“Uno de los principios fundamentales de la doctrina Gradgrind era que todas las cosas debían pagarse. Nadie debía jamás dar algo a alguien sin compensación. La gratitud debía abolirse y los beneficios que de ella se derivaban no tenían razón de ser. Cada mínima parte de la existencia de los seres humanos, del nacimiento hasta la muerte, debía ser un negocio al contado. Y si era imposible ganarse el cielo de esta forma, significaba que el cielo no era un lugar regido por la economía política, y que no era un lugar para el hombre.”
Tiempos difíciles, Charles Dickens.
Ahora que estamos parcialmente rescatados y pudiera ser que a punto del rescate total, ése que dará a las fuerzas del Mal neoliberal –¡viva el Mal, viva el Capital!– su dominio absoluto sobre los sufridos y ampliamente recortados –casi valdría decir mutilados– españolitos de a pie, hay razones más que sobradas para sospechar que –al igual que sucediera en los países del Este tras la caída del Muro, o en el Chile de Pinochet bajo los experimentos de los Chicago boys– sus próximas exigencias recaerán sobre la privatización de los servicios públicos. Propondrán, pues, que empresas que son propiedad del Estado y que se encargan de ofrecer tales servicios a los ciudadanos sean vendidas a inversores privados. Inversores que, a partir de ese momento, dispondrán de la propiedad y gestión de dichas empresas.
Repite como un mantra el dogma neoliberal que la gestión privada es siempre mejor que la pública. Mejor significa en este caso más eficiente: según el dogma, con iguales o menores recursos, la gestión privada es capaz de ofrecer a los ciudadanos servicios de mayor calidad. ¿Lo dicen porque los gestores públicos son, en comparación con los gestores privados, unos ineptos de tres al cuarto que contratan a los proveedores más caros, elevan desmesuradamente el salario de los trabajadores públicos y se echan al bolsillo lo que no deberían, de tal forma que, a la postre, los servicios públicos tienen un coste mucho más elevado del que podrían tener de ser gestionados de forma privada? No exactamente, aunque a veces, cuando algún gestor público defiende denodadamente la privatización de los servicios públicos arguyendo la mayor eficacia de la gestión privada, da que pensar si no se estará llamando incompetente a sí mismo o si, en realidad, es tan inepto que no se percata de que con dicha defensa los ciudadanos podrían llegar a concluir que, en efecto, se trata de un completo incompetente para el cargo que ocupa.
Pero hemos dicho que no exactamente: lo que defienden los neoliberales es que un mercado libre, en el que cada agente persiga su propio beneficio egoísta, tenderá a ser un mercado autorregulado, es decir, un mercado que generará una perfecta distribución y reparto de los recursos a todos los agentes que concurran en él –cualquiera de nosotros– y en el que toda mercancía alcanzará el precio más justo –ni demasiado escaso, ni demasiado abusivo–. En la medida en que cualquier intervención del Estado en el mercado –sea bajo la forma de fijación de salarios mínimos, que impiden la libre negociación entre el trabajador y el empresario que procuraría el justo precio del salario del primero, sea bajo la forma de la gestión de servicios como la sanidad y la educación, que impiden la libre competencia entre agentes económicos que fijaría el precio más justo de tales servicios, sea bajo cualquier otra forma imaginable– obstaculiza la consecución de ese paraíso terrenal que es el mercado autorregulado, es preciso eliminarla a toda costa. Porque, además, la única vía para que cualquier servicio requerido por los ciudadanos goce de los beneficios del mercado autorregulado radica en su conversión en mercancía. O, lo que es lo mismo, en libre objeto de intercambio y compra-venta. Y esto sólo se logra cuando pasa a ser propiedad privada. En puras y simples mercancías deben transformarse entonces la educación, la sanidad, la atención a dependientes, los transportes públicos… y toda suerte de servicio social que se les ocurra con el fin de que los ciudadanos podamos ver satisfechas nuestras necesidades con la calidad y eficiencia que merecemos.
