miércoles, 9 de marzo de 2011

Saltar del barco


De entre esas percepciones difusas que nos acompañan prácticamente desde que tenemos uso de razón, pero que sólo con el transcurrir de los años logramos identificar al hallarlas formuladas en palabras entre las páginas de un libro, hay una en la que me reconozco especialmente: existir bajo la forma de los extraños animales que somos significa habitar en la constitutiva, radical, inalienable y profundamente desarraigante imposibilidad de sentirse en este mundo como en casa. Hasta el punto de que toda relación de familiaridad con ese mundo, toda visión de éste como un hogar, aparece como un constructo de variable fragilidad destinado a encubrir esa inhospitalidad originaria. La intuimos bajo el poderoso influjo de ciertos estados de ánimo particularmente desasosegantes, a través de los cuales se nos revela que, en el seno de esta constante lucha contra la nada impuesta sobre nuestras cabezas desde que abandonamos el vientre materno, no cabe sentirse como en casa. Estados de ánimo que, con terrible crudeza, nos ponen de manifiesto cómo el lugar donde siempre acecha la amenaza inminente -y más cierta que ninguna otra certeza- del regreso seguro a esa nada, nunca representará un verdadero hogar.

No es ninguna novedad para quienes seguís desde largo la andadura de este blog mi obsesión por este tema, presente de forma más o menos directa, más o menos tangencial, en varias de sus entradas, y quizá incluso motivo que recurrentemente colorea sin siquiera mencionarse el tono de gran parte de ellas. Pues bien, hoy he querido traerlo una vez más a colación -aun a riesgo de aburriros ya definitivamente con él- porque mi obsesiva relación con esta cuestión comienza a cobrar, de un tiempo a esta parte, un cariz que nunca hasta ahora había mostrado: asumida la imposibilidad esencial de sentirse en este mundo como en casa, así como la forzosa búsqueda y creación de los lazos que nos permitan ocultar esa inhospitalidad primigenia derivada de ella, últimamente se ha apoderado de mí la sensación de que no el mundo en cuanto tal, sino este mundo concreto, el que día a día se dibuja con el curso de los acontecimientos, el que se fragua con la introducción de nuevas leyes, el que resulta del comportamiento de quienes en él toman decisiones, se está convirtiendo en un lugar a mis ojos cada vez más inhóspito. Tan inhóspito que reiteradamente me sorprende un absurdo deseo que en callado diálogo conmigo misma me lleva a exclamar: ¡Qué ganas de saltar de este barco! Absurdo porque sé perfectamente que, tal vez en absoluto y sin duda desde mis singulares circunstancias, no hay espacio alternativo alguno al que saltar y no me queda, por tanto, más remedio que permanecer en el barco y tratar de acomodarme al rumbo que lo guía.

No, no soy tan ingenua: ya ni recuerdo cuándo descubrí que este mundo concreto, el que me ha tocado vivir, con su particular configuración, nunca sería un mundo amable para quienes nacimos pobres y carentes de poder. Nunca lo fue, es cierto, para todos aquellos que en similares condiciones hubieron de sufrir en sus propias carnes la maldición bíblica de tener que destinar una parte abusiva del tiempo de sus vidas a procurarse el sustento diario. Pero, a diferencia de los hombres y mujeres de otras épocas de la historia, los trabajadores del siglo XXI hemos de cargar además con la conciencia de que los trazos más gruesos de ese rostro inhóspito que el mundo nos ofrece en la actualidad provienen del indecente fracaso de una de las esperanzas menos utópicas y más potencialmente factibles de la humanidad: que el progreso de la razón científica moderna, con su intrínseca vinculación a la producción técnica, al surgimiento y perfeccionamiento de la máquina, acabaría, si no por liberarnos definitivamente del penoso castigo del trabajo, sí por aliviarnos de él de manera significativa.

Bien, es obvio que hemos logrado inventar y producir tantas máquinas como jamás llegaran a soñarse en el pasado. Máquinas que, en efecto, al reemplazar y multiplicar exponencialmente en su rendimiento el esfuerzo humano, son capaces no sólo de asegurar nuestra subsistencia, sino también de devolvernos por fin el tan preciado tiempo de vida que el perverso dios cristiano nos hurtó bajo el pretexto del pecado. Sin embargo, es otro hecho igualmente palmario que sólo un ridículo porcentaje de la humanidad ha conseguido sustraerse a la condena ancestral, o estaría en disposición de hacerlo si recordara su condición de castigo, mientras nada en la más obscena y aberrante abundancia a costa de la perpetuación de la maldición para su gran mayoría. Y como, además, la porción occidental más favorecida de esa gran mayoría parece también haber olvidado la tremenda injusticia de la que es víctima y ni siquiera rechista por ella gracias a las pequeñas alegrías que obtiene de su inmersión en la espiral consumista, hace ya mucho que entendí que, como miembro que soy de esa porción de la humanidad en su conjunto alienada y conformista, no me cabía sino resignarme y aceptar que habría de seguir invirtiendo una cantidad abusiva del tiempo de mi vida en procurarme el sustento -y yo como más bien poco-, un techo bajo el cual cobijarme, algunos libros de vez en cuando y poco más.

Lo entendí, sí. Pero ese ejercicio de resignación y aceptación que practico religiosamente a diario, cada mañana de jornada laboral que suena el despertador, cada noche en que me acuesto agotada y frustrada por no haber contado con las horas que desearía para hacer otras cosas al margen de trabajar, aún me cuesta demasiados empastes rotos a fuerza de apretar las mandíbulas. Omití comentar que también me ejercito en resignarme a incluir entre mis gastos la periódica factura del dentista.

Ya creía más o menos delimitado el conjunto de los factores sobre los que seguir practicando cada día la resignación y la aceptación, cuando nos sorprendió la crisis, los activos tóxicos y con ellos el anuncio en los periódicos por parte de grandilocuentes articulistas del antes y el después del capitalismo salvaje, de la inevitable alteración del modelo, del doloroso acontecimiento que por fin determinaba, sí o sí, la exigencia de cambio, la demolición del sistema insostenible. En contra de nuestras ilusiones, muchos intuíamos que mejor esperar sentados. Nuestras intuiciones se confirmaron: como en el juego de la ruleta, de nuevo ganaba la banca.

Más tarde llegaron las huelgas de protesta frente a las medidas adoptadas para salir de esa crisis provocada por la avaricia psicópata de los poderosos, y con ellas la decepción al comprobar la pasividad de quienes podían seguirla, la indignación al descubrir la impotencia de quienes, deseando hacerla, no se atrevían a permitírselo por ver peligrar sus puestos de trabajo -ese bien tan preciado en tiempos de crisis, da igual las horas de tiempo de vida que a uno le roben por él-, la incomprensión al constatar la falta de rebeldía de tantos y tantos que reivindicaban ferozmente su derecho a no hacer huelga. Como si las medidas adoptadas no fueran también contra ellos, contra sus familias, contra sus hijos, contra los hijos de sus hijos.

Poco después hube de empezar a hacer tremendos esfuerzos por asumir que, por si no era ya suficiente el ejercicio de resignación con el que cargaba, ahora se le sumaba el correspondiente al incremento de los años del tiempo de mi vida obligatoriamente destinados al sustento futuro, a la vejez presuntamente digna, a la siempre postergada, y ahora todavía más, propiedad del tiempo propio. Esta vez, increíble pero cierto, ya sin huelga ni protesta, sin reacción por parte de nadie, en la más silenciosa aceptación del engrandecimiento de la injusticia. Y, desde los últimos días, la exhortación, la demanda al precio de multa, a un nuevo ejercicio de resignación: emplear aún más tiempo de mi vida, de nuestras vidas, en desplazarnos a nuestros lugares de trabajo. Sin una sola reflexión, sin una sola mención en ningún medio de comunicación, acerca de las posibilidades que la tecnología ofrece para que algunos, bastantes, se liberen de la necesidad de perder ese precioso tiempo en autovías y autopistas -eso que se llama teletrabajo, debe de ser que ni políticos ni periodistas lo han oído nombrar jamás- y así nos liberen al resto de insalubres contaminaciones, de enervantes atascos, de gastos prescindibles, mientras ellos se ganan su sueldo en batín y zapatillas desde sus más humildes o pudientes hogares. Dando obcecadamente por sentado, a mayor beneficio a largo plazo de las petroleras, que cierto uso energético ligado estrechamente al trabajo constituye un factor inamovible en este mundo hostil cuyos costes sólo se pueden rebajar obligando al usuario a dilapidar más tiempo de su vida.

