lunes, 31 de diciembre de 2012

Celebrar II


Si no me falla la memoria, nunca hasta ahora me había planteado despedir el año con un post. Algunos años, porque el tránsito de una cifra a otra ha coincidido con períodos de ausencia de esta casa que es también la suya. En una concreta ocasión, porque –obedeciendo el sentir común y lo mucho que de costumbre tiene me pareció más apropiado, en lugar de homenajear el año que termina, inaugurar el nuevo con un post que lo festejara. 

Pese a haber renegado con frecuencia de la alegría impuesta de las fiestas navideñas, nunca he dejado de celebrar el inicio de la nueva vuelta alrededor del sol que tendrá lugar dentro de ya apenas un par de horas. Pero esta vez –me temo que no les extrañará que lo confiese no me siento muy inclinada a la celebración. Por razones en absoluto infundadas entre otras, que así lo ha anunciado la bruja Avería del siglo XXI, y quién mejor que ella puede saberlo, sospecho que el 2013, en algunos aspectos nada irrelevantes en mi vida ni tampoco en las suyas, lejos de deparar alguna mejoría en relación con el 2012, será más bien mucho peor. No es difícil anticipar que, de no impedirlo un milagro, en su transcurso asistiremos al ahondamiento, a la extensión de ese proceso de desaparición del mundo conocido hasta ahora del que me lamentaba no tanto tiempo atrás. Qué duda cabe que un mundo imperfecto y siempre perfectible. Pero qué duda cabe igualmente que dotado de ciertas cualidades que estamos aprendiendo a valorar y defender en su pérdida. Como en aquella historia de Michael Ende que leí de adolescente, la nada crece, y no percibo ningún indicio que anuncie la detención de su imparable crecimiento. Como en aquella historia, el vacío que propaga parece estar aniquilando cualquier atisbo de imaginación capaz de proponerse, en su oposición, como alternativa viable a esta realidad terca que se nos echa encima cada día y amenaza con aplastarnos. 

Sin embargo, no quiero ser una aguafiestas en esta noche en la que la celebración resulta también una obligación. Y tampoco sería honesto por mi parte obviar que, pese al terrible avance de esa nada, sigo contando con cosas –tantas, o tan grandes que su valor multiplica su número– cuya presencia en este año que termina no puedo dejar de celebrar. Cosas cuya pervivencia y progresivo desarrollo deseo con todas mis fuerzas para el año venidero. Que me sostienen cotidianamente frente a la nada creciente y me prestan la solidez necesaria para combatir sus embistes. Que continúan enriqueciéndome e incrementando mis ganas de estar viva, de seguir estándolo tanto tiempo como dure su existencia. 

Por todas ellas brindaré dentro un rato. También como cantan Antony and the Johnsons en esta hermosa canción que les quiero regalar esta noche por la luz diurna y el sol que las besa cada mañana. Y, cómo no, por todos ustedes, que forman parte de la porción más amable de este mundo, tan ajena a la crudeza y fealdad de los acontecimientos económicos y políticos. Mis mejores deseos para ustedes en el nuevo año. En él nos reencontraremos, si ustedes gustan. 


lunes, 24 de diciembre de 2012

Tu historia al completo



No en otro lugar que en nuestros recuerdos se alberga la posibilidad de hilvanar la historia singular e irrepetible que nos narra. Por eso son la sede, el sustrato, la sustancia misma con la que día a día se levanta ese laberíntico edificio en perpetua construcción que es nuestra siempre quebradiza identidad. 

Tal vez a causa de ese papel crucial que desempeñan en lo que creemos, decimos y sentimos ser, nuestros recuerdos se entremezclan de continuo con la vivencia presente, y nunca dejamos de columpiarnos entre el ahora más inmediato y los pedazos del ayer encerrados en nuestras memorias. A ellos acudimos por mero entretenimiento en la soledad del paseo. En busca de un cálido e insustituible refugio en la añoranza del ausente, o en épocas áridas y escarpadas en contraste con la mayor amabilidad de las pretéritas. También del perfecto instrumento de autoflagelación tras la acción fallida y en el remordimiento de la conciencia por el gesto agrio y la palabra dañina. Con enorme alivio desecharíamos aquellos que de súbito arañan nuestras mentes de camino al sueño, impidiéndonos el descanso. Los que entristecen el alma ya apesadumbrada que se empecina en evocarlos. A otros retornamos gozosos una y otra vez, y los acariciamos como si de un precioso tesoro se tratara, con la pretensión de evitar que el paso del tiempo los deshilache y emborrone para finalmente sepultarlos en honduras subterráneas, insondables, nunca más accesibles. Pero tanto si aligeran como si amargan nuestro ánimo, tanto si prueban nuestros logros como nuestros fracasos, no es difícil concluir que nos hallaríamos por completo desamparados, desasistidos de nosotros mismos sin la constante compañía de nuestros recuerdos. Sin los recuerdos que a menudo contamos a otros para desvelarles quiénes somos. Que nos contamos a nosotros mismos intentando perfilar nuestro propio y huidizo retrato. 

Imaginemos entonces por un momento que a nuestro alcance se pusiera un dispositivo técnico no sólo capaz de almacenar, como en un disco duro, todos y cada uno de nuestros recuerdos, sino también de permitirnos el acceso a voluntad a ellos y su eventual compartición con nuestros semejantes. Si la idea pudiera de entrada parecernos atractiva, el tercer episodio de la impactante serie británica Black Mirror, Tu historia al completo”, se dedica a ahondar en las inquietantes consecuencias que semejante invento tendría en nuestras vidas. Los seres humanos de un futuro indeterminado que lo protagonizan han optado por implantarse tras sus orejas el llamado “grano”, un sofisticado artilugio que, segundo a segundo, registra tanto las imágenes que captan sus retinas como los sonidos que al tiempo perciben sus oídos. Por medio de otro pequeño instrumento controlado manualmente, pueden trasladarse a cualquier momento del pasado y proyectar, bien sobre el reverso de sus ojos, bien sobre una pantalla exterior, cada una de las escenas de sus vidas grabadas en el “grano”. Al igual que un reproductor de películas, el artilugio posibilita el rebobinado y repetición ad infinitum de una misma escena, la detención en pausa sobre cada uno de sus fotogramas, incluso la ampliación en zoom de todos sus detalles o la selección de recuerdos según algún factor común. El “grano” ofrece recuerdos desprovistos de emociones, pero carentes de lagunas o neblinas. Recuerdos precisos sin un ápice de distorsión o emborronamiento. Además, es obvio que las imágenes captadas por nuestros ojos y grabadas en el “grano” contienen más información que la que nuestras mentes logran aprehender en la inmediatez vertiginosa de la vivencia. De ahí que, en esa sociedad futura, se haya instalado el hábito de “revisar” escrupulosamente los momentos más relevantes vividos en el día. 