Antes que argumentar en contra de esta perversa utopía, algunos ejemplos paradigmáticos sirven a la perfección para su desmontaje. ¿Han oído alguna vez hablar de la extrema puntualidad de los trenes británicos, orgullo nacional de los habitantes del Reino Unido? Seguro que sí. Lástima que la privatización la convirtiera en una leyenda que los pasajeros británicos recuerdan con compungida nostalgia.
En 1996, British Rail, la empresa pública que gestionaba el transporte en ferrocarril en el Reino Unido, fue privatizada en partes y desmembrada en más de cien empresas privadas. En su centro se situó Rail Track, empresa responsable del mantenimiento de las vías y estaciones. Curiosamente, y pese a que la operación se efectuó bajo la promesa de una mayor eficiencia en un servicio hasta entonces adecuado pero deficitario, al poco tiempo los usuarios comenzaron a quejarse de la significativa subida de las tarifas, la impuntualidad y lentitud de los trenes y, en general, del mal funcionamiento de la red de ferrocarriles. Hasta ahí, soportable. El problema es que, apenas un año después de la privatización, en 1997, se produjo un accidente ferroviario que se saldó con la vida de 7 personas. En 1999, dos trenes chocaban en la estación londinense de Paddington: el aún más grave accidente segaba la vida de 31 personas y dejaba más de 250 heridos. Y en 2000, 4 personas más perdían la vida a causa de un descarrilamiento. Ya es mala suerte, ¿no? Porque mientras los usuarios británicos sufrían el deterioro de los servicios y morían en accidentes ferroviarios, la empresa Rail Track había empezado a cotizar en bolsa y reportaba pingües beneficios tanto a sus directivos –algunos de sus consejeros delegados tenían asignado un salario anual de 400.000 libras– como a sus accionistas. Tanto es así que si en 1996 –el año de la privatización– una acción de esta empresa valía unas 2 libras, en 1998 superaba las 17 libras. En ese mismo año, la empresa llegó a generar unos beneficios de 1,2 millones de libras al día. Ahí es nada.
¿Cómo es posible entonces que una empresa con tales beneficios ofreciera tan mal servicio a sus usuarios e incluso les hiciera perder la vida en numerosos accidentes? La pregunta, obviamente, está mal formulada. Pues lo que investigaciones posteriores sacaron a la luz fue que la vida de los pasajeros había sido, precisamente, el alto precio que la sociedad británica tuvo que pagar a cambio de las cuantiosas ganancias de los directivos y accionistas de Rail Track: en su búsqueda del beneficio empresarial, Rail Track no sólo no había destinado dinero alguno a la expansión de la red ferroviaria, sino que ni tan siquiera había invertido –tal y como había pactado con el gobierno– en la conservación del estado de los raíles. Los accidentes ferroviarios no fueron, por tanto, fruto de la casualidad. Sólo del deterioro de los raíles, consecuencia de la falta de inversión que llenó las cuentas corrientes de unos cuantos avariciosos. Y como ningún país civilizado puede permitirse el lujo de carecer de red ferroviaria, en 2002, cuando ya las acciones de Rail Track habían caído en picado, el gobierno británico no tuvo más remedio que proceder a su renacionalización. La operación costó miles de millones de libras a los contribuyentes británicos que aún quedaban con vida tras la desastrosa experiencia de la privatización: los que hubieron de dedicarse tanto a la reparación de las maltrechas vías como al pago de la tremenda deuda –unos 2.000 millones de libras– generada por la empresa privada.
Así que cuando algún iluso venga a contarles que la gestión privada es más eficiente que la pública, les recomiendo que le contesten con una carcajada y una sonora pedorreta. O si lo prefieren, replíquenles apelando a las palabras de Dickens: convertir cada mínima parte de la existencia de los seres humanos, del nacimiento hasta la muerte, en un negocio al contado, es, en sí mismo, un negocio que puede saldarse con la liquidación de la propia existencia. La tuya, por supuesto, recálquenle al iluso. Los buitres que se alimentan de la muerte ajena suelen tener las espaldas bien cubiertas.