Y mientras tanto, y para más inri, el triunfo de la tiranía de la salud hipócrita que ya ni tan siquiera consiente ni un mísero reducto público para que los fumadores nos envenenemos a voluntad con el placer de la nicotina. Avalado encima por el aplauso generalizado de quienes, alentados a la más odiosa intolerancia, no comprenden que, bajo el imperio de las razones económicas, únicamente asisten a un nuevo paso hacia adelante del proceso de extensión incontrolada de esa lógica tiránica que -no tardaremos en ser testigos de ello- terminará por intevenir, más allá del humo del tabaco, en los hábitos alimenticios, deportivos o sexuales considerados poco saludables.

Pensaba igualmente que hacía tiempo que había alcanzado un grado notable de resignación ante la creciente estupidez, deficiencia mental e inmoralidad de la clase política. Y digo de la clase política porque, al menos en cuanto a estupidez y deficiencia mental -en la inmoralidad cabrían acaso ciertas matizaciones-, a incompetencia para argumentar con un mínimo de credibilidad y sin constantes y groseras mentiras las decisiones que toman o tomarían de ocupar el poder, todos y cada uno de ellos, con independencia del color de su bandera, me parecen idénticamente deleznables. Por desgracia, en estos últimos meses en los que el mundo me resulta un lugar cada vez más inhóspito, un lugar donde las posibilidades de sentirse -aunque sea ilusoriamente- como en casa se reducen a un ritmo vertiginoso, compruebo que no es así. Como compruebo en mis cada día más tensas mandíbulas que mi capacidad para el ejercicio de la resignación está rozando sus límites.

Definitivamente, ¡pero qué ganas de saltar de este barco!

jueves, 24 de febrero de 2011

Mal por mal


El bajo continuo de una inquietud sorda pulsando en la boca de su estómago le acompaña desde el día en que recibió la llamada. Su intensidad se agudiza al asociarse obsesivamente, en el rutinario trayecto al hospital, al recuerdo del número desconocido en la pantalla, de su indecisión -probablemente un error- para apretar la tecla de aceptar, de la voz vacilante al otro lado del teléfono pronunciando su nombre tras excesivos timbrazos. Una voz al principio extraña, reconocida poco después con la vergüenza ya coloreando su rostro al identificarse su propietaria, cautelosa en la elección de las palabras, sin embargo cada vez más firme conforme revelaba la gravedad del asunto. Para rayar tenebrosamente en la angustia cuando Andrés revive en su imaginación su reacción de sorpresa indignada, su obstinado, airado rechazo de la acusación vertida, cómo se atreve, el tono sereno de la voz femenina al expresar la velada amenaza de denuncia, debe usted comprender, yo podría salir mal parada, y él finalmente asintiendo, prometiendo lo antes posible la visita, la inspección encubierta, mejor en domingo cuando yo no esté, volveré a llamarla en cuanto lo haya visto, no, no se preocupe, este mismo fin de semana.

Lucía había aceptado el pretexto de su visita sin apenas preguntas, sin atisbo de reproche en su voz suave por su descuido ahora que, por su desapego ahora que, por su lejanía trascendiendo la distancia geográfica ahora que pero igual antes, con sincera alegría alborozada, sólo lamentando que Carmen no pudiera también, que hubiera de ser tan breve, domingo en lugar de sábado, el domingo libra Pilar, ya sabes, la cuidadora, y no podrían moverse de casa, anunciando pollo en pepitoria como el que guisaba mamá, riendo, muy lista no he sido nunca pero la cocina no se me da mal.

Andrés acusa la tensión en la espalda tras los cientos de kilómetros recorridos y el desasosiego en alza al penetrar en el edificio del piso familiar, su propio hogar hasta hace no tantos años aunque en cada visita le parezcan los de toda una vida, la casa de su infancia y primera juventud escindidas de su presente como por un abismo. La reciente mano de pintura cubriendo las paredes del portal y las escaleras no logra ocultar su aspecto antiguo, decadente, deslucido más allá de ese brillante color crema. Tampoco impide el involuntario rebrotar de sentimientos ambivalentes enraizados a una memoria que rehúye evocar. En el segundo piso, Lucía le recibe ante la puerta con una sonrisa y un discreto delantal, el trapo entre las manos medio húmedas, pasa pasa, que qué tal el viaje, te abro una cerveza de aperitivo.

Ya desde el recibidor adivina en el comedor la coronilla rala asomando sobre el respaldo del sillón frente al ventanal. Mientras Lucía vuelve a la cocina, se acerca a él despacio, procurando no perturbar quizá una siesta temprana. Y papá, en efecto, duerme pese a sus ojos abiertos, las pupilas fijas y los globos estáticos evidenciando la ceguera impasible del espíritu inerte a las líneas paralelas de árboles floridos, a los viandantes en la calle bulliciosa, a la bandada de pájaros rasgando el azul límpido del cielo. Se sitúa frente a él, ¡papá!, una, dos, a la tercera vez alcanza a quebrar su vigilia sonámbula, su extravío interior por blancos desiertos, y sus pupilas giran hacia las suyas mientras en la lengua de Andrés, alentada por el asomo de reconocimiento, parlotean preguntas huecas, palabras estúpidas en armonía con sus muecas exageradas, ésas que tontamente se prodigan al infante aún ajeno al lenguaje, a este infante arrugado y mudo cuyas pupilas acaban regresando opacas al ventanal, al paisaje dinámico invisible frente a sus ojos por dentro sellados. Papá tiránico, papá colérico, papá ogro convertido ahora en un muñeco viejo y acartonado. Papá un idiota, una estatua de sal tras el ictus irrecuperable.

Lucía aparece con la cerveza, ya ves, pobre, sigue igual, terminar así, con el mal genio que tenía, cómo no lo vas a recordar, menos mal que Pilar se las apaña bien con él, su dineral nos cuesta y gracias, sobre todo a ti, pero los domingos, los domingos se hacen pesados, todo el día aquí encerrada, imposible dejarlo solo, cuando menos lo esperas se levanta, aún tiene fuerza, no vayas a creer que porque se haya quedado en la mitad, y está tan torpe, que si no coordina, dice el médico, a trompicones va, y entonces no sabes los moratones que le salen, la medicación ésa para la sangre, qué te voy a contar, tú trabajas con médicos, cualquier golpecito de nada, pero no, no te apures, no lo llevo tan mal, y además si no pasa nada el mes que viene estará en la residencia, ya queda poco, suspira, qué alivio, todo está bien, todo está bien.

Papá ha comido su papilla hace rato y ellos se sientan a la mesa junto al ventanal. Lucía tiene buen aspecto, aunque diga acusar el cansancio por su inexperiencia en la gestión de la panadería, aunque la cicatriz que afea su rostro desde su nacimiento siga surcando la carne pálida desde la nariz al labio. La pequeña Lucía, siempre dócil, siempre tierna, siempre obediente. En su mansedumbre, en sus estrepitosos fracasos escolares esposándola a la harina y el pan, en su falta de interés por los chicos, fruto sin duda del desconfiado apocamiento que, año tras año, se anudaba con mayor tenacidad al reflejo tan frecuentemente estudiado de la cicatriz en el espejo del baño, se alberga para Andrés el número contable de los factores despejando las incógnitas a tantos porqués: por qué Lucía no logró abandonar el nido a menudo inhóspito, por qué cedió a las presiones de mamá que empezaba a enfermar renunciando al proyecto del piso en alquiler, por qué tras su muerte consintió de nuevo, sólo unos meses más, hasta que papá se habitúe a la idea, papá ya viejo y cansado, pero papá gastando todavía ese perro humor de mil demonios, ese aquí mando yo, ese egoísmo tiránico y autoritario. Y de improviso el ictus, de improviso papá inútil y desvalido. No, Lucía no sabe aún qué hará cuando ingrese en la residencia, puedes quedarte en esta casa, no faltaría más, todo el tiempo que quieras, sólo cuando tú lo decidas ponemos en marcha los trámites de venta, podrías incluso pagarme una parte y quedarte a vivir aquí si lo prefieres. Lucía deniega con contundencia mientras mastica el pollo y lanza la vista hacia papá, no, eso ni en broma, demasiados malos recuerdos, para luego mirar a Andrés durante unos instantes y devolver los ojos al tenedor y el cuchillo trajinando en el plato.