Así, tras una entrevista de trabajo de cuyos resultados no está muy convencido, Liam revisa en el taxi de vuelta a casa los gestos, las palabras, las expresiones faciales de sus entrevistadores registradas en el “grano”, con el propósito de averiguar qué impresión habrán tenido de él y sus posibilidades de ser contratado. Más tarde proyectará ante su mujer, Fiona, esas mismas escenas sobre la pantalla de otro taxi –específicamente dispuesta a tal efecto– para que ella pueda valorar por sí misma las perspectivas futuras de la entrevista. En el aeropuerto, el control que seguridad al que Liam es sometido consiste en la revisión acelerada, sobre la pantalla de un portátil, de algunos intervalos de sus vivencias pasadas. Durante la cena en casa de unos amigos a la que acude al encuentro de Fiona, los asistentes se entretienen mostrando a los demás recuerdos de sus viajes o escenas de fiestas en las que todos participaron tiempo atrás. Comentando con cierto cinismo su incapacidad para mantener relaciones duraderas, Jonas, uno de los asistentes, cuenta que con frecuencia abandonaba la cama donde dormía su pareja para masturbarse en el salón revisando sus experiencias sexuales con otras parejas. De vuelta en casa, Fiona proyecta sobre una pantalla ubicada en el salón los recuerdos almacenados en el “grano” de su hija, aún un bebé, con el fin de cerciorarse de que, durante su ausencia, ha sido debidamente atendida por la niñera. Inquieto por ciertos gestos de Fiona hacia Jonas en el transcurso de la velada, Liam no dudará en revisar y analizar al detalle algunos de sus recuerdos de la misma para averiguar si existe alguna relación entre ambos de la que Fiona nunca le ha hablado. Y tras una fuerte discusión entre el matrimonio motivada por los recelos de Liam, discusión en la que cada palabra hiriente, cada argumento utilizado, podrá ser exactamente recordado y echado en cara al otro por medio de su proyección en la pantalla del salón, Liam y Fiona intentan reconciliarse haciendo el amor. Su falta de pasión en el presente será suplida por la proyección simultánea en el reverso de sus respectivos ojos del recuerdo de uno de sus encuentros amorosos más encendidos. No obstante, ello no conseguirá tranquilizar a Liam. Desde la sospecha de que Fiona le es infiel, proseguirá indagando en sus recuerdos para acabar iniciando un camino sin retorno. 


Gracias al “grano”, en el futuro que dibuja “Tu historia al completo” los seres humanos se han convertido en seres que se adivinan huecos y anodinos por culpa de su exceso de dedicación a la revisión de una vida ya vivida que reemplaza, recorta y vacía de potenciales contenidos su vida presente. En obsesivos vigilantes tanto de cada uno de los pasos que dan como de los de sus allegados, dado que la existencia de ese pequeño artefacto ha transformado el concepto mismo de la sinceridad: en su extremo consiste en el consentimiento a la pública exposición de los propios recuerdos. Recíprocamente, también son seres de continuo vigilados por sus seres queridos y por cualquier autoridad que demande, en pro de la seguridad colectiva, el acceso a las imágenes grabadas en el “grano”. En ese futuro en el que los hombres han aceptado de buen grado ser colonizados por la técnica, no parece ya haber lugar para la privacidad, para la reserva y salvaguarda de la propia interioridad del posible escrutinio de miradas ajenas. Tampoco para el secreto, el engaño o la mentira, vil o piadosa, significativa o intrascendente, que oculte las acciones emprendidas al conocimiento de otros. Ni siquiera para el error, susceptible de ser recordado y reprochado por toda una eternidad. En ese mundo ficticio, pero quién sabe si viable en algún momento no tan lejano en el tiempo, el afán de almacenar y visibilizar cada minúsculo fragmento de la propia existencia ha devenido un poderoso instrumento de control e imposición de asfixiante transparencia que vacía y aplana al eliminar casi cualquier resquicio de opacidad sustraído a la observación y al examen. 


Si alguna vez hemos deseado penetrar en la interioridad de otro y acceder a sus más íntimos recuerdos, si alguna vez hemos suspirado por no poder recordar con exactitud o revivir ciertos episodios de nuestras vidas, “Tu historia al completo” quiere alertarnos del peligro que anida en el progreso tecnológico puesto al servicio de esa clase de deseos que pugnan por traspasar las limitaciones de la condición humana. Pues no cabe obviar que todo límite es, a un tiempo, condición de posibilidad. En el que representa el olvido radica la posibilidad de abrirse a lo porvenir. En el que supone la impenetrabilidad de la propia conciencia, la de decidir libremente si abrirse a los otros y así ser capaz de entregarse verdaderamente a ellos.  

miércoles, 28 de noviembre de 2012

Ser y no ser


Enorgullécete de tu fracaso, 
que sugiere lo limpio de la empresa 

Contaba recientemente Amancio Prada que conoció a Agustín García Calvo allá por los años setenta cuando éste, exiliado en París tras haber perdido su cátedra de Lenguas Clásicas en Madrid por apoyar las protestas estudiantiles, se dedicaba a repartir copias de su recién publicado “Manifiesto de la Comuna Antinacionalista Zamorana”. Esa Comuna que se declaraba ya de facto fundada por obra de tal Manifiesto y cuya función consiste, desde entonces, en luchar, de hecho y de palabra, contra el Estado español y todo Estado en general. 

