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De entre esas percepciones difusas que nos acompañan prácticamente desde que tenemos uso de razón, pero que sólo con el transcurrir de los años logramos identificar al hallarlas formuladas en palabras entre las páginas de un libro, hay una en la que me reconozco especialmente: existir bajo la forma de los extraños animales que somos significa habitar en la constitutiva, radical, inalienable y profundamente desarraigante imposibilidad de sentirse en este mundo como en casa. Hasta el punto de que toda relación de familiaridad con ese mundo, toda visión de éste como un hogar, aparece como un constructo de variable fragilidad destinado a encubrir esa inhospitalidad originaria. La intuimos bajo el poderoso influjo de ciertos estados de ánimo particularmente desasosegantes, a través de los cuales se nos revela que, en el seno de esta constante lucha contra la nada impuesta sobre nuestras cabezas desde que abandonamos el vientre materno, no cabe sentirse como en casa. Estados de ánimo que, con terrible crudeza, nos ponen de manifiesto cómo el lugar donde siempre acecha la amenaza inminente -y más cierta que ninguna otra certeza- del regreso seguro a esa nada, nunca representará un verdadero hogar.
No es ninguna novedad para quienes seguís desde largo la andadura de este blog mi obsesión por este tema, presente de forma más o menos directa, más o menos tangencial, en varias de sus entradas, y quizá incluso motivo que recurrentemente colorea sin siquiera mencionarse el tono de gran parte de ellas. Pues bien, hoy he querido traerlo una vez más a colación -aun a riesgo de aburriros ya definitivamente con él- porque mi obsesiva relación con esta cuestión comienza a cobrar, de un tiempo a esta parte, un cariz que nunca hasta ahora había mostrado: asumida la imposibilidad esencial de sentirse en este mundo como en casa, así como la forzosa búsqueda y creación de los lazos que nos permitan ocultar esa inhospitalidad primigenia derivada de ella, últimamente se ha apoderado de mí la sensación de que no el mundo en cuanto tal, sino este mundo concreto, el que día a día se dibuja con el curso de los acontecimientos, el que se fragua con la introducción de nuevas leyes, el que resulta del comportamiento de quienes en él toman decisiones, se está convirtiendo en un lugar a mis ojos cada vez más inhóspito. Tan inhóspito que reiteradamente me sorprende un absurdo deseo que en callado diálogo conmigo misma me lleva a exclamar: ¡Qué ganas de saltar de este barco! Absurdo porque sé perfectamente que, tal vez en absoluto y sin duda desde mis singulares circunstancias, no hay espacio alternativo alguno al que saltar y no me queda, por tanto, más remedio que permanecer en el barco y tratar de acomodarme al rumbo que lo guía.
No, no soy tan ingenua: ya ni recuerdo cuándo descubrí que este mundo concreto, el que me ha tocado vivir, con su particular configuración, nunca sería un mundo amable para quienes nacimos pobres y carentes de poder. Nunca lo fue, es cierto, para todos aquellos que en similares condiciones hubieron de sufrir en sus propias carnes la maldición bíblica de tener que destinar una parte abusiva del tiempo de sus vidas a procurarse el sustento diario. Pero, a diferencia de los hombres y mujeres de otras épocas de la historia, los trabajadores del siglo XXI hemos de cargar además con la conciencia de que los trazos más gruesos de ese rostro inhóspito que el mundo nos ofrece en la actualidad provienen del indecente fracaso de una de las esperanzas menos utópicas y más potencialmente factibles de la humanidad: que el progreso de la razón científica moderna, con su intrínseca vinculación a la producción técnica, al surgimiento y perfeccionamiento de la máquina, acabaría, si no por liberarnos definitivamente del penoso castigo del trabajo, sí por aliviarnos de él de manera significativa.