Desde la cocina llega el rumor de la radio, de Lucía canturreando mientras friega y prepara café. Andrés se levanta, se dirige con sigilo hacia papá y se sitúa frente a él, poniendo sus manos sobre las suyas, que yacen laxas, frías, inmóviles sobre los muslos. Papá impasible, las pupilas fijas chocando ahora con su suéter negro de algodón. Con cuidado le desanuda el batín, le desabrocha la camisa, le sube las mangas. Ahí están. Dios. Dios. El rostro de Andrés se desencaja, bajo su esternón el punzón lacerante del horror haciendo por fin acto de presencia, aniquilando en su contundente manifestación la esperanza de la fantasía malévola, de la sospecha delirante y mezquina. Sobre la piel fofa, las manchas informes de color violáceo, las huellas delatoras, irrefutables, más recientes, más antiguas y amarillentas, de unos dedos pellizcando con saña, retorciendo la masa blanda, apretando con injustificada dureza, acaso abofeteando la carne flácida. Oh, Dios. Sus manos tiemblan gelatinosas al recomponer con idéntico cuidado las ropas de papá impertérrito, papá indefenso, papá muñeco viejo y acartonado maltratado por una niña enloquecida capaz de la más terrible atrocidad. Papá, de pronto, vencida la cabeza sobre el respaldo y los párpados cerrados. Papá que, al apartarse Andrés de su cuerpo, mira otra vez al frente, los párpados ya abiertos, los globos estáticos, tan ciegos como antes a los suyos.

Los brazos de Andrés reposan con fingida calma sobre el mantel cuando Lucía llega con la bandeja del café. La deposita con cuidado en el centro. Del sillón emerge un leve ruido nasal. Espera un segundo, el paquete de kleenex saliendo del bolsillo del delantal, hasta hay que sonarle como a un crío, pobre, se inclina sobre papá tal y como él apenas hace unos minutos, sopla papá, sopla. Y mientras le limpia la nariz, Andrés observa sorprendido cómo la mano derecha de papá cobra de repente vida y se encamina, como impulsada por un lejano automatismo, pausada, casi parsimoniosamente hacia Lucía, hacia la falda de Lucía, hacia la cadera de Lucía. La cadera que entonces se contorsiona con un extraño, huidizo movimiento y se sustrae ágilmente a la mano extendida. Una mueca de viva repugnancia, de virulento asco, contrae las facciones de Lucía de regreso a la mesa, Lucía que baja la cabeza al intuir sobre ella la mirada de Andrés, Lucía que se precipita sobre la cafetera para servir el café y formula una pregunta ya formulada y respondida en algún momento.

Sobre la secuencia aún sostenida en sus retinas que enlaza mano y cadera en fuga se abalanza un tropel de imágenes desterradas, sepultadas en el cajón más recóndito de ese armario oscuro donde Andrés se esfuerza por encerrar bajo llave, con reconcentrado tesón desde que memoria y olvido le asisten, sus más inquietantes, desdibujados recuerdos. Lucía sacudiéndose esa mano más joven que, apoyada en su cintura, se desliza como al descuido hacia su nalga. Lucía soltándose bruscamente de esa mano menos arrugada que, agarrada a su brazo, parece intentar rozar con el dorso de los dedos su pecho adolescente, mientras papá bromea sobre su aspereza, Lucía cardo borriquero. La repulsión mal disimulada en los labios de Lucía al besar las mejillas de papá al acostarse, forzando a su talle delgado a guardar una insólita distancia de su tronco rechoncho. Lucía, aquella tarde en que papá había regresado de la panadería horas antes de lo habitual, ella sola en casa, él borracho tras la comida de celebración, encerrada en su cuarto, un ovillo prieto en un rincón, llorando en silencio, abrazándose con fuerza las rodillas, mordiendo la cicatriz del labio hasta hacerlo sangrar, rehusando contar el motivo de su llanto. Lucía, la pequeña y dócil y mansa Lucía.

Cuando arranca el motor es su propio llanto el que se desata, las lágrimas empañando las manchas violáceas, las facciones contraídas de Lucía, la cicatriz partiendo su labio, el timbre de la voz de Pilar, el de su voz mañana, mintiendo, garantizando la inocencia de Lucía, asegurando la naturaleza accidental, inevitable con la medicación, amenazando con el despido inminente si no desecha ocurrencias perversas, llamando a primera hora a la residencia, tratando de acelerar, cueste lo que cueste, el ingreso de papá. Ni un domingo más Lucía a solas con él. Ni un domingo más Lucía enloquecida, enloquecida pero no atroz, enloquecida pero quién afirmaría que culpable, por la ira y la rabia. Por el dolor durante largos años macerado en insensata, brutalmente ritual, enfermiza, pero quién osaría decir que incomprensible erupción.

Algo se encoge en sus pulmones al contemplar el reloj en el salpicadero: todavía hoy es domingo, todavía restan horas de domingo. Y a punto de pulsar el intermitente para emprender el trayecto, su rostro a medio recomponer se desencaja de nuevo al descifrar la idea confusa que apedrea su frente desde que entrara en el vehículo: que en la cabeza vencida de papá sobre el respaldo del sillón no hablara queja alguna por el sutil, demorado martirio; que sus párpados cerrados por unos segundos tan sólo revelaran el resignado, apenas consciente asentimiento de un minúsculo, acaso último resquicio de claridad en el espíritu moribundo, a la ley que dictamina la devolución de mal por mal, de crimen por crimen, de abuso por abuso y maltrato por maltrato. Por más que, junto a tantas y tan infinitas variables, el imparable flujo del tiempo, también el germinar por su causa de flores podridas en heridas incurables, nieguen el equilibrado intercambio en su nombre de ojos por ojos y dientes por dientes.


domingo, 6 de febrero de 2011

Infidelidad


Imaginémonos en la situación común de los celos: repentinamente me entero de que mi compañera ha tenido una relación con otro hombre. Bien, no hay problema, soy racional, tolerante, lo acepto...; pero entonces, irremediablemente, las imágenes empiezan a abrumarme, imágenes concretas de lo que hacían (¿por qué tuvo que lamerle precisamente ahí?, ¿por qué tuvo que abrir tanto las piernas?), y me pierdo, temblando y sudando, mi paz se ha ido para siempre.

"El acoso de las fantasías", Slavoj Zizek


Hay quien ha observado, y tal vez no sin razón, que esta época de creciente trivialización y mercantilización del sexo, convertido en instrumento al servicio del cada vez más exacerbado narcisismo individual, lleva aparejada un debilitamiento del poder destructor de la infidelidad en las relaciones amorosas. Sin embargo, la historia del cine y la literatura, tanto en el pasado como en el presente, abundan en narraciones que pretenden retratar esa fuerza devastadora poniendo de manifiesto una verdad que todavía algunos -quizá esos a los que Houellebecq calificaba irónicamente de seres con valores desviados que siguen asociando sexualidad y amor- estarían dispuestos a aceptar: nada, absolutamente nada en una relación amorosa, se perdona tan difícilmente como una infidelidad. Y no solamente porque la infidelidad suela acompañarse de la mentira, el engaño y la idea obsesiva de la traición: es un hecho que ninguna mentira, engaño o traición parecen minar tan dolorosamente los pilares de una relación amorosa como los que invariablemente se ligan a la infidelidad.

Aun a sabiendas de la complejidad de esta cuestión, podría plantearse que la infidelidad abre una herida más profunda que cualquier otra en el vínculo entre dos personas por suponer la ruptura y disolución de aquel principio que precisamente las define como miembros estables y comprometidos de una relación amorosa: el de compartir en recíproca exclusividad -en un doble sólo contigo y nada más que contigo- el terreno de la intimidad física en todos aquellos aspectos que, incluyéndolas, van también más allá de las prácticas estrictamente sexuales. Un principio que, por su parte, se presenta fundado en la evidencia de que esa intimidad física constituye el inevitable e irreemplazable ámbito donde cobra expresión el sentimiento amoroso de carácter erótico. Por mucho que el sexo -nada más lejos de mi intención negarlo- pueda ser practicado con independencia del amor, como mero entretenimiento, como ejercicio narcisista de búsqueda de placer físico o satisfacción emocional, la ecuación inversa carece de validez: no hay amor de pareja sin deseo, sin deseo de intimidad física con el otro, en ausencia de toda inclinación hacia el sexo. De ahí que la infidelidad de uno de los miembros de la pareja tienda a ser interpretada por el miembro engañado como signo de pérdida o menoscabo del amor que los unía: allí donde el sexo se concibe como expresión del amor, la apertura del territorio de la intimidad física reservado a la pareja a una tercera persona significa insuficiencia de amor, insuficiencia del deseo indisolublemente ligado al amor, en aquel que ha roto el pacto tácito o explícito de exclusividad que antes operaba como garante y prueba de ese mismo amor.