El Manifiesto ofrece amplias directrices sobre la organización de la vida de la Comuna una vez conquistada la independencia del pueblo de Zamora. En un primer momento, todos sus miembros formarán parte de un gobierno provisional cuya principal actividad será la de su provocar su propia disolución. Se producirá una expropiación de los bienes llamados “dinerarios” –es decir, aquellos que sean claramente cuantificables y permitan definir al posesor según el lema del “tanto tienes, tanto vales”–, mientras que se respetarán los objetos que se intuya están siendo plenamente disfrutados por su dueños o con los que éstos hayan establecido ciertos lazos amorosos. Se eliminará la obligatoriedad del trabajo y la noción misma del trabajo, desde la confianza en que su desaparición despertará en los ciudadanos el deseo de emprender toda suerte de actividades que harán florecer la Comuna y que ya no podrán distinguirse de las que habitualmente se consideran ligadas al ocio y al goce. 

Pero más allá de éstas y otras directrices que allí se detallan convenientemente, quizá las más importantes en esa tarea de combatir al Estado sean las que afectan a la disolución de la institución de la Familia. Lejos de imponer el amor libre como fórmula abstracta, el Manifiesto propone como primer paso liberar de la ancestral prohibición los amores llamados “incestuosos” entre los hermanos y hermanas que bien se quieran: se sospecha que en la vieja Ley que impide ser amantes a los hermanos se hallaría la causa de que los amantes nunca puedan quererse entre sí como hermanos, de manera que, abolida la Ley, es de esperar que poco a poco pase a mejor vida el estado de guerra y enemistad que suele amargar a las parejas. Se trabajará críticamente por la progresiva desaparición del Amor de posesión mostrando la falsa sensación de seguridad que conlleva, con lo que se supone acabará muriendo también el Sexo que antitéticamente se le opone. Pasado el tiempo, vaticina el Manifiesto, “cada amor estará lleno de toda clase de amor”, sin que tenga ya sentido distinguir entre el amor del alma y el del cuerpo. Gracias a la proliferación de toda suerte de juegos y bromas de sustitución de los niños en los primeros meses de vida, las madres olvidarán fácilmente cuál de los niños paridos es el suyo, y se dedicarán, al igual que todos los miembros de la Comuna, a la educación conjunta de todos ellos. Y una vez el amor se libere de sus ataduras posesivas y todos los miembros de la Comuna hayan pasado amarse como hermanos y hermanas –cosa que implicará la paulatina evaporación del concepto mismo del incesto–, se da por hecho la pronta desaparición de la figura del padre, despreocupado ya por completo por saber qué hijos serían los suyos y de toda pretensión de traspaso a ellos de bienes privados inexistentes. 

No me consta que el pueblo de Zamora alcanzara jamás su independencia del Estado español. Pero si por este motivo nunca pudo llegar a materializarse de hecho –o al menos no de forma que quepa conocer– la función batalladora frente al Estado de esa Comuna Antinacionalista, no puede negarse que Agustín García Calvo jamás dejó de ejercerla de palabra, incluso desde antes de su misma fundación, con cada una de sus numerosas y variadas obras. En repetidas ocasiones siguió combatiendo la idea de la Familia como pilar fundamental del Estado y fuente de nuestra constitución en los Individuos que lo conforman. Pues la Familia es, decía Agustín, la institución que con sus leyes y prohibiciones, con sus dictados e interdicciones –tienes que querer a tu madre, es un crimen si no lo haces, pero nunca quebrantando ciertas fronteras; tienes que respetar a tu padre, eres un mal hijo si no lo haces, pero nunca traspasando ciertas barreras–, impone la sustitución de los sentimientos del infante, por principio indefinidos, carentes de límites, brutales, por entero desmandados, por una idea de tales sentimientos, ya definida y reglada, que los domestica y transforma en una obligación en la que todo goce sólo podrá darse a partir de entonces en medio de la sufriente contradicción e invariablemente bajo la nítida separación del Amor y el Sexo. 

En el seno de la Familia adquirimos el Nombre Propio que nos pretende únicos e irreemplazables a la vez que nos iguala al número por el que devenimos uno más indistinguible de tantos. En ella se construye de forma primaria nuestra identidad como Individuos en tanto que “hijos de” y se conforman poco a poco lo que en adelante serán nuestros Gustos Personales, más que expresión de un verdadero desear y querer, reflejo de la obediencia a lo que está mandado querer. En cuanto unidad de producción económica y consumo, en la Familia aprendemos que el Dinero es el sustituto ideal de todas las cosas: de entrada, del amor que los hijos reclaman a los padres o la mujer al marido pidiendo siempre más Dinero. E interiorizamos entonces la necesidad del Tiempo muerto del Trabajo –el que nace ya sin posibilidad de albergar forma alguna de disfrute– para la consecución de ese sustituto universal de cualquier cosa anhelada que nos permite convertirnos en fieles súbditos del Estado. Sólo por causa de la Familia, llegaremos a ser igualmente fieles reproductores del Orden establecido –ése que siempre se defiende bajo la amenaza del caos terrorífico en su ausencia– cuando, en función de esas mismas reglas y de las idealizaciones que les subyacen, nos lancemos a la búsqueda de la Pareja con la que fundar un nuevo nido para la producción de más Individuos. Una Pareja en la que acabará primando antes la Idea de lo que debe ser que los sentimientos que laten en sus honduras y dieron lugar a su surgimiento. Antes la urgencia de la posesión del otro que el disfrute mutuo y compartido. Antes el afán de conocer al otro como forma de poseerlo que el misterio que emerge de no saberlo y la libertad que se le otorga no forzándole a que se sepa a sí mismo a través de nuestro conocimiento. 

Pues, para Agustín, si algo originario, algo espontáneo, algo vivo respira en nosotros por debajo de tanta Ley, de tanta conformación, de tanta imposición constitutiva de las Personas que somos, es, precisamente, aquello que no sabemos de nosotros mismos ni podemos saber porque la operación misma de pretender saberlo propicia de inmediato su pérdida: al intentar apresarlo se nos escurre entre los dedos, y sólo logramos aferrar en su lugar la pálida idea, fija, inerte, de eso que antes, por no saberlo, palpitaba en nosotros con toda su fuerza. De ahí que Agustín nos legara un largo sermón sobre el ser y el no ser que venía prologado por un par de sonetos de los que me permito extraer los siguientes versos: 

¿Por lo que triunfo y lo que logro, ciego 
me nombras y me amas?: yo me niego, 
 y en ese espejo no me reconozco. 