Bien, es obvio que hemos logrado inventar y producir tantas máquinas como jamás llegaran a soñarse en el pasado. Máquinas que, en efecto, al reemplazar y multiplicar exponencialmente en su rendimiento el esfuerzo humano, son capaces no sólo de asegurar nuestra subsistencia, sino también de devolvernos por fin el tan preciado tiempo de vida que el perverso dios cristiano nos hurtó bajo el pretexto del pecado. Sin embargo, es otro hecho igualmente palmario que sólo un ridículo porcentaje de la humanidad ha conseguido sustraerse a la condena ancestral, o estaría en disposición de hacerlo si recordara su condición de castigo, mientras nada en la más obscena y aberrante abundancia a costa de la perpetuación de la maldición para su gran mayoría. Y como, además, la porción occidental más favorecida de esa gran mayoría parece también haber olvidado la tremenda injusticia de la que es víctima y ni siquiera rechista por ella gracias a las pequeñas alegrías que obtiene de su inmersión en la espiral consumista, hace ya mucho que entendí que, como miembro que soy de esa porción de la humanidad en su conjunto alienada y conformista, no me cabía sino resignarme y aceptar que habría de seguir invirtiendo una cantidad abusiva del tiempo de mi vida en procurarme el sustento -y yo como más bien poco-, un techo bajo el cual cobijarme, algunos libros de vez en cuando y poco más.
Lo entendí, sí. Pero ese ejercicio de resignación y aceptación que practico religiosamente a diario, cada mañana de jornada laboral que suena el despertador, cada noche en que me acuesto agotada y frustrada por no haber contado con las horas que desearía para hacer otras cosas al margen de trabajar, aún me cuesta demasiados empastes rotos a fuerza de apretar las mandíbulas. Omití comentar que también me ejercito en resignarme a incluir entre mis gastos la periódica factura del dentista.
Ya creía más o menos delimitado el conjunto de los factores sobre los que seguir practicando cada día la resignación y la aceptación, cuando nos sorprendió la crisis, los activos tóxicos y con ellos el anuncio en los periódicos por parte de grandilocuentes articulistas del antes y el después del capitalismo salvaje, de la inevitable alteración del modelo, del doloroso acontecimiento que por fin determinaba, sí o sí, la exigencia de cambio, la demolición del sistema insostenible. En contra de nuestras ilusiones, muchos intuíamos que mejor esperar sentados. Nuestras intuiciones se confirmaron: como en el juego de la ruleta, de nuevo ganaba la banca.
Más tarde llegaron las huelgas de protesta frente a las medidas adoptadas para salir de esa crisis provocada por la avaricia psicópata de los poderosos, y con ellas la decepción al comprobar la pasividad de quienes podían seguirla, la indignación al descubrir la impotencia de quienes, deseando hacerla, no se atrevían a permitírselo por ver peligrar sus puestos de trabajo -ese bien tan preciado en tiempos de crisis, da igual las horas de tiempo de vida que a uno le roben por él-, la incomprensión al constatar la falta de rebeldía de tantos y tantos que reivindicaban ferozmente su derecho a no hacer huelga. Como si las medidas adoptadas no fueran también contra ellos, contra sus familias, contra sus hijos, contra los hijos de sus hijos.