Cabría preguntarse por qué es el sexo y no otra cosa lo que determina de forma generalizada la unidad sustancial de la relación amorosa de pareja. Por qué ésta convive sin problemas con una multitud de terceros en lo que respecta a compartir risas, complicidades, conversaciones intensas, incluso íntimas, borracheras o partidos de fútbol, pero no tolera intrusos en el dormitorio. O por qué los amores filiales, fraternos, paternos y maternos, justamente por hallarse desposeídos del componente sexual -y aquí manda además la interdicción ancestral- se prodigan sin conflicto sobre más de un individuo, mientras que el amor de pareja reclama una celosa exclusividad contundentemente plasmada en la demanda de exclusividad sexual. Y también por qué, en este preciso ámbito, se produce ese insidioso acoso de las fantasías que, según Zizek, nos hace sudar y temblar, hurtándonos la capacidad de razonamiento, arruinando toda nuestra paz, ante la mera imaginación del ser amado en brazos de otro.

No creo que la respuesta a tanto interrogante sea sencilla. Y quizá no lo sea porque en la esfera del deseo y la sexualidad habita uno de los núcleos más oscuros y enigmáticos de nuestro ser, frente al cual más desprovistos nos sentimos de herramientas para interpretarnos, para comprender los mecanismos que impulsan nuestras más íntimas inclinaciones y apetencias, para discernir quiénes somos o debemos o queremos ser en esa selva espesa y confusa. Ahora bien, lo que sí considero hasta cierto punto indiscutible es que en esa oscuridad, y en su estrecha e igualmente misteriosa alianza con el amor, anida un haz de fuerzas de enorme potencia capaz de elevarnos hasta lo más alto o de abocarnos a la más terrible de las miserias.



De la miseria que puede traer consigo la infidelidad, así como de las tenebrosas fuerzas que con ella se desatan, quiere hablarnos la película Infiel, dirigida por Liv Ullmann a partir de un guión de Ingmar Bergman. En Infiel, Marianne, una actriz de teatro, relata a un viejo escritor que invoca su presencia fantasmagórica su relación adúltera con David, director y autor de obras de teatro y mejor amigo de su marido, Markus, un brillante director de orquesta de fama internacional. Pero Marianne no es el producto de una fantasía del escritor. En el anciano solitario de mirada triste acabaremos reconociendo a su amante David, en parte responsable de su muerte temprana. Y en la descarnada narración de Marianne, una suerte de crudo ajuste de cuentas de David con su pasado que, dando voz al recuerdo de su amante, se sitúa por fin en la perspectiva que en vida de ella, y acaso nunca antes de ese momento al que asistimos, supo o quiso adoptar.

En el intervalo de uno de los constantes viajes de Markus al extranjero, Marianne se encuentra casualmente con David, que atraviesa una etapa difícil tras su divorcio. Haciéndose cargo de su malestar, Marianne lo invita a su casa, donde ambos conversan largamente. Marianne aprecia sinceramente a David, su afecto por la pequeña Isabelle, hija de su matrimonio con Markus, y describe su relación con él como la de dos hermanos. Hasta que él le pregunta si puede dormir con ella esa noche. Desconcertada, Marianne se burla primero y después accede. Y, en efecto, ambos duermen como hermanos, con tan sólo una mano entrelazada. Pero al despertar Marianne observa el rostro dormido de David y percibe el nacimiento en ella de un sentimiento poderoso e indescriptible. ¿Qué hacer ante él? Aunque Marianne se muestra perfectamente consciente del peligro de atenderlo y alimentarlo, toma la decisión de no dejarlo caer en el vacío. Varios días más tarde propone a David una estancia de tres semanas en París, con el pretexto de una beca que le han concedido, mientras Markus emprende otra gira internacional. Se trata, pues, de un adulterio por completo organizado y planificado, una aventura que ambos vivirán apasionadamente, sólo empañada para Marianne por breves momentos de angustia presididos por la imagen de Isabelle y la intuición del daño que su adulterio habrá de infligirle.


De vuelta en Estocolmo, los amantes se distancian. Pese a que se adivina cierta insatisfacción en su matrimonio a causa de las continuas ausencias de Markus, Marianne desea en el fondo volver a la normalidad. Sin embargo, tras otro encuentro casual, la relación con David se reanuda. No sin el lastre de un ambivalente sentimiento de culpa, el adulterio se integra en la cotidianidad de Marianne, que acude al piso de David dos veces por semana. Una tarde Markus aparece en él cuando los amantes duermen. Declara que ha sabido prácticamente desde sus inicios del idilio entre Marianne y David, y que confiaba erróneamente en su carácter pasajero. Desmadejado por la ira, anuncia que va a comenzar un doloroso proceso para Marianne. Y así sucede: Markus solicita el divorcio y también la custodia total de Isabelle. Marianne se va a vivir con David, separada de su hija y angustiada por la posibilidad de perderla. Tras un cruento litigio que se prolonga durante meses y en el que Markus, favorecido por la justicia, se niega a hablar con Marianne, una noche la llama por teléfono. Quiere verla, a solas, para hacerle una propuesta relativa al futuro de Isabelle. La niña está sufriendo con la situación y sólo desea lo mejor para ella. Ante la aceptación de Marianne, David estalla en un incomprensible ataque de celos.


Marianne regresa de su cita con Markus con el rostro desencajado. David la somete a un torturante interrogatorio con el que Marianne confiesa haber conseguido la custodia de Isabelle a cambio de follar con Markus. Ésta era su aberrante, obscena propuesta. Markus ha perpetrado su venganza por la infidelidad de Marianne forzándola a la infidelidad que malogrará irremediablemente su relación con David. Asediada por las preguntas de éste, Marianne admite que Markus ha insistido en el acto sexual hasta llevarla al orgasmo. David se desmorona internamente. Sufre desde hace mucho el dolor amargo de una herida que ahora, con las declaraciones de Marianne, sangra profusamente emponzoñando su amor por ella: en París, incitada por él a hablarle de su vida sexual, Marianne le confió ingenuamente que nunca nadie le había dado tanto placer como Markus, con quien llegaba a perder el sentido tras alcanzar el orgasmo. Los esfuerzos de Marianne para que David entienda y se haga cargo de la vejación a la que ha sido sometida por Markus se revelan inútiles. Siempre celoso de su matrimonio por el intenso placer sexual que Markus le proporcionaba, humillado por la infidelidad cometida a sus ojos por Marianne, David acabará meses más tarde pagándole con la misma moneda y aniquilando su relación. Tampoco ella podrá soportar su infidelidad.


En Infiel la infidelidad, alumbrada desde el foco de su componente más nítidamente sexual, es el claro desencadenante de la ruina de las existencias de sus protagonistas. Ninguno de ellos es capaz de perdonar la infidelidad de los seres a los que aman y el sufrimiento que ésta les provoca les conduce al desastre. Pero Markus es sin duda el personaje más enajenado por su causa. Tras su suicidio, Marianne descubre que Markus ha tenido una amante estable durante los once años que ha durado su matrimonio. Sin embargo, el daño producido en él por la infidelidad de Marianne lo ha convertido en un ser cruel y despiadado, que incluso ha intentado que la pequeña Isabelle se suicide con él para arrebartársela definitivamente. ¿Por qué Markus, él mismo infiel y sumergido en el juego de una doble vida, ha sido incapaz de aceptar su relación David? ¿Por qué ha querido destruirla tan brutalmente si Marianne sólo puede ser acusada de la misma falta cometida por él durante tantos años?

Me temo que aquí la descripción de Zizek que encabeza este post adquiere plena vigencia. Ante la infidelidad del ser que amamos, nuestro lado racional se ve anulado, obnubilado por el asalto de un pertinaz batallón de imágenes insufribles, insoportables, intolerables, que nos pierden y alienan de nosotros mismos y de toda posible paz. No me cabe la menor duda de que algunos seres humanos logran en mayor medida que otros hacerse con el control de esas imágenes, ahogarlas en el mar del olvido, o aprender a convivir con ellas. Pero tampoco se me escapa que nada de todo ello será alcanzado, si es que se alcanza, sin grandes dosis de voluntad y sufrimiento. Y que, según muestra la película Infiel, resulta en cualquier caso necesario asumir tanto el peligro de sucumbir al poder de las fantasías como las consecuencias que esa derrota traería consigo.

sábado, 22 de enero de 2011

La hidra


Nadie sabe qué misteriosa reacción entre los finos fluidos del cuerpo durante el reposo del sueño, qué inconsciente inquietud bajo el imperio de plácidas o tenebrosas visiones vapuleando al durmiente olvidadizo, regalan por capricho a algunos despertares el embrión de una pequeña hidra con pupilas de medusa anidando en el vientre. Al asomar la primera de sus cabecitas calvas por entre las zigzageantes grietas del cascarón, la hidra emite su más tierno gruñido de recién nacido ante la ausencia mezquina de un sol perezoso o esquivo tras el ventanal lluvioso, ante la hiriente y cegadora tiranía de los rayos que asaltan los párpados semicerrados. Una segunda emerge al contacto de los pies arrastrando los miembros entumecidos sobre el suelo, frío o blandamente mullido. La tercera arruga el ceño frente al espejo del rostro aún somnoliento, tentado a desertar del día de regreso a las sábanas. Y al llegar a la cocina tras el matutino e higiénico bautismo, ya las siete cabezas diminutas ondulan con fuerza las entrañas que vierten el café sobre el mantel limpio, dejan caer al suelo la tostada que propicia traicionera un breve idilio entre suelo y mermelada, pellizcan dolorosamente los dedos contra el borde del cajón, rugiendo irritadas por su provocada torpeza.