Yo soy el acto de quebrar la esencia: 
yo soy el que no soy. Yo no conozco 
más modo de virtud que la impotencia. 

Y que el final del segundo soneto proclame que así como “tu muerte es tuya” –y ojalá lográramos deshacernos de esta maldita posesión indeseada–, “tu no saber es toda tu esperanza”. Y es que ser es, según Agustín, idéntico a saberse. Y no otra cosa que eso que decimos ser y saber del ser que somos es lo que nos aprisiona y limita al definirnos, impidiéndonos acceder a la sustancia viva e indefinible que alienta por debajo de cada determinación que forja pública y privadamente nuestro ser. Por eso Agustín quiso cantar al no ser idéntico al no saber. Por eso nos conminó con sus poemas, con sus cuentos, con sus ensayos y sus originales tratados sobre los antiguos o la estructura del lenguaje que habla en nuestras bocas sin pertenecer a ninguna, a reparar en lo que no somos y en ese no ser no sabemos de nosotros mismos. Con la esperanza de que, en algún momento y probablemente sólo de forma fugaz, alcancemos a ser otro que ése que somos –y en ese ser otro, uno cualquiera, como de cualquiera es el lenguaje que nos atraviesa de parte a parte–, y así nos liberemos, nos deshagamos un poco de la constante imposición de ser los Individuos arrojados a la muerte que nos han llevado a ser. 

Por más que Agustín despotricara constantemente contra la institución de la Pareja, nunca dejó de reconocer que ese sentimiento que, a su juicio, mejor no nombrar para no matarlo, y que trivialmente asociamos al enamoramiento, constituye una de las pocas maravillas capaz de hacernos transitar del ser al no ser, de conducirnos desde la definición y el saber a la confusión y momentánea disolución del ser que de continuo estamos de obligados a ser. Un sentimiento que se asocia obsesivamente a un Tú en cuyos brazos nos perdemos y olvidamos gozosamente de nosotros mismos y del cual, por causa de esa dichosa pérdida que nos vuelca el cielo boca abajo, queremos hacer la única Ley, el único Dios, la única Patria, el único Ejército, los únicos Padres que manden en nuestras vidas. O al menos así lo expresaba él en este poema al que pusieron música Amancio Prada y Chicho Sánchez Ferlosio. Sirva aquí su recuerdo como cierre de este pequeño homenaje que he querido rendir al gran maestro de la pluma que fue y sigue siendo en sus obras Agustín García Calvo. Hasta siempre, maestro. 


miércoles, 14 de noviembre de 2012

Cambios


Hace ya bastantes décadas dijo un conocido pensador que la oración matutina del hombre moderno era la lectura del periódico. En atención a sus palabras, he de confesar que durante la mayor parte de mi vida he sido decididamente pre-moderna. Sin que ello fuera fuente de excesiva inquietud, he vivido casi por completo al margen de cualquier acontecimiento de los que se consideran noticia. Prácticamente ajena a cualquier debacle pública o política que excediera el ámbito de mi entorno más cercano. Inmersa en realidades bien distantes de la actualidad mediática del día a día, salvo las novedades literarias que cada sábado aparecían en el suplemento cultural de cierto renombrado periódico. Tan sólo por el relato de mis allegados tenía constancia de algunos sucesos. Creo recordar que muy raramente lograba interesarme por ellos. 

Esta situación se ha transformado radicalmente en los últimos años. El cambio empezó y fue ganando terreno de manera paulatina debido a la presencia en mi vida de factores antes inexistentes. Se consolidó en el verano en que la Europa liderada por Alemania se empecinaba en asfixiar la economía griega con sus políticas de austeridad cuando estaba ya más que probado que tales políticas sólo estaban contribuyendo a la creciente miseria y sufrimiento del pueblo griego. Y terminó por instalarse en mi rutina diaria en el momento en que, bajo el pretexto, ya intragable a la vista del ejemplo heleno, de la ausencia de cualquier otra alternativa frente a la crisis, los españolitos de a pie comenzamos a padecer en nuestras propias carnes el mordisco de los efectos de esos mismos programas de austeridad. 

A día de hoy, estar al tanto de lo que sucede en la parcela del mundo que más directamente afecta a mi persona se ha convertido en una obsesión que no vacilaré en calificar de enfermiza. Abandono la placidez del sueño cada mañana con las noticias de la radio. Con ellas desayuno mientras consulto los periódicos digitales, y con ellas me dirijo al trabajo y regreso a casa para volver a encender la radio y consultar más periódicos digitales, las noticias que mis contactos cuelgan en el facebook, los artículos de opinión sobre la actualidad más reciente que ofrecen las páginas –y los de algunas otras– que figuran en el margen derecho de este blog. Pocas son las tareas que emprendo que no interrumpa cada cierto tiempo para consultar de nuevo algún periódico o blog de análisis de los hechos económicos y políticos que ocupan las portadas. Nunca hasta ahora había experimentado tal urgencia por tener información inmediata sobre el presente que se nos va viniendo encima día a día. Nunca hasta ahora me había sentido hasta tal punto colonizada por la exterioridad que se despliega más allá de mis obligaciones y devociones cotidianas. 

Al margen del componente claramente adictivo que observo en esta conducta –alguien habló de la avidez de novedades que tiende a dominar la vida humana–, la considero enfermiza por los efectos que causa en mis estados de ánimo. Si Spinoza afirmara que, de aspirar a tener una vida buena, debemos esforzarnos por alejar de nosotros aquellos objetos que nos entristecen y rodearnos de aquellos otros que despiertan nuestra alegría, pues la tristeza nos debilita y empequeñece mientras que la alegría nos potencia y engrandece, es más que obvio que me estoy empeñando en desoír sus consejos. Del cabreo casi diario con las decisiones políticas nacionales e internacionales, de la indignación ante el relato de las terribles, insoportablemente dramáticas consecuencias de tales decisiones, de la enorme sensación de impotencia que se apodera de mí al contemplar esta sistemática y perfectamente programada demolición de lo poco o mucho que, en algunas naciones europeas, incluida la nuestra, había llegado a materializarse de la idea de Estado social y democrático de derecho, de todas esas cosas, digo, no puede acabar derivándose, con el transcurrir del tiempo, más que un raro sentimiento de tristeza. Raro porque no impide la risa ocasional ni la parcial emergencia de la alegría, pero acompaña de continuo desde algún lugar recóndito como una especie de blues desafinado en sordina que aprovechara el cansancio, la soledad o el silencio para hacerse notar. Rara también la manera en que, imponiendo una incómoda pesadez interior, empuja al desánimo, a la desgana –a la debilidad, que diría Spinoza–, quizá por estar acostumbrados a tristezas de raíz más propia y cercana que ésta que brota de un panorama social y económico tan desolador en el presente y más desolador aún en su proyección futura. 

