Poco más somos al despertar a la vida que un amasijo sanguinolento de necesidades no sabidas. Desconocedores de la urgencia de su satisfacción, hasta la primera bocanada de aire irrumpe en nuestros pulmones vírgenes como un golpe de viento inesperado exento de todo reclamo. Si acaso un dolor todavía sin concepto, una desazón desprovista de toda noción de sí, dispara infalible el automatismo, ajeno a cualquier propósito o finalidad, de un llanto animal similar a un aullido. Pero el cálido pezón inundando la boca nos muestra por primera vez el camino. Con el reconocimiento de la carencia, aprendemos la existencia del mecanismo destinado a suprimirla. Junto al vacío en ascenso desde las entrañas hacia la lengua, intuimos la presencia de un mundo más allá del propio cuerpo diminuto capaz de colmarlo. Así comienza, aún incipiente, la búsqueda, si por causa de nuestra inmadurez se complacen nuestras demandas casi al instante de emerger, y el pezón reaparece sobre sus bordes apenas los labios se entreabren en su afán de encontrarlo.
Quién sabe si no descubrimos el verdadero sinsabor de la falta ante el primer juguete extraviado. Ante la ausencia del peluche sustraído al tacto al alargar la mano, menesterosa entre tinieblas del compañero suave y familiar, sin que de nuevo se nos brindara, rescatado del suelo, con proporcional presteza a la de nuestro apremio por hallarlo. Porque tal vez fuera entonces cuando empezamos a entrever la tarea infinita del buscar inagotable al que habrán de forzarnos, hasta su último aliento, nuestros cuerpos y almas indigentes. Auxiliado en la precariedad inmensa de la infancia por ojos y brazos más diestros en su entrenamiento. Devenido poco a poco ejercicio cada vez más solitario, en su éxito o fracaso cada vez más dependiente de la habilidad conquistada y del margen de fortuna con que seamos agraciados. Tantas son las faltas, las pérdidas, las carencias que a todos sin excepción nos acosan, tan caprichosos y variopintos los revestimientos que su naturaleza en esencia común adopta, que sólo los propios hombros podrán acabar cargando el ingente peso del reto de contentarlas.
A todas horas buscamos el objeto cercano y conocido. El útil transformado en prolongación de los dedos que posibilita la tarea requerida. La prenda en el armario ante la repentina ola de frío. En medio de la noche, el calor de la piel de quien comparte nuestras sábanas. Las llaves en el bolsillo. Con creciente preocupación, las llaves que no aparecen en el bolsillo. En el mar de enseres por el que a diario braceamos, no es raro que su multitud propicie su recíproco encubrimiento y a nuestros ojos se oculte la tranquila presencia del objeto solicitado. Con el fin de evitar su extravío, la voluntad ordenadora se esfuerza por asignar su lugar a cada cosa. Pero privadas de mágicos imanes que las fijaran a sus puestos como a soldados bien disciplinados, el reloj que apura, o el frecuente vagar de la cabeza por parajes distantes a los escenarios que las circundan, tienden a soltarlas al paso del descuido, sin conciencia que discierna el dónde azaroso del soltar, obstaculizando el esperado reencuentro. Un reencuentro que nunca habrá de producirse cuando, por similar descuido, queden abandonadas nuestras cotidianas pertenencias en territorios que exceden nuestros dominios para entregarnos al desamparo, al enfado, incluso a la tristeza de su pérdida definitiva en el momento en que de ellas precisamos. Pues el buscar es esclavo del tiempo: vive anudado al aquí y ahora de la necesidad que demanda satisfacción inmediata. Superada la intensidad de su percepción, a veces saciada por cauces secundarios, el ulterior hallazgo del objeto previamente ansiado puede abocarnos a la indiferencia, al desprecio, a la rabia. De poco sirve recordar el dato, perseguido inútilmente por el laberinto de una memoria convertida de repente en laguna, una vez concluida la prueba. Con cierto rencor recibimos la caricia eludida cuando más nos urgía. Maldiciendo nuestra torpeza, damos a deshora con las palabras justas que se nos hurtaron ante el destinatario hambriento de consuelo.
A todas horas buscamos el objeto cercano y conocido. El útil transformado en prolongación de los dedos que posibilita la tarea requerida. La prenda en el armario ante la repentina ola de frío. En medio de la noche, el calor de la piel de quien comparte nuestras sábanas. Las llaves en el bolsillo. Con creciente preocupación, las llaves que no aparecen en el bolsillo. En el mar de enseres por el que a diario braceamos, no es raro que su multitud propicie su recíproco encubrimiento y a nuestros ojos se oculte la tranquila presencia del objeto solicitado. Con el fin de evitar su extravío, la voluntad ordenadora se esfuerza por asignar su lugar a cada cosa. Pero privadas de mágicos imanes que las fijaran a sus puestos como a soldados bien disciplinados, el reloj que apura, o el frecuente vagar de la cabeza por parajes distantes a los escenarios que las circundan, tienden a soltarlas al paso del descuido, sin conciencia que discierna el dónde azaroso del soltar, obstaculizando el esperado reencuentro. Un reencuentro que nunca habrá de producirse cuando, por similar descuido, queden abandonadas nuestras cotidianas pertenencias en territorios que exceden nuestros dominios para entregarnos al desamparo, al enfado, incluso a la tristeza de su pérdida definitiva en el momento en que de ellas precisamos. Pues el buscar es esclavo del tiempo: vive anudado al aquí y ahora de la necesidad que demanda satisfacción inmediata. Superada la intensidad de su percepción, a veces saciada por cauces secundarios, el ulterior hallazgo del objeto previamente ansiado puede abocarnos a la indiferencia, al desprecio, a la rabia. De poco sirve recordar el dato, perseguido inútilmente por el laberinto de una memoria convertida de repente en laguna, una vez concluida la prueba. Con cierto rencor recibimos la caricia eludida cuando más nos urgía. Maldiciendo nuestra torpeza, damos a deshora con las palabras justas que se nos hurtaron ante el destinatario hambriento de consuelo.