En el sonoro improperio lanzado al volante sobre el conductor vacilante en la rotonda, en el bufido que por sorpresa regurgita la laringe al roce involuntario de otro viajero en el vagón, en la mirada heladora deseosa de petrificar al peatón que nos tropieza, se esfuma toda duda acerca de su creciente, amenazadora presencia. Mientras la hidra avanza con las tripas que revuelve, emprende la mente su propio trayecto a la caza de una causa que la explique. Los acontecimientos del día anterior, contemplados a la luz de un rápido y único fogonazo, ofrecen nula respuesta. Nula el recuento de los pensamientos acunados a su término en mansa espera de la llegada de Morfeo. Abre el objetivo el ojo rememorante y en la imagen ampliada escruta las manchas oscuras de frustraciones sabidas, de insatisfacciones largamente sobrellevadas, de resignados descontentos, que ensucian hasta el más armonioso cuadro humano. Pero por más que al retenerlas en ese ojo ruja hoy la hidra acelerando el pulso en las venas, el foco de la sinceridad sostenido con firmeza pone de relieve la clara ausencia de causas localizables para la repentina cristalización de esas turbias corrientes familiares, aquellas sobre las que cada día aferramos el timón confiando en sortear el naufragio, en las formas sinuosas y las siete boquitas dentadas de la molesta criatura acuática. No más allá de la vaga intuición del choque secreto de los finos fluidos, de las figuradas, enigmáticas visiones oníricas sustraídas a la memoria en el sigilo de la noche.

Y abrazada a la incógnita, la certeza de que hoy, el día en que una hidra con pupilas de medusa crece en nuestro interior, no se es apto para el mundo. Anticipa la experiencia de otras hidras pretéritas la aparición ante sus ojos relampagueantes, ahora adheridos a los nuestros, de cada uno de sus ejes, de sus contornos, de sus múltiples pobladores, teñidos del color de la hostilidad y la discordia. La más nimia fricción de sus aristas sobre nuestra piel, siquiera la más nimia sospecha de su posibilidad, a menudo inventada por la delirante beligerancia de la voraz criatura, la exasperará y agudizará su natural tendencia a abalanzarse, dientes en ristre, sobre la carne frágil para arrancarla a jirones de los blancos huesos, para entre ellos triturarla sin compasión, impasible por salvajemente sorda ante el sufrimiento. Tan quimérico frente a la materia espontánea del mundo, el orden ideal del deber ser dicta para hoy -así nos lo ha enseñado esa misma experiencia- sometimiento al mandato solidario de mantenernos a resguardo, tras los barrotes de una jaula de acero, quizá esposados a una pared rocosa. Con la sola compañía de la hidra mordiendo nuestro propio vientre inhóspito, descargando su furia sobre las manchas oscuras del cuadro. Convertidos en su única víctima, a pesar de la zozobra inhabitable que mana su ira, a cambio de alejarla de presas inocentes, de testigos indeseados, de ulteriores y seguros remordimientos. Pues de la tácita aceptación de ese orden ideal aprendimos hace mucho que preferibles serán la zozobra y la ira emponzoñando cada poro de nuestra alma al inexcusable y soberano esfuerzo de ocultación, de contención de la hidra mientras compartimos escenario con nuestros semejantes. A la tensión continuada del intérprete, a la rigidez de la máscara forzando serenidad o sonrisas mientras la hidra, rabiosa, se desgañita en silencio cubriéndolos de groseros insultos y juicios sesgados. Sin embargo, el mundo y sus imponderables aguardan, vueltas sus espaldas miopes a estas hidras fortuitas, azarosas, inexplicables. Otros deberes de calibre terrenal imponen el comienzo de la función.

Al poco nos percatamos, casi lo habíamos olvidado aturdidos por sus rugidos, de que los decorados, los muebles sobre la tarima, los historiados ropajes de los demás actores, tienden a fortalecer los tendones destinados a refrenarla. En ocasiones, es la necesaria concentración requerida para el cumplimiento de las tareas encomendadas la que por suerte debilita su ímpetu obturando las desconocidas fuentes que la nutren. Y no es imposible que la casual participación en un coro de risas, los rostros gentiles y sus músicas atinadas, cierta conjunción amable en los sucesos que marcan el discurrir de la jornada, lleguen a aniquilarla, borrando en unas horas el recuerdo del amanecer presidido por su piel escamosa y su fétido aliento. Por desgracia, también existen hidras terriblemente tenaces en su ferocidad, ciegas al ademán dulcificador, proclives a transformar cada minuto en un infierno de impostura, de lucha sostenida al filo de la angustia por el fracaso, de puntual derrota conducente al amago de explosión, a la mostración amenazante de los colmillos, rápidamente retraídos por el puño cerrado de la voluntad que obligará al aluvión de avergonzadas disculpas, al giro en redondo agarrado a la esperanza de la desmemoria o la tolerancia ajena si la hidra nos impide pronunciarlas. Las más pérfidas son maestras del engaño, y se fingen intimidadas o apaciguadas por los decorados, los muebles y los actores para simular una paulatina y tranquila desaparición tan incomprensible como su nacimiento, en espejismo confirmada por el poso de tristón malestar que resta en el estómago tras su presunto evaporarse. En realidad, dormitan agazapadas entre las vísceras con siete ojos medio abiertos, atentas al probable aflojarse de los músculos incitado por el engaño.

Tanto si lo logran por su pertinaz carácter como por sus taimadas argucias, las supervivientes suelen desatarse al retornar a la intimidad del hogar, tras la bajada del telón y la consiguiente suspensión de la guardia. A grandes tragos apuran el cansancio acumulado que destilan los miembros en relajación al depositar máscara y disfraz sobre el felpudo, inflando sus cuerpos de reptil para elevarlos hasta el límite de la campanilla. Cuando sus cabecitas bloquean la garganta con una asfixiante sensación de ahogo, suenan las campanas de su inexorable victoria. Embotados los oídos, enturbiada la vista por la escasez de aire en los pulmones, escucharemos palabras agrias en las afables, veremos gestos cortantes en los labios cálidos, trocaremos miradas afectuosas en indiferentes o despreciativas Y legitimados al fin por el asalto alucinado de la vaticinada hostilidad del mundo y sus pobladores, consentiremos, destensando el cuello, la salida triunfante de la hidra. Su golpear con un grito la voz suave. Su precipitarse con un arañazo sobre la mano que acaricia. El hundimiento afilado de sus pupilas de letal medusa en los ojos amados.

Lejos de apaciguarse, la satisfacción de sus instintos envalentona y llena de soberbia a estas criaturas marinas. Por eso, pese a la lógica consunción de las sustancias nutricias dispuestas para su alimento anunciando su próxima extinción con la extinción del día, no es extraño que la hidra nos acompañe hasta la cama y aún bulla airadamente en las tripas al reposar la cabeza sobre la almohada. Confundiendo todavía nuestro entendimiento, cargándolo de un remolino embarrado de razones-pretexto encaminadas a corroborar su debida liberación, a asentir tozudamente al permiso concedido a su emergencia. Hasta que mareados por la espiral dentro del cráneo, cerca ya del agotamiento de toda reserva, exhaustos por el constante agitarse de la hidra durante el día inacabable, cerraremos los párpados confiando en provocar sus últimos estertores con el apagarse de la conciencia. Al compás del progresivo adormecimiento de la criatura, el encenderse de una pequeña vela en medio de la oscuridad intentando alumbrar tímidamente la verdad de sus mentiras. Franqueando el paso por una esquina a la duda de la interpretación falaz, descabellada, demente bajo su influjo poderoso, a la aprensión por el daño injustamente infligido a quienes nos arropan amorosamente junto al fuego, a la conjeturada imagen futura de su necesaria reparación, al asomarse de la culpa. Pero la hidra sigue respirando en nuestro interior y su aliento emborrona todo atisbo de claridad. Sólo nos cabe desear su venida con el despertar del nuevo día. Sujetando el columpio que nos balancea entre el escudo de la defensa fundada y la desazón de la descarga gratuita por errónea, un suspiro de impotencia proyecta sin pretenderlo una fugaz ojeada sobre el día que termina para sumirnos en el hondo pesar de descubrirlo desperdiciado, dilapidado, arrojado a un nauseabundo estercolero en brazos de una caprichosa hidra. Y poco antes de extraviarnos en el sueño, el pensamiento angustiado de que si la vida nos castigara con la muerte fulminante en este mismo instante, tras este día atroz dominado por la insidiosa criatura, sintiéndonos aún arder sobre los rescoldos de su cólera, abandonaríamos el mundo, este mundo que envilecen sus pupilas de medusa solapadas a las nuestras, con el alma desgarrada entre el consuelo por el cese de la tortura y la tristeza por el dolor inútil de haberlo habitado.