Poco después hube de empezar a hacer tremendos esfuerzos por asumir que, por si no era ya suficiente el ejercicio de resignación con el que cargaba, ahora se le sumaba el correspondiente al incremento de los años del tiempo de mi vida obligatoriamente destinados al sustento futuro, a la vejez presuntamente digna, a la siempre postergada, y ahora todavía más, propiedad del tiempo propio. Esta vez, increíble pero cierto, ya sin huelga ni protesta, sin reacción por parte de nadie, en la más silenciosa aceptación del engrandecimiento de la injusticia. Y, desde los últimos días, la exhortación, la demanda al precio de multa, a un nuevo ejercicio de resignación: emplear aún más tiempo de mi vida, de nuestras vidas, en desplazarnos a nuestros lugares de trabajo. Sin una sola reflexión, sin una sola mención en ningún medio de comunicación, acerca de las posibilidades que la tecnología ofrece para que algunos, bastantes, se liberen de la necesidad de perder ese precioso tiempo en autovías y autopistas -eso que se llama teletrabajo, debe de ser que ni políticos ni periodistas lo han oído nombrar jamás- y así nos liberen al resto de insalubres contaminaciones, de enervantes atascos, de gastos prescindibles, mientras ellos se ganan su sueldo en batín y zapatillas desde sus más humildes o pudientes hogares. Dando obcecadamente por sentado, a mayor beneficio a largo plazo de las petroleras, que cierto uso energético ligado estrechamente al trabajo constituye un factor inamovible en este mundo hostil cuyos costes sólo se pueden rebajar obligando al usuario a dilapidar más tiempo de su vida.
Y mientras tanto, y para más inri, el triunfo de la tiranía de la salud hipócrita que ya ni tan siquiera consiente ni un mísero reducto público para que los fumadores nos envenenemos a voluntad con el placer de la nicotina. Avalado encima por el aplauso generalizado de quienes, alentados a la más odiosa intolerancia, no comprenden que, bajo el imperio de las razones económicas, únicamente asisten a un nuevo paso hacia adelante del proceso de extensión incontrolada de esa lógica tiránica que -no tardaremos en ser testigos de ello- terminará por intevenir, más allá del humo del tabaco, en los hábitos alimenticios, deportivos o sexuales considerados poco saludables.
Pensaba igualmente que hacía tiempo que había alcanzado un grado notable de resignación ante la creciente estupidez, deficiencia mental e inmoralidad de la clase política. Y digo de la clase política porque, al menos en cuanto a estupidez y deficiencia mental -en la inmoralidad cabrían acaso ciertas matizaciones-, a incompetencia para argumentar con un mínimo de credibilidad y sin constantes y groseras mentiras las decisiones que toman o tomarían de ocupar el poder, todos y cada uno de ellos, con independencia del color de su bandera, me parecen idénticamente deleznables. Por desgracia, en estos últimos meses en los que el mundo me resulta un lugar cada vez más inhóspito, un lugar donde las posibilidades de sentirse -aunque sea ilusoriamente- como en casa se reducen a un ritmo vertiginoso, compruebo que no es así. Como compruebo en mis cada día más tensas mandíbulas que mi capacidad para el ejercicio de la resignación está rozando sus límites.
Definitivamente, ¡pero qué ganas de saltar de este barco!
No es ninguna novedad para quienes seguís desde largo la andadura de este blog mi obsesión por este tema, presente de forma más o menos directa, más o menos tangencial, en varias de sus entradas, y quizá incluso motivo que recurrentemente colorea sin siquiera mencionarse el tono de gran parte de ellas. Pues bien, hoy he querido traerlo una vez más a colación -aun a riesgo de aburriros ya definitivamente con él- porque mi obsesiva relación con esta cuestión comienza a cobrar, de un tiempo a esta parte, un cariz que nunca hasta ahora había mostrado: asumida la imposibilidad esencial de sentirse en este mundo como en casa, así como la forzosa búsqueda y creación de los lazos que nos permitan ocultar esa inhospitalidad primigenia derivada de ella, últimamente se ha apoderado de mí la sensación de que no el mundo en cuanto tal, sino este mundo concreto, el que día a día se dibuja con el curso de los acontecimientos, el que se fragua con la introducción de nuevas leyes, el que resulta del comportamiento de quienes en él toman decisiones, se está convirtiendo en un lugar a mis ojos cada vez más inhóspito. Tan inhóspito que reiteradamente me sorprende un absurdo deseo que en callado diálogo conmigo misma me lleva a exclamar: ¡Qué ganas de saltar de este barco! Absurdo porque sé perfectamente que, tal vez en absoluto y sin duda desde mis singulares circunstancias, no hay espacio alternativo alguno al que saltar y no me queda, por tanto, más remedio que permanecer en el barco y tratar de acomodarme al rumbo que lo guía.
