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jueves, 29 de diciembre de 2011

Los Poetas (II)

LI-PO (701-762)

A las puertas del falso templo de Confucio en Pekín, en el centro del laberinto de casas y callejones llamados Hutongs -un mar de ondulados tejadillos grises que rompen en el acantilado púrpura de la Ciudad Prohibida-, un viejo encorvado me recitó un poema, supe que era de Li-Po porque contenía la palabra yue que significa la luna. A través del Río Amarillo, sobre una barca que apenas hiende las aguas brumosas, vaga el poeta errante con la crátera de Anacreonte entre las manos, don de la ebriedad, melancólico grial hecho con la flor del loto donde espejea el vino azul de Samarcanda que apuró Omar Kayam y la verde seda de los cañaverales que destilan la absenta de Verlaine. Ex Oriente Lux, ex Oriente Luna, porque Grecia es Oriente y la China, Grecia. Fluye la nostalgia como fluye el Tao, como fluye el tiempo sobre los sauces que lloran, conmigo vais mi corazón os lleva, cuando el viejo Ezra Pound carda con un peine de jade la larga cabellera perlada de la mujer del mercader del río. En una esquina de los Hutongs una muchacha con la tez blanca como el papel de arroz enciende cada noche un farol de seda roja y acaricia el laúd hasta que sale la luna, casta diva, diosa fría de porcelana Tang cuyo abrazo imposible de amor y de muerte encontró Li-Po en el fondo del río, reflejo de plata que arde en la negra caligrafía de las palabras que no han muerto nunca ni morirán jamás, porque están hechas, como la luna de China, de sueño y tiempo.



LIBACIÓN SOLITARIA BAJO LA LUNA

Rodeado de flores, bebo solo
ante una jarra de vino.
Alzo la copa y convido a la luna.
Con mi sombra, ahora somos tres.

Aunque la luna no puede beber,
y mi sombra en vano me sigue
las tomo por compañeras transitorias.
¡Divirtámonos antes de que pase la primavera!

Canto, mientras la luna pasea.
Bailo, mientras mi sombra vacila.
Antes de mi embriaguez nos solazamos juntos.
Cuando estoy ebrio se deshace nuestra compañía.
¡Oh, luna!¡Oh, sombra!
Seréis mis inmortales amigas.
Ya nos reuniremos algún día
en el cristalino mundo de las estrellas.

LI-PO

[Poesía Clásica China, Cátedra Letras Universales, Trad. Guojian Chen, Madrid, 2001]

martes, 13 de diciembre de 2011

Los Poetas (I)

FRANCIS JAMMES (1868-1938)

La humareda azul del simbolismo se escapa por las chimeneas de Orthez, traza una cenefa violeta y modernista en torno al pueblo melancólico. Pastorales, románico Moguer primero. Francis Jammes escribe la bucólica once de los parnasianos que lo admiten en el saloncito galante de las chinoserías como un curioso bibelot rústico, un Paul Verlaine del Pirineo con el aura evangélica de San Francisco y las rebosantes manos llenas de la flor de la genciana, a punto de romperlo todo con su imperfecta rima. Rebuzna, Platero. "Del toque del alba al toque de oración", su gran obra prima, dice los paseos grisáceos de Antonio Machado y dice las cosas del campo, los decorados elegíacos de JRJ que acaso imaginó ser un Jammes burlador de galas monjitas con exóticos nombres antillanos y una ligereza fantástica e impropia, antes de reventar el español, recién casado Rubén segundo. Francis Jammes miraba las estrellas, los rebaños, las flores a propósito de las que se dice al poeta, con la misma pureza redentora que Baudelaire aspiraba el perfume de las mujeres condenadas y la inocencia satánica del Rimbaud de las primeras comuniones. Sabía el nombre de las yerbas que curan, amaba a las campesinas, dejó una tristeza dulcísima, un crepúsculo lánguido junto al arroyo y la ermita de piedra. Luego se copió a sí mismo sesenta veces sesenta, galán y gabriel, póstuma caricatura beata y esclerótica de misa diaria y boina bearnesa llorando a las puertas de la Academia de París. Misterios, que no sólo doctores, tiene la Iglesia. "Cuadernos de Malte", Rilke también deseó haber sido Jammes porque sabía cosas de las muchachas y su poesía sonaba como una campana en el aire. Entre nosotros lo han traducido Díez-Canedo y, más recientemente, en este siglo, Carlos Pujol, al aire las veletas de las viñas. Proust dijo de él que era el primer poeta de Francia cuando toda la Francia era un himno y una oda.

CUANDO ME MUERA

Cuando me muera, tú, que tienes unos ojos
azules, de un azul de fuego, de coleóptero
menudo de los ríos; que pareces, muchacha
querida, un iris de las flores animadas,
vendrás para llevarme cogido de la mano.
Me llevarás entonces por el sendero claro.
No irás desnuda, ¡oh rosa mía! Tu cuello casto
florecerá saliendo del corpiño morado.
Y no nos besaremos ni en la frente; adelante
mano con mano, iremos por entre los zarzales
donde sus arco-iris arañas grises urden,
en un silencio largo como la miel de dulce;
y en un momento, cuando más tristeza me encuentres,
me apretará tu mano fina un poco más fuerte
-y como en la tormenta las lilas, tú y yo, trémulos,
nada comprenderemos... nada comprenderemos...

1897

Francis Jammes 
("Del toque del alba al toque de oración", Trad. de Enrique Díez-Canedo, Calpe, 1920)

 
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