miércoles, 5 de enero de 2011

Movimiento


Ciertos libros se nos presentan envueltos en una especie de aura de la que sentimos emanar el imperativo de leerlos. Se trata de libros que se ha oído nombrar en múltiples y muy diversos contextos, y que reiteradamente se nos ofrecen arropados por apasionados elogios en torno a su excelente factura, enfundados en exaltadas opiniones acerca de su repercusión en la historia de la literatura, adornados por sesudas observaciones sobre su importancia en la emergencia de elementos tan cruciales de nuestra cultura que se estiman insoslayables para la comprensión de nuestro propio presente. Libros, por tanto, frente a los cuales uno suele decirse a sí mismo que tarde o temprano habrá de acabar leyendo si no desea privarse de una experiencia literaria avalada en su relevancia por el criterio de generaciones más o menos numerosas de lectores.

Por alguna razón, siempre me había parecido demasiado temprano para la lectura de uno de esos libros que había oído mencionar en infinidad de ocasiones. Hasta que alguien me dijo: “Si te gusta Dylan, tienes que leerlo”. Vaya, pues me gusta mucho Dylan. Es más, me fascina Dylan, quizá el descubrimiento musical de los últimos años -por extraño que resulte, mi acercamiento a la obra de algunos músicos mundialmente reconocidos ha sido sorprendentemente tardío- que con mayor entusiasmo celebro. Así que esa simple frase hizo por fin sonar la hora de la obediencia a un imperativo largamente postergado: el que destilaba a mis ojos la novela de Jack Kerouac “On the road”, cuyas últimas páginas me acompañaron en la inauguración de este nuevo año.


Lejos de diluirse al poco de emprender su lectura, tal y como cualquier lector desearía, la conciencia del imperativo se ha prolongado -también es cierto que con intensidad decreciente- hasta prácticamente esas últimas páginas. Por lo general, no tengo reparo alguno en abandonar un libro después de empezado, bien porque anticipe que su lectura no me reportará el placer o el aprendizaje que de ellos espero, bien porque considere que no me encuentro en el momento más propicio para proseguirla y decida posponerla hasta su llegada. Pero con “On the road” ha sucedido algo distinto: pese a anunciar casi cada día que lo más probable era que lo dejara, cierta inercia me ha impulsado a acompañar a sus protagonistas hasta el final del trayecto narrado por Kerouac. Una inercia que quizá, pienso ahora, me haya atrapado por contagio del dinamismo enloquecido que desprende esta novela.

Porque “On the road” es para mí, ante todo, una experiencia del movimiento, de la velocidad, de la convulsión y la agitación vertidos en la más pura exterioridad de la total ausencia de reflexión acerca de su sentido. A un ritmo febril y descabellado, sin apenas dinero, sus protagonistas, Sal Paradise -alter ego del propio Kerouac- y el inolvidable Dean Moriarty -trasunto literario de Neal Cassady- viajan junto a un séquito de amigos y otros personajes fugaces a lo largo y ancho de los Estados Unidos. De Nueva York a San Francisco, de San Francisco a Los Ángeles, de los Ángeles de vuelta a Nueva York. Y de nuevo a San Francisco. Y otra vez de regreso a Nueva York. Y de Nueva York, finalmente, a México. Llegados a cada destino, una inexplicable urgencia los impele a emprender la marcha hacia otro lugar que invariablemente se convertirá en el punto de partida hacia otra meta distinta. Y es que la ciudad en la que desean estar, la ciudad que promete excitantes vivencias, chicas o drogas de más fácil acceso, nunca es aquella en la que acaban de aterrizar. En las paradas intermedias, beben hasta la inconsciencia, fuman marihuana, encuentran al amor de su vida, follan y se desencantan de él en apenas unas horas, escuchan jazz, bailan frenéticamente, gritan, saltan como posesos. Para, casi siempre arrastrados por la delirante agitación física y mental de Dean Moriarty y sus reiterados y absurdos “¡Sí! ¡Sí!” -quizá la plasmación más bruta, pero no por ello desposeída de una evidente fuerza de arrastre tan poderosa como un enorme imán, del nietzscheano “sí” a la vida-, lanzarse a devorar kilómetros a velocidades de vértigo por las autopistas norteamericanas.

¿Por qué razón? Nadie en la novela se lo pregunta. ¿Con qué propósito? Sencillamente no lo hay. Correr, moverse, acelerar, dejar atrás toneladas de asfalto en la carretera, es en “On the road” sinónimo de estar vivo. Sin que importe cuál sea la meta. Sin que importe a dónde debe conducir tanto movimiento y tanta gasolina consumida. Y lo es porque, a mi entender, el movimiento se ha convertido para sus protagonistas en el elemento denso, tembloroso, vibrante, capaz de llenar el vacío que horada cada minuto de toda existencia humana y que cada minuto nos exige la búsqueda contenidos, de tareas, de objetivos con los que ahuyentarlo. Si te mueves, si te desplazas de un lado a otro, si tus pies caminan o giran las ruedas bajo su presión sobre el acelerador, reza la consigna en “On the road”, ya estás haciendo algo. Mientras saltas, brincas, ondulas las caderas sobre otro cuerpo o te retuerces compulsivamente al compás de una trompeta entonando jazz, el vacío desaparece, puesto en fuga por la actividad incuestionable, indiscutible, irrebatible ante tu propia mirada que despliegan tus miembros, aniquilado por tu propio aturdimiento. Así, “On the road” constituye -además de muchas otras cosas, no es mi intención negarlo- un perfecto retrato del movimiento como forma de vida, del dinamismo convulso y desprovisto de justificación como opción existencial en pugna contra el perpetuo acoso de la nada.

Paradójicamente, el hecho de que casi cada día de los que avanzaba por sus páginas anunciara su probable abandono responde a que una palpable y aguda sensación de vacío, sólo compensada a la postre por el extraño afecto que terminé desarrollando por esa criatura espasmódica y demencial que es Dean Moriarty, se impuso sobre el resto de las generadas por su lectura. Vacío ante la flagrante ausencia de cualquier atisbo de viaje interior sustentando las trepidantes correrías de los personajes de “On the road”. Vacío ante la inevitable repetición de movimientos, de trayectos, de situaciones idénticas en la vorágine de carreras y excesos. Vacío, en última instancia, ante la omisión narrativa de las huellas, de los posos, de las mudanzas anímicas esperadas en sus protagonistas como consecuencia de tanta agitación exterior. Y es que, supongo, lo que para algunos lectores puede acabar poniendo de manifiesto “On the road” es que el movimiento por el movimiento configura una forma más bien precaria y limitada de llenar el vacío. Que la renuncia en él al sentido, a la dirección, a la orientación, lo transforman en una nube etérea, en una masa de aire agujereada que, lejos de ahuyentarlo, únicamente logra encubrir momentáneamente ese vacío para provocar su aún más feroz reaparición en el centro mismo de ese movimiento.

A no ser que se asuma -y ésta es una asunción inquietante, pero plausible- que no existiendo, que no habiendo tal sentido y siendo nuestros esfuerzos por inventarlo siempre insuficientes y abocados al fracaso, sólo nos cabe desprendernos de su exigencia y apostar por agitarnos, por retorcernos, por correr frenéticamente por la vida de un lado a otro hasta que nuestras energías se agoten.


¿Y Dylan? Bien, quien me dijo que si me gustaba debía leer “On the road” tenía razón. Terminada ya su lectura, he sabido del reconocimiento de Dylan sobre la influencia que la obra de Kerouac, así como su poesía, hasta ahora desconocida para mí, tuvo sobre él. Pero también me he cruzado con estas líneas que Dylan escribe en sus "Crónicas": “A los pocos meses de estar en Nueva York yo ya había perdido el ansia de vivir todo lo que “On the road” de Kerouac ilustra tan bien. Aquel libro, que había sido la Biblia para mí, ya no lo era. Todavía me encantaba la pulsión dinámica y extrema del fraseo poético estilo bop que fluía de la pluma de Jack, pero ahora Moriarty me parecía un personaje fuera de lugar, sin sentido, que inspiraba idiotez. Iba por la vida dando tumbos como un toro desatado”.