Siempre he creído firmemente que si la jornada laboral de ocho horas se ganó en luchas obreras a finales de S. XIX, seguir trabajando ocho horas diarias más de un siglo después y tras una vertiginosa revolución tecnológica es el resultado de una notoria e intolerable estafa. Ahora asistimos al progresivo aumento del número de trabajadores cuyas jornadas superan con creces esas ocho horas a cambio de un salario miserable que apenas les da para vivir. A la pérdida de derechos laborales conseguidos gracias a décadas de protesta y sangre derramada en las calles. Al imparable incremento del paro, fruto de esa misma pérdida de derechos y de la explotación indiscriminada de quienes aún tienen la suerte de poseer un empleo, que tantas tragedias personales y tanta desesperación desata. 

La lógica más elemental, ratificada sobradamente por los hechos, muestra que los recortes drásticos en gasto público empobrecen la economía al generar más paro y disminuir el consumo. Por más que se proclame que se persiguen con el objetivo de reducir el déficit, se sabe a ciencia cierta que su aplicación sólo genera más déficit y, en consecuencia, un mayor endeudamiento y un nuevo argumento para seguir recortando en una espiral suicida que ya está dejando muertos por las esquinas. Hoy, sin embargo, el ministro de economía anunciaba que las políticas de recortes son la única opción para salir de la crisis. Así que no me cabe la menor duda de que seguiremos sufriendo recortes, viendo cómo aumenta el número de parados y se empeoran a marchas forzadas las condiciones laborales, viviendo cada vez con mayores apreturas, con más miedo a perder lo poco que aún nos quede. Como no me cabe la menor duda de que, tal y como marca la senda griega, el déficit, y con él la deuda soberana que lleva aparejada, continuarán incrementándose para mayor beneficio de la banca nacional e internacional que se alimenta de esa deuda. 

Mientras tanto, tal como y anunciaba por aquí hace unos meses, se disparan las privatizaciones, en algunas comunidades de forma masiva. De la educación, de la sanidad, de los transportes públicos. Agotado el negocio de la construcción, es hora de buscar nuevas formas de saciar la avaricia y el afán patológico de enriquecimiento de quienes más tienen y pueden. Qué mejor que aprovechar la estancia en las alturas para robarnos lo que es de todos y llenar sus bolsillos y los de sus cómplices, exprimiendo aún más al ciudadano con el repago de servicios ineludibles, o condenándolo a morir mientras desmantelan el sistema sanitario público para transitar hacia su completa privatización. No otro es el objetivo que empieza a abrirse paso cada vez con menos disimulo. Dicen los entendidos que el negocio más codiciado por ciertas aves de rapiña se encuentra en el sistema de pensiones. Tiempo al tiempo. 

Espero que convengan conmigo en que no me faltan motivos –y éstos son sólo unos pocos– para estar cabreada. Para estar triste de resultas de tanto cabreo. Haciendo un esfuerzo, podría proponerme apagar la radio, dejar de mirar la prensa digital, abstraerme de los acontecimientos que se suceden día a día y retornar al limbo en el que viví durante tantos años. No se crean que no lo he pensado más de una vez. Pero estoy segura de que logré habitar en ese limbo porque otras eran las circunstancias que me lo permitieron. Circunstancias que no sólo no son ya las mismas, ni tan siquiera remotamente parecidas, sino que están cambiando a un ritmo frenético a cada hora que pasa. Para conducirnos a un mundo mucho más inhóspito e injusto que el que hasta ahora he conocido. Y necesito estar al tanto y ser consciente de ese cambio. 

No sé si por un afán hasta cierto punto morboso de saber lo que se nos avecina antes de su llegada, o porque una parte de mí confía ingenuamente en que sólo de esa conciencia mía y de muchos otros podría surgir, si acaso, alguna vía para frenar ese proceso. No hay día que no me plantee la pregunta acerca de la posible existencia de esa vía, ni día que halle respuesta clara para ella. Aunque hoy sí haya tenido meridianamente claro que no me quedaba sino declararme en huelga y echarme a la calle. 

miércoles, 31 de octubre de 2012

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Poco más somos al despertar a la vida que un amasijo sanguinolento de necesidades no sabidas. Desconocedores de la urgencia de su satisfacción, hasta la primera bocanada de aire irrumpe en nuestros pulmones vírgenes como un golpe de viento inesperado exento de todo reclamo. Si acaso un dolor todavía sin concepto, una desazón desprovista de toda noción de sí, dispara infalible el automatismo, ajeno a cualquier propósito o finalidad, de un llanto animal similar a un aullido. Pero el cálido pezón inundando la boca nos muestra por primera vez el camino. Con el reconocimiento de la carencia, aprendemos la existencia del mecanismo destinado a suprimirla. Junto al vacío en ascenso desde las entrañas hacia la lengua, intuimos la presencia de un mundo más allá del propio cuerpo diminuto capaz de colmarlo. Así comienza, aún incipiente, la búsqueda, si por causa de nuestra inmadurez se complacen nuestras demandas casi al instante de emerger, y el pezón reaparece sobre sus bordes apenas los labios se entreabren en su afán de encontrarlo. 