También se despliega ese incesante buscar hacia lo lejano y variablemente conocido en su imagen, brillante en su nitidez o borrosa en sus contornos. El objeto largamente deseado y nunca poseído. El tesoro sumergido bajo las ruinas en aguas remotas. El regalo capaz de despertar la sonrisa de la persona querida. Aquello que una vez fue nuestro y perdimos sin quererlo por circunstancias incontrolables, o en virtud del error siempre al acecho. Lo que se echa insólitamente en falta pese a jamás haberlo tenido. A menudo en perfecto disimulo de la búsqueda si el objeto anhelado, índice inequívoco de la oquedad en el alma aun en medio de la abundancia, no consiente pública exposición por suscitar la más ruborizante vergüenza. Cuando el vacío nocturno que impulsa a la caza de la mirada lúbrica en ojos distintos a los presuntamente amados se intuye inadmisible ante el severo tribunal de la conciencia propia o ajena. En el caso de que pretendamos ocultar el tormento en el corazón por la herida abierta del amor que no llega bajo la fachada de autosuficiente plenitud que cada mañana construimos frente al espejo. No es raro que, a través de esos huecos, cuyo encubrimiento tiende a agudizar su petición de ser colmados, parloteen con indiscreción la sensación de fracaso, las expectativas fallidas, el frágil edificio de una vida cimentada sobre la omisión obligada o la renuncia a lo tardíamente desvelado irrenunciable. Y en ocasiones provoca el propio desatino que terminemos poseyendo lo nunca buscado, y percibamos el respirar entrecortado del socavón en nuestro interior, asfixiado por pertenencias apenas valoradas que, lejos de calmar cualquier sed, secarán de continuo nuestras bocas.
Pero hay épocas extrañas en que nos adivinamos atrapados en una búsqueda tan tenaz como ignorante de su oscuro objeto. Ante la pregunta hipotética o real de nuestro íntimo desconcierto, rehuirá toda definición y sólo lograremos describirlo con un desarmado encogimiento de hombros y una expresión perpleja en el rostro. No por el objeto, invisible a nuestros sentidos, indescifrable a nuestra mente inquisidora, alcanzamos entonces a diagnosticar la búsqueda, sino por la creciente inquietud que pareciera habernos tomado al asalto y el movimiento casi compulsivo empujando a los miembros. Por el brincar nervioso de una casilla a otra del tablero, de un libro desechado a mitad que nos precipita hacia el siguiente en la pila, de un territorio al vecino y desde éste de retorno al primero, que pone de relieve la indudable carencia sin mostrar la figura del pedazo ausente. También por la añoranza doliente del tiempo para caminar en direcciones que abrieran nuevos horizontes a explorar allí donde la marcha rutinaria, circular, experimentada como estéril, ya nos ocupa a la vez que nos horada si ninguno de nuestros pasos conduce al pan que sacia. Registrado en la reflexión el desasosiego, la fluctuación frenética que fuerza a la inconstancia, nos sentimos abocados a concluir que, en efecto, algo buscamos, pero no sabemos qué. Conscientes tras innumerables extravíos de que la impaciencia antes desorienta que facilita el acierto, antes ciega que otorga lucidez para el hallazgo, trataremos de apostar por la calma. Quizá nos detengamos a revisar cada uno de los centímetros del tapiz siempre inconcluso que exhibe el dibujo de nuestra vida. A valorar la consistencia de sus puntadas ante la sospecha de pequeños agujeros bajo su pulida apariencia. A examinar la potencial existencia de una porción ausente y como tal desapercibida en el centro mismo de la imagen que traza. Con toda probabilidad, incontables serán los claros en la tela que afloren. Casi con idéntica probabilidad, ninguno que con inequívoca transparencia se revele motor esencial de nuestro acusado estado de indigencia. No nos restará sino amarrar con fuerza la ansiedad y proseguir más pausadamente la búsqueda. Más atentos a la elección y pertinente demora en los objetos que la guían. Confiando tal vez en la definitiva disolución de la incógnita cuando algún día nuestros ojos reconozcan en lo encontrado aquello que sin saberlo buscamos.
Tarde o temprano habremos de aceptar que la búsqueda no hallará jamás su término. Que lo que con más afán perseguimos no pertenece a este mundo ni tampoco a ningún otro, por carecer la necesidad que en lo más hondo nos ahueca de toda posible satisfacción. La experiencia observada anuncia que el avanzar del tiempo acabará por enfrentarnos a la tentación de enmascarar el hueco, de tapiar superficialmente su vacío, con el fin de abandonar la caza y así evitar el dolor de la tensión en el alma que su frustrante ejercicio suscita. Para enseñar a la vez en su anuncio que ceder a ella, desistiendo por fin del desasosegante buscar, significará la mortecina desaparición del pulso que esa misma tensión pone a latir en nuestras arterias.