Dylan contaba con veinte años cuando se trasladó a Nueva York. No sé si la conclusión que debería extraer de sus palabras es que, pese a no ser yo nunca persona, ni tan siquiera en mi más tierna juventud, tendente a la agitación y el movimiento sino más bien a todo lo contrario, de tanto postergar la lectura de “On the road” al final se me hizo demasiado tarde para ella.


lunes, 20 de diciembre de 2010

Hospitalidad


Ese mundo no es el mío:
es el tuyo: el que en tus pupilas
hundido está desde siempre
y no lo alcanza mi vista.
A ese mundo quisiera entrar
antes que suene la hora
-ay- de mi vida.

El mundo que yo no viva - Agustín García Calvo


Llama a mi puerta tu voz de eslabones engarzados, el silencio espejeando mi contorno en tu mirada, la límpida humanidad de tu figura. Otra es, sin embargo, la tonalidad que fragua el metal de la cadena descifrable, la luz de mi reflejo extinguiéndose en el reverso de tus ojos callados. Y por más que muevan tus manos cinco dedos y cinco dedos las mías, nunca sabré, si alcanzo a tocarte, cómo se encienden y crepitan sobre tu piel esos dedos míos tan parecidos, tan diferentes a los tuyos.


Por eso llamas a mi puerta. Llaman tu voz, tu mirada, tu figura. Porque incluso si caminas a mi lado cada noche con sus días, vienes siempre de lejos, vienes siempre de fuera. Calados tus huesos bajo la tormenta por gotas de lluvia que a mí jamás me rozaron. Poblados tus ojos de bosques oscuros y pájaros petrificados en pleno vuelo. Los pies curtidos por piedras de aristas desconocidas, acariciados por vientos ajenos a los míos. Como si llegaras de un país remoto cuyo cielo ignoro, cuya tierra se me oculta. Donde otro fuera el mapa de las estrellas que en el firmamento ampara tu frente alzada, y otras las hojas caídas que arropan en murmullo tus pasos. Otras en el túnel de tus pupilas, en el pozo insondable de la memoria escapando al relato, en tu lengua paladeando palabras legibles, a la vez cerradas como cofres si sólo tú percibes el sabor de esas palabras en tu boca, el aroma que las envuelve, el laberinto de imágenes, de sentires, de melodías que en ellas resuenan al tú pronunciarlas. Ante todo, otras dentro del lugar sin coordenadas desde donde te abres en ventana a ese cielo y a esa tierra, a cada una de las pequeñas y grandes cosas que entre ellos se esponjan, a mí al llamar a mi puerta. Como un extranjero arribado a suelo extraño. Como un extraño buscando cobijo en mi casa.

Llamas a mi puerta para descubrir que no hay puerta que te impida la entrada. Traspasas el umbral y estás dentro. Lo quiera o no, eres ya mi huésped, eres ya mi invitado. Lo quieras o no, soy ya tu rehén en mi propia casa: me ata tu mera presencia forzando la necesaria respuesta, condenándome a cargar con ella hasta en la pretensión de eludirla. Pero serán la voluntad que alienta tu llegada y su expresión en tu rostro, mi consecuente o recelosa acogida, el azar o el destino aliados al tranquilo transcurrir del tiempo o al tijeretazo brusco que lo niegue, también la intensidad con que la naturaleza de tus demandas y mi aceptación o rechazo perpetren el secuestro, los jueces que sentenciarán en cuál de las múltiples habitaciones de esta casa que digo mía te será dado instalarte. Entre quiénes de los incontables huéspedes que la habitan se halla tu sitio.

Reconocer tu condición de invitado implica saber que llegas demasiado tarde para tener cabida en la habitación de sus primeros huéspedes. Ésos cuya alteridad entonces ignota sembró los cimientos de esta casa. Ésos que con sus signos y gestos, con sus leyes y reglas, penetraron la masa informe, la semilla tierna, el barro húmedo, diseñando su más primigenio esbozo. Porque nada era antes de su venida, porque sólo su extranjería permitió el nacimiento de mi identidad quebrada, carecen mis dinteles de puertas que los sellen y así permanezco expuesta a la llegada de otros huéspedes.

Se agolpan los más numerosos en diversas estancias de dimensiones indefinidas, de trazado y muebles neutros, las más distantes de las habitaciones que ocupo. Allí reposan en calma, innominados o con nombres huidizos, apenas provistos de peticiones. Rara vez se asoman al pasillo para solicitar cualquier nimiedad de fácil satisfacción, y a cambio aportan sus cuerpos cierto calor animal a la casa. Se trata de huéspedes fortuitos, de rápido reemplazo, que no dejan mancha pero tampoco huella reseñable alguna, y desaparecen un buen día acaso con menos que un breve adiós.

Reservo igualmente varias salas para los huéspedes indeseados. Sin más preámbulo los destinan a ellas sus malos modos, sus lenguas aburridas o en exceso afiladas, los galones con que aspiran a imponer su dominio al poco de cruzar la puerta. Otros llegan trasladados desde las estancias donde me despliego y demoro: lentamente acabó por desvelarse su inconveniencia entre sus paredes amorosamente decoradas, sobre las alfombras que resguardan mis plantas desnudas. En algunos casos, porque la entrada de otros huéspedes en más armónica sintonía con mis placeres y quebrantos los mudó en estorbo dentro de sus limitados espacios. Y unos pocos propiciaron con contundencia el cambio a fuerza de errores dañinos, de golpes malintencionados, de inocentes pero nocivas torpezas. Son huéspedes molestos, irritantes, cubiertos de más exigencias, de más súplicas de las que el buen ánimo desearía concederles. Se les soporta con la resignación del penitente si resulta ineludible atenderlos, de ser posible se les ignora y sortea al transitar de habitación en habitación con la esperanza de su marcha pronta, de que finalmente abandonen sus camas en préstamo arrastrando consigo el espectro enervante de su recuerdo. Estos últimos tienden a aullar al alba como lobos a la luna, perturbando mi sueño con el despertar de la culpa.

Pero si logran tus manos amables y la calidez templando tu voz, la sabiduría de tus palabras y tu risa sincera, que tu nombre se consolide y torne gozosa costumbre en mis labios, te alojaré en unas de las habitaciones más próximas a las mías. Y junto a mis más queridos huéspedes, te sentaré a mi mesa para compartir contigo mis mejores viandas, para hacerte partícipe de mis más bellos juegos, para dedicarte mi tiempo valioso en conversación frente el fuego. Esforzándome, solícita, por agasajar tu paladar con vinos añejos, por escuchar al atardecer tus cuentos, por reservarte mis horas más soleadas, por ayudarte a airear tu habitación cuando las sombras la invadan, y no cese en ti el deseo de ser mi invitado. Te unirás así al círculo de aquellos huéspedes con quienes aprendí a valorar el secuestro como un regalo, como una gracia que invita a tender las muñecas a las cuerdas, consciente de que su ausencia enfriaría mortalmente esta casa e inocularía en mí la duda de si merece ser habitada.

Quizá, quién sabe, se fortalezca tan poderosamente tu presencia entre sus tabiques que empiece a creerla irremplazable. Quizá comience a conquistarme la idea de que es tu precisa luz, y sólo la tuya, la que arranca a cada uno de sus rincones el más hermoso brillo, disolviendo sus humedades, esclareciendo sus tinieblas. La idea temblorosa de que la desaparición de los lazos que en torno a sus cimientos has ido tejiendo los heriría con grietas irreparables. Y termine entonces por instalarte en mi propio cuarto, por abrir mis armarios y cajones a los objetos que te acompañan, por cobijarte bajo la suavidad de mis mantas. Para que te conviertas en mi más precioso huésped y yo en tu más cómplice rehén. Para que a mi lado camines cada noche con sus días. Y junto a ti sea capaz de olvidar, durante largos instantes o largas horas, que también tú, como el resto de mis huéspedes, vienes siempre de lejos, vienes siempre de fuera. Portando a cada paso en tu mirada, en tu figura, en tu voz, un mundo extraño que sin remedio se me hurta.


miércoles, 8 de diciembre de 2010

Mentiras


"Todo empezó con una pequeña mentira", confiesa Emilio Barrero, economista y ejecutivo del Banco de España para todos sus familiares y conocidos. Una pequeña mentira que, sin embargo, ha acabado dando paso a la monstruosa impostura que es el pleno entramado de cartón piedra de su vida. Porque, aunque así lo crean su mujer y su hijo, sus padres, sus suegros, sus más íntimos amigos y las personas que trata habitualmente, Emilio Barrero no es economista ni trabaja en el Banco de España. Sólo finge serlo desde hace veinte años. Una ficción que comienza cada mañana cuando, con su traje caro y su maletín, lleva a su hijo al colegio para después dirigirse a un parque donde pasea o lee, esperando pacientemente la hora de regresar a casa tras su inexistente jornada laboral. Que apuntala pretendiendo frecuentes viajes al extranjero que nunca lleva a cabo. Que se sostiene a fuerza de reiteradas estafas a sus padres, a sus amigos, a sus conocidos, prometiéndoles inversiones de alta rentabilidad dada su posición en el Banco de España, con las que paga su lujoso chalet en las afueras, el colegio privado de su hijo, su imagen de hombre de éxito. Hasta que, bajo el peso de nuevas y cada vez más inverosímiles mentiras, el frágil edificio de cartón piedra se derrumba y Emilio Barrero se ve forzado a confesar que toda la farsa que es su vida empezó con una pequeña mentira.