No, no soy tan ingenua: ya ni recuerdo cuándo descubrí que este mundo concreto, el que me ha tocado vivir, con su particular configuración, nunca sería un mundo amable para quienes nacimos pobres y carentes de poder. Nunca lo fue, es cierto, para todos aquellos que en similares condiciones hubieron de sufrir en sus propias carnes la maldición bíblica de tener que destinar una parte abusiva del tiempo de sus vidas a procurarse el sustento diario. Pero, a diferencia de los hombres y mujeres de otras épocas de la historia, los trabajadores del siglo XXI hemos de cargar además con la conciencia de que los trazos más gruesos de ese rostro inhóspito que el mundo nos ofrece en la actualidad provienen del indecente fracaso de una de las esperanzas menos utópicas y más potencialmente factibles de la humanidad: que el progreso de la razón científica moderna, con su intrínseca vinculación a la producción técnica, al surgimiento y perfeccionamiento de la máquina, acabaría, si no por liberarnos definitivamente del penoso castigo del trabajo, sí por aliviarnos de él de manera significativa.
Bien, es obvio que hemos logrado inventar y producir tantas máquinas como jamás llegaran a soñarse en el pasado. Máquinas que, en efecto, al reemplazar y multiplicar exponencialmente en su rendimiento el esfuerzo humano, son capaces no sólo de asegurar nuestra subsistencia, sino también de devolvernos por fin el tan preciado tiempo de vida que el perverso dios cristiano nos hurtó bajo el pretexto del pecado. Sin embargo, es otro hecho igualmente palmario que sólo un ridículo porcentaje de la humanidad ha conseguido sustraerse a la condena ancestral, o estaría en disposición de hacerlo si recordara su condición de castigo, mientras nada en la más obscena y aberrante abundancia a costa de la perpetuación de la maldición para su gran mayoría. Y como, además, la porción occidental más favorecida de esa gran mayoría parece también haber olvidado la tremenda injusticia de la que es víctima y ni siquiera rechista por ella gracias a las pequeñas alegrías que obtiene de su inmersión en la espiral consumista, hace ya mucho que entendí que, como miembro que soy de esa porción de la humanidad en su conjunto alienada y conformista, no me cabía sino resignarme y aceptar que habría de seguir invirtiendo una cantidad abusiva del tiempo de mi vida en procurarme el sustento -y yo como más bien poco-, un techo bajo el cual cobijarme, algunos libros de vez en cuando y poco más.
Lo entendí, sí. Pero ese ejercicio de resignación y aceptación que practico religiosamente a diario, cada mañana de jornada laboral que suena el despertador, cada noche en que me acuesto agotada y frustrada por no haber contado con las horas que desearía para hacer otras cosas al margen de trabajar, aún me cuesta demasiados empastes rotos a fuerza de apretar las mandíbulas. Omití comentar que también me ejercito en resignarme a incluir entre mis gastos la periódica factura del dentista.
Ya creía más o menos delimitado el conjunto de los factores sobre los que seguir practicando cada día la resignación y la aceptación, cuando nos sorprendió la crisis, los activos tóxicos y con ellos el anuncio en los periódicos por parte de grandilocuentes articulistas del antes y el después del capitalismo salvaje, de la inevitable alteración del modelo, del doloroso acontecimiento que por fin determinaba, sí o sí, la exigencia de cambio, la demolición del sistema insostenible. En contra de nuestras ilusiones, muchos intuíamos que mejor esperar sentados. Nuestras intuiciones se confirmaron: como en el juego de la ruleta, de nuevo ganaba la banca.
