversación entre Nick y Escobar viendo el partido de fútbol), pero al final da la sensación de que deja escapar las mejores posibilidades que hay sobre la mesa. Ni siquiera el clímax consigue la épica que necesita y que venía ya dada por el evento real que marcó la vida del propio Escobar y que se escoge como pivote esencial de la película. Demasiadas posibilidades desaprovechadas para tan poca película.