Esta es la historia que nos cuenta Eduard Cortés en su película "La vida de nadie". Una película cuya visión provocará la inmediata aparición de un nudo en el estómago de sus espectadores porque éstos, sabedores prácticamente desde el comienzo de la impostura de Emilio Barrero, no dejarán de preguntarse cómo es posible soportar durante veinte largos años una mentira de tales dimensiones y todo lo que ésta conlleva: la tremenda soledad, el diario vagar por el parque en pugna con el tiempo y el vacío, el esfuerzo por narrar y recordar de continuo lo que sólo posee realidad en las propias palabras, el pánico al posible desvelamiento del engaño a causa de un error trivial... De tratar de imaginar cómo cabe respirar cuando se ha adherido al propio rostro una máscara asfixiante que debe mantenerse y reforzarse día a día en ausencia de toda perspectiva de desprenderse de ella que no implique la pérdida más absoluta, incluso de la libertad en el seguro destino de la cárcel. Y asistirán, encogidos por una angustia que el propio Emilio Barrero no parece sentir, a un progresivo desbordamiento de su capacidad de invención y mentira que se convertirá en la previsible antesala de la tragedia.

Pero es sólo la ficción de una ficción imposible, pensé al terminar de ver la película. Quizá, interpreté, la inquietante historia de Eduard Cortés no pretende ser más que una gran metáfora de cómo la mentira puede llegar a actuar como un cancer capaz de malograr las vidas de quienes se dejan arrastrar por ella. Y por mi cabeza cruzaron también imágenes de hombres y mujeres casados con mujeres y hombres a los que nunca amaron, padres y madres de hijos que nunca desearon, desempeñando trabajos que nunca quisieron para sí, mintiéndose a sí mismos cada día para ocultarse el fracaso de sus existencias y su incompetencia o cobardía para enmendarlas. Hasta que, pocos días después, la casualidad quiso que averiguara que la historia llevada al cine por Eduard Cortés, lejos de ser ficción, aspira a relatar la mentira en la que se sumergió durante dieciocho años un hombre real, condenado hoy día a cadena perpetua. Inspiradas en él se han realizado, además de la de Eduard Cortés, dos películas más, El empleo del tiempo y El adversario. Esta última basada en el texto del mismo título del periodista francés Emmanuele Carrère, que intenta presentar y analizar al protagonista de esta increíble historia, Jean-Claude Romand, a partir de las declaraciones que efectuó durante el juicio por asesinar a su mujer, a sus hijos, a sus padres y a su perro, cuando en 1993 se creyó a punto de ser descubierto en su existencia engañosa. Un libro y tres películas: tal vez la cifra demuestre que la singularidad del caso de Jean-Claude Romand suscita toda suerte de emociones excepto la indiferencia y merece ser objeto de reflexión.

La espiral de mentiras de Jean-Claude Romand comenzó también, según cuenta en el juicio, con una pequeña mentira motivada por un desafortunado accidente: días antes de los exámenes finales de su segundo año de Medicina, sufre un percance en el que se rompe la muñeca derecha. No puede presentarse a los exámenes, pero tampoco se atreve a revelar a sus padres lo sucedido. Semanas más tarde les comunica que ha superado con éxito los exámenes y que va a matricularse en el tercer curso. Durante varios años más, Jean-Claude asiste regularmente a las clases e incluso se reúne en su habitación a estudiar con la que más tarde se convertirá en su mujer, matriculada en la Facultad de Farmacia. Sin embargo, ya no volverá a presentarse a ningún examen. Jacques perpetra el engaño con tal habilidad que ninguno de sus conocidos dudará de que ha obtenido su título de doctor en Medicina. Tampoco de que poco después ha conseguido un prestigioso puesto en Ginebra como investigador de la Organización Mundial de la Salud, a donde se desplaza desde su lugar de residencia en una zona de Francia cercana a Suiza para codearse con importantes científicos y políticos. Pero Jean-Claude no trabaja en ningún sitio: sus días transcurren en diferentes cafeterías, parkings, isletas de autopistas, donde lee prensa y revistas científicas o sencillamente dormita. A veces, se dedica a vagar sin rumbo por los bosques de Jura. Y al igual que el protagonista de la película de Eduard Cortés, financia sus gastos solicitando dinero a sus familiares y conocidos que, presuntamente, deposita en cuentas bancarias en Suiza. Sin embargo, llega un punto en que sus estrategias para obtener dinero se agotan. Algunos de los estafados comienzan además a desconfiar de él. Ante la posibilidad de que su verdad salga a la luz y, desde la creencia de que su familia no podrá aceptarla, Jean-Claude decide asesinarla y suicidarse posteriormente. Los mata, se cita con una amiga íntima con idéntica intención de asesinarla aunque ésta logra escapar, regresa a casa, ingiere barbitúricos y prende fuego al hogar familiar. Se salva milagrosamente. Tan milagrosamente que las pruebas médicas apuntan a que tomó los barbitúricos cuando los bomberos estaban ya en camino hacia la casa y que su suicidio, por tanto, no fue sino una impostura más antes de ser encarcelado.

Y, no obstante, no la última. Porque una de las conclusiones que se desprenden del libro de Emmanuele Carrère es que para Jean-Claude Romand, habituado a simular ser quien no era durante casi veinte años, a inventar para quienes le rodeaban una vida inexistente, la impostura se ha convertido en una segunda naturaleza que coarta todo acceso a la verdad de su persona, de sus recuerdos, de sus sentimientos. Todos sus gestos, sus palabras, sus acciones, siguen teniendo como único objetivo el mismo que le guiaba antes de asesinar a su familia: ofrecer una imagen favorable de sí mismo a los demás, con independencia de que esa imagen se corresponda con los hechos que fraguaron su vida en el pasado o con sus juicios y valoraciones presentes. Los psiquiatras que le han tratado sospechan que ni tan siquiera se da ya en él esa doblez que se presupone en la conciencia de la mentira, la que consiste en conservar una idea de la realidad que se altera o deforma mediante el discurso: Jean-Claude dice lo que cree y cree lo que dice, y sus creencias se reconstruyen día a día en función de las interpretaciones que le brindan los propios psiquiatras que lo visitan en la prisión sin admitir contraste alguno con una verdad que ni él mismo parece poseer. No es posible, pues, descubrir quién fue y quién es Jean-Claude Romand más allá de la máscara cambiante e incoherente a lo largo del tiempo que expone ante sus semejantes tratando de ajustarla a su preocupación por presentar una imagen positiva de sí mismo. Ni llegará nunca a saberse en qué ocupaba las horas, ni qué pensaba y sentía durante su transcurso, de todos aquellos días en que salía de su casa para enfrentarse a la nada y al vacío ocultos tras su título y trabajo ficticios.

Termino de escribir esto y pienso que todos hemos mentido en numerosas ocasiones para ofrecer a los demás una imagen más favorable de nosotros mismos. Que es probable que nos mintamos sin saberlo para componer ante nuestros propios ojos un retrato de aquello que somos más acorde con nuestros deseos y juicios morales. Que, entonces, también en nuestro caso se halla vedada, para los otros y desde la intimidad de nuestra propia conciencia, la conquista de un conocimiento último, indiscutible, preclaro, acerca de quiénes fuimos y quiénes somos. Pero tal vez lo que nos separa de Jean-Claude Romand resida en nuestra capacidad para anticipar las consecuencias de nuestras posibles mentiras y en la decisión de optar por la verdad, por dolorosa o incómoda que ésta sea, cuando las percibimos en la distancia como aún más dolorosas e incómodas que la propia verdad.

Sólo que esa línea fronteriza entre Jean-Claude Romand y nosotros no resulta tan nítida si tenemos en cuenta que toda una vida de monstruosa impostura puede comenzar con una pequeña mentira. Y que muchas son las veces en que erramos en la previsión de las consecuencias de nuestros actos, o las circunstancias que podrían conducirnos a un fatal error de cálculo.