Quién sabe si no descubrimos el verdadero sinsabor de la falta ante el primer juguete extraviado. Ante la ausencia del peluche sustraído al tacto al alargar la mano, menesterosa entre tinieblas del compañero suave y familiar, sin que de nuevo se nos brindara, rescatado del suelo, con proporcional presteza a la de nuestro apremio por hallarlo. Porque tal vez fuera entonces cuando empezamos a entrever la tarea infinita del buscar inagotable al que habrán de forzarnos, hasta su último aliento, nuestros cuerpos y almas indigentes. Auxiliado en la precariedad inmensa de la infancia por ojos y brazos más diestros en su entrenamiento. Devenido poco a poco ejercicio cada vez más solitario, en su éxito o fracaso cada vez más dependiente de la habilidad conquistada y del margen de fortuna con que seamos agraciados. Tantas son las faltas, las pérdidas, las carencias que a todos sin excepción nos acosan, tan caprichosos y variopintos los revestimientos que su naturaleza en esencia común adopta, que sólo los propios hombros podrán acabar cargando el ingente peso del reto de contentarlas. 

A todas horas buscamos el objeto cercano y conocido. El útil transformado en prolongación de los dedos que posibilita la tarea requerida. La prenda en el armario ante la repentina ola de frío. En medio de la noche, el calor de la piel de quien comparte nuestras sábanas. Las llaves en el bolsillo. Con creciente preocupación, las llaves que no aparecen en el bolsillo. En el mar de enseres por el que a diario braceamos, no es raro que su multitud propicie su recíproco encubrimiento y a nuestros ojos se oculte la tranquila presencia del objeto solicitado. Con el fin de evitar su extravío, la voluntad ordenadora se esfuerza por asignar su lugar a cada cosa. Pero privadas de mágicos imanes que las fijaran a sus puestos como a soldados bien disciplinados, el reloj que apura, o el frecuente vagar de la cabeza por parajes distantes a los escenarios que las circundan, tienden a soltarlas al paso del descuido, sin conciencia que discierna el dónde azaroso del soltar, obstaculizando el esperado reencuentro. Un reencuentro que nunca habrá de producirse cuando, por similar descuido, queden abandonadas nuestras cotidianas pertenencias en territorios que exceden nuestros dominios para entregarnos al desamparo, al enfado, incluso a la tristeza de su pérdida definitiva en el momento en que de ellas precisamos. Pues el buscar es esclavo del tiempo: vive anudado al aquí y ahora de la necesidad que demanda satisfacción inmediata. Superada la intensidad de su percepción, a veces saciada por cauces secundarios, el ulterior hallazgo del objeto previamente ansiado puede abocarnos a la indiferencia, al desprecio, a la rabia. De poco sirve recordar el dato, perseguido inútilmente por el laberinto de una memoria convertida de repente en laguna, una vez concluida la prueba. Con cierto rencor recibimos la caricia eludida cuando más nos urgía. Maldiciendo nuestra torpeza, damos a deshora con las palabras justas que se nos hurtaron ante el destinatario hambriento de consuelo. 

También se despliega ese incesante buscar hacia lo lejano y variablemente conocido en su imagen, brillante en su nitidez o borrosa en sus contornos. El objeto largamente deseado y nunca poseído. El tesoro sumergido bajo las ruinas en aguas remotas. El regalo capaz de despertar la sonrisa de la persona querida. Aquello que una vez fue nuestro y perdimos sin quererlo por circunstancias incontrolables, o en virtud del error siempre al acecho. Lo que se echa insólitamente en falta pese a jamás haberlo tenido. A menudo en perfecto disimulo de la búsqueda si el objeto anhelado, índice inequívoco de la oquedad en el alma aun en medio de la abundancia, no consiente pública exposición por suscitar la más ruborizante vergüenza. Cuando el vacío nocturno que impulsa a la caza de la mirada lúbrica en ojos distintos a los presuntamente amados se intuye inadmisible ante el severo tribunal de la conciencia propia o ajena. En el caso de que pretendamos ocultar el tormento en el corazón por la herida abierta del amor que no llega bajo la fachada de autosuficiente plenitud que cada mañana construimos frente al espejo. No es raro que, a través de esos huecos, cuyo encubrimiento tiende a agudizar su petición de ser colmados, parloteen con indiscreción la sensación de fracaso, las expectativas fallidas, el frágil edificio de una vida cimentada sobre la omisión obligada o la renuncia a lo tardíamente desvelado irrenunciable. Y en ocasiones provoca el propio desatino que terminemos poseyendo lo nunca buscado, y percibamos el respirar entrecortado del socavón en nuestro interior, asfixiado por pertenencias apenas valoradas que, lejos de calmar cualquier sed, secarán de continuo nuestras bocas. 

Pero hay épocas extrañas en que nos adivinamos atrapados en una búsqueda tan tenaz como ignorante de su oscuro objeto. Ante la pregunta hipotética o real de nuestro íntimo desconcierto, rehuirá toda definición y sólo lograremos describirlo con un desarmado encogimiento de hombros y una expresión perpleja en el rostro. No por el objeto, invisible a nuestros sentidos, indescifrable a nuestra mente inquisidora, alcanzamos entonces a diagnosticar la búsqueda, sino por la creciente inquietud que pareciera habernos tomado al asalto y el movimiento casi compulsivo empujando a los miembros. Por el brincar nervioso de una casilla a otra del tablero, de un libro desechado a mitad que nos precipita hacia el siguiente en la pila, de un territorio al vecino y desde éste de retorno al primero, que pone de relieve la indudable carencia sin mostrar la figura del pedazo ausente. También por la añoranza doliente del tiempo para caminar en direcciones que abrieran nuevos horizontes a explorar allí donde la marcha rutinaria, circular, experimentada como estéril, ya nos ocupa a la vez que nos horada si ninguno de nuestros pasos conduce al pan que sacia. Registrado en la reflexión el desasosiego, la fluctuación frenética que fuerza a la inconstancia, nos sentimos abocados a concluir que, en efecto, algo buscamos, pero no sabemos qué. Conscientes tras innumerables extravíos de que la impaciencia antes desorienta que facilita el acierto, antes ciega que otorga lucidez para el hallazgo, trataremos de apostar por la calma. Quizá nos detengamos a revisar cada uno de los centímetros del tapiz siempre inconcluso que exhibe el dibujo de nuestra vida. A valorar la consistencia de sus puntadas ante la sospecha de pequeños agujeros bajo su pulida apariencia. A examinar la potencial existencia de una porción ausente y como tal desapercibida en el centro mismo de la imagen que traza. Con toda probabilidad, incontables serán los claros en la tela que afloren. Casi con idéntica probabilidad, ninguno que con inequívoca transparencia se revele motor esencial de nuestro acusado estado de indigencia. No nos restará sino amarrar con fuerza la ansiedad y proseguir más pausadamente la búsqueda. Más atentos a la elección y pertinente demora en los objetos que la guían. Confiando tal vez en la definitiva disolución de la incógnita cuando algún día nuestros ojos reconozcan en lo encontrado aquello que sin saberlo buscamos. 