Más tarde llegaron las huelgas de protesta frente a las medidas adoptadas para salir de esa crisis provocada por la avaricia psicópata de los poderosos, y con ellas la decepción al comprobar la pasividad de quienes podían seguirla, la indignación al descubrir la impotencia de quienes, deseando hacerla, no se atrevían a permitírselo por ver peligrar sus puestos de trabajo -ese bien tan preciado en tiempos de crisis, da igual las horas de tiempo de vida que a uno le roben por él-, la incomprensión al constatar la falta de rebeldía de tantos y tantos que reivindicaban ferozmente su derecho a no hacer huelga. Como si las medidas adoptadas no fueran también contra ellos, contra sus familias, contra sus hijos, contra los hijos de sus hijos.
Poco después hube de empezar a hacer tremendos esfuerzos por asumir que, por si no era ya suficiente el ejercicio de resignación con el que cargaba, ahora se le sumaba el correspondiente al incremento de los años del tiempo de mi vida obligatoriamente destinados al sustento futuro, a la vejez presuntamente digna, a la siempre postergada, y ahora todavía más, propiedad del tiempo propio. Esta vez, increíble pero cierto, ya sin huelga ni protesta, sin reacción por parte de nadie, en la más silenciosa aceptación del engrandecimiento de la injusticia. Y, desde los últimos días, la exhortación, la demanda al precio de multa, a un nuevo ejercicio de resignación: emplear aún más tiempo de mi vida, de nuestras vidas, en desplazarnos a nuestros lugares de trabajo. Sin una sola reflexión, sin una sola mención en ningún medio de comunicación, acerca de las posibilidades que la tecnología ofrece para que algunos, bastantes, se liberen de la necesidad de perder ese precioso tiempo en autovías y autopistas -eso que se llama teletrabajo, debe de ser que ni políticos ni periodistas lo han oído nombrar jamás- y así nos liberen al resto de insalubres contaminaciones, de enervantes atascos, de gastos prescindibles, mientras ellos se ganan su sueldo en batín y zapatillas desde sus más humildes o pudientes hogares. Dando obcecadamente por sentado, a mayor beneficio a largo plazo de las petroleras, que cierto uso energético ligado estrechamente al trabajo constituye un factor inamovible en este mundo hostil cuyos costes sólo se pueden rebajar obligando al usuario a dilapidar más tiempo de su vida.
Y mientras tanto, y para más inri, el triunfo de la tiranía de la salud hipócrita que ya ni tan siquiera consiente ni un mísero reducto público para que los fumadores nos envenenemos a voluntad con el placer de la nicotina. Avalado encima por el aplauso generalizado de quienes, alentados a la más odiosa intolerancia, no comprenden que, bajo el imperio de las razones económicas, únicamente asisten a un nuevo paso hacia adelante del proceso de extensión incontrolada de esa lógica tiránica que -no tardaremos en ser testigos de ello- terminará por intevenir, más allá del humo del tabaco, en los hábitos alimenticios, deportivos o sexuales considerados poco saludables.
Pensaba igualmente que hacía tiempo que había alcanzado un grado notable de resignación ante la creciente estupidez, deficiencia mental e inmoralidad de la clase política. Y digo de la clase política porque, al menos en cuanto a estupidez y deficiencia mental -en la inmoralidad cabrían acaso ciertas matizaciones-, a incompetencia para argumentar con un mínimo de credibilidad y sin constantes y groseras mentiras las decisiones que toman o tomarían de ocupar el poder, todos y cada uno de ellos, con independencia del color de su bandera, me parecen idénticamente deleznables. Por desgracia, en estos últimos meses en los que el mundo me resulta un lugar cada vez más inhóspito, un lugar donde las posibilidades de sentirse -aunque sea ilusoriamente- como en casa se reducen a un ritmo vertiginoso, compruebo que no es así. Como compruebo en mis cada día más tensas mandíbulas que mi capacidad para el ejercicio de la resignación está rozando sus límites.
Definitivamente, ¡pero qué ganas de saltar de este barco!