Tarde o temprano habremos de aceptar que la búsqueda no hallará jamás su término. Que lo que con más afán perseguimos no pertenece a este mundo ni tampoco a ningún otro, por carecer la necesidad que en lo más hondo nos ahueca de toda posible satisfacción. La experiencia observada anuncia que el avanzar del tiempo acabará por enfrentarnos a la tentación de enmascarar el hueco, de tapiar superficialmente su vacío, con el fin de abandonar la caza y así evitar el dolor de la tensión en el alma que su frustrante ejercicio suscita. Para enseñar a la vez en su anuncio que ceder a ella, desistiendo por fin del desasosegante buscar, significará la mortecina desaparición del pulso que esa misma tensión pone a latir en nuestras arterias. 

domingo, 14 de octubre de 2012

Romperse


Entre tantas de esas cosas cuya existencia y definición al uso solemos dar por sentadas sin preguntarnos por su carácter problemático, se encuentra para mí una que desde bien joven ha llamado poderosamente mi atención: la enfermedad mental. Pues si por lo común pensamos la enfermedad en términos del fallo de los órganos, de la disfunción de los aparatos que componen la maquinaria de nuestro cuerpo, del desajuste o desgaste de las piezas que configuran sus complicados engranajes, ¿cómo puede enfermar de la misma manera esa realidad etérea pero de la que todo depende, carente de toda dimensión física y espacial, desprovista de toda suerte de elementos aislados que articularan su estructura, que llamamos nuestra mente? Y si cotidianamente hablamos de nuestro cuerpo, o del hecho de que tenemos un cuerpo cuya posesión atribuimos al yo con el que nos identificamos como si de dos instancias hasta cierto punto separadas y separables se tratara –mi yo que tiene un cuerpo–, parece comprensible que ese cuerpo mío pueda enfermar –por eso me duele el estómago y mi yo reconoce su dolor–, pero en absoluto resulta evidente que ese yo que soy y con el que me solapo plenamente –¿acaso puedo alguna vez dejarlo de lado?– sea capaz de sufrir alguna suerte de patología similar a las de mi órganos corporales. 

Entenderéis entonces que me fascinara en su momento y me siga fascinando el documental "Uno por ciento esquizofrenia", dirigido en 2006 por Ione Hernández y Julio Medem. La esquizofrenia es la reina y clave de las enfermedades mentales, la que aglutina prácticamente todos y cada uno de los síntomas que sirven para tipificar el resto de patologías de la mente, y todavía a día de hoy, el gran enigma de la psiquiatría y la psicología. De ahí que, para intentar comprender algo de esta enfermedad, sea preciso contemplarla desde la multiplicidad de aspectos que abarca: sólo su consideración conjunta permitirá una mínima aproximación a la singular experiencia de quien ha sido diagnosticado de esquizofrenia. Esta mirada caleidoscópica es la que nos propone este interesantísimo documental. Pero también una mirada profundamente humana y profundamente conmovedora en su humanidad, dado que sus principales protagonistas son los enfermos y el relato de sus vivencias, intercalado, por un lado, con el de familiares de otras personas aquejadas de esta misma enfermedad que luchan por sus derechos, y por otro, con el de toda una serie de psicólogos y psiquiatras que nos ofrecen una visión nada homogénea de lo que es o podría ser la esquizofrenia. 

La controversia existente dentro de la propia medicina en torno al horizonte de interpretación de esta enfermedad –y, en principio, de cualquier enfermedad mental– se nos presenta abiertamente desde sus primeras secuencias. Frente a los psiquiatras que, revestidos de la autoridad de su bata blanca, aseguran el origen claramente orgánico de esta enfermedad y, por tanto, el éxito de su tratamiento con psicofármacos, se encuentran aquellos otros que subrayan el notorio desconocimiento médico y psicológico de su naturaleza. Frente a los que hablan de anormalidades en la estructura cerebral heredadas genéticamente, quizá todavía no identificadas pero identificables con el paso del tiempo, están los que destacan que no puede ser casual que la esquizofrenia aparezca prioritariamente en ambientes de pobreza, marginalidad y vidas de condiciones adversas. Que los enfermos suelen proceder de familias donde imperan mecanismos de comunicación altamente desquiciantes, como el llamado doble vínculo o doble mensaje, consistente en la emisión, explícita o implícita, de órdenes contradictorias que dejan sin salida de actuación satisfactoria –mal si andas, mal si no andas– a quien las recibe. O que en la raíz de esta patología anida una experiencia de intensísima angustia que fuerza al sujeto a escapar de ella rompiendo con la realidad que le rodea. 


Buena parte de las narraciones de las personas diagnosticadas de esquizofrenia avalarán la interpretación según la cual el esquizofrénico no nace, sino que se hace. Pese a su carácter fragmentario, tienden a revelar infancias infernales –nuestra etapa de mayor indefensión– marcadas por la orfandad o los abusos sexuales, por la tiranía de progenitores ajenos a las necesidades de sus hijos, o demasiado ignorantes o ahogados por la precariedad como para preocuparse por algo más que ponerles un plato delante. Pero el documental también ahonda en el modo en que la propia emergencia de la enfermedad alimenta una angustia que es a su vez causa de su creciente morbilidad. El esquizofrénico no sólo se siente por completo aislado del resto del mundo en sus delirios, en su visión distorsionada de las cosas, en el yo que se le quiebra y rehúye ese control que todos creemos poder ejercer sobre nosotros mismos. Sobre ese aislamiento se instala a su vez el que brota del miedo que le produce la conciencia, más o difusa, más o menos clarividente, de esa quiebra en el núcleo mismo de su ser y de su incapacidad para frenarla o manejarla. Y sobre ése, el del miedo a hacer daño a sus seres queridos –a pesar de que, en contra de la creencia popular ampliamente extendida, las estadísticas muestran que los esquizofrénicos son menos agresivos que los sujetos “sanos”– cuando las crisis les alejan de ellos mismos y se sienten dominados por una voluntad extraña o desasistidos de eso que llamarían “su” voluntad. Y sobre ése último aislamiento, aún se superpone el que procede del rechazo social: nadie mira sin prevención o sin el temor de hallarse ante un individuo peligroso a aquel que ha recibido el estigma que supone la etiqueta de esta grave enfermedad. 


La esquizofrenia parece condenada a nutrirse a sí misma y, en una suerte de espiral diabólica, a recrudecerse a consecuencia de todo aquello que trae consigo. Tratamiento psiquiátrico incluido, como denuncia este documental sin cargar en exceso las tintas, pero poniendo ante nuestros ojos las deficiencias de un sistema sanitario y un paradigma médico que, indudablemente con las mejores intenciones, antes sirve para agravar la enfermedad que para curarla. Cuentan algunos de los psiquiatras que, tras acabar a raíz de uno de sus “brotes” internados en un psiquiátrico, donde el único tratamiento que reciben suele limitarse a fuertes dosis de psicofármacos y prácticamente nula atención psicoterapéutica, los enfermos lo abandonan en un estado mental estructuralmente más deteriorado que el que tenían antes de entrar, dada la vivencia traumática y desoladora que han sufrido. Cuentan algunos enfermos que la sanidad pública tan sólo les ofrece citas con el psiquiatra de veinte minutos cada tres meses, que apenas alcanzan para que éste les pregunte cómo les sienta la medicación. Una medicación cuyos múltiples e invalidantes efectos secundarios, que por lo general se ocultan al esquizofrénico para que siga tomando los fármacos –entre ellos, la imposibilidad de una vivencia mínimamente satisfactoria de su sexualidad–, lo enclaustran en un estado físico y anímico que ya en sí mismo sería percibido por cualquier persona sana como un estado patológico, muy lejano al bienestar sobre el que ciframos la posibilidad de una vida que transcurriera por los cauces de la normalidad. No puede sorprender entonces que tantos sujetos diagnosticados de esquizofrenia, incapaces de soportar el enorme sufrimiento que arrastran, decidan un buen día terminar con él poniendo fin violentamente a sus vidas. 


Son los propios enfermos los que, frente a esta regresión de la psiquiatría a sus métodos más tradicionales –en gran medida motivada por las subvenciones que la investigación en psicofármacos recibe de la industria farmacológica, inexistentes cuando se trata de investigar otras formas de terapia–, reclaman un tratamiento más humano. Ser escuchados por otros. Ser atendidos por alguien que les invite a hablar y que hable con ellos. Saben perfectamente que los tratamientos que reciben obedecen al hecho de que es más fácil recetar unas cuantas pastillas que invertir tiempo en averiguar qué les ocurre y qué sienten. Por eso el documental también nos habla de terapias de expresión simbólica de los conflictos subyacentes a la esquizofrenia a través del arte. Del poder curativo del teatro en uno de los enfermos. De la necesidad de que se inviertan más recursos en equipos humanos –el factor fundamental para la potencial curación de cualquier enfermedad mental– que ayuden a los esquizofrénicos a recobrar la propiedad perdida de sus vidas. Porque en eso consiste, básicamente, la esquizofrenia, según afirma uno de los psiquiatras: en la pérdida del sentido de propiedad de la propia vida. 


Hace tiempo que la Organización Mundial de la Salud ha advertido del probable aumento de la incidencia de la esquizofrenia en las sociedades avanzadas debido al incremento de los factores adversos que la provocan. Da así a entender que vivimos en sociedades cada vez más alienantes que no pueden dejar de generar sujetos alienados en el sentido más estricto de la palabra. Y que allí donde se habla de enfermedad mental, se habla en esencia de personas especialmente vulnerables a esos factores adversos y alienantes presentes en las sociedades humanas. Y es que tal vez a la mente no le sea dado enfermar de la misma forma que al cuerpo. Pero sí parece poder romperse como un hueso frágil cuando choca una y otra vez contra una realidad que la agrede y castiga sin motivo. Quizá en esa ruptura no se esconda más que un mecanismo de huida, evidentemente fallido, pero inevitable en el momento en que el sufrimiento del yo alcanza cotas insostenibles. O un intento desesperado por recomponer, en la propia mente enajenada del mundo, los fragmentos inconexos del sentido que éste se muestra incapaz de ofrecerle. 


domingo, 30 de septiembre de 2012

Presagio


Y por qué la visión. Por qué ahora. Por qué ahora esta visión inquietante. Por qué. La pregunta se le descoyunta en la lengua muda a fuerza de repetirla, y se reúnen de nuevo sus miembros desarticulados para volver a descomponerse, ninguna respuesta nítida entre el abanico desplegado en su reiteración, cuando gira la llave de contacto y escucha apagarse el zumbido del motor. 

 El buitre posado, impávido, amenazador, sobre la señal circular que marca el límite de velocidad en la autovía. Ajeno al estruendo de los tres carriles, del tránsito concurrido al caer la tarde pese al período estival. Tan insólita su cercanía a la gran urbe que no consigue apartar la sospecha del espejismo por causa del sol de frente, hiriendo en el fulgor de su declive los ojos de los miles de conductores que han pasado ante él. O quizá la causa no sólo ahí fuera sino también dentro, el sol sumado al cansancio sumado a la pesadumbre que desde hace semanas ensucia sus retinas, descubriéndole en cada gesto propio o ajeno, en cada objeto cotidiano, en cada rincón de la realidad, la inutilidad de una vida condenada al esfuerzo agotador y al constante desvelo a cambio de unas míseras gotas de placer y siempre provisional alegría. Poniéndole delante la fealdad de un mundo diseñado para el absurdo de esa misma vida, la estúpida ceguera de sus semejantes, corriendo como ratones año a año, década tras década por las ruedas de sus jaulas, aceptando resignados el cansancio y la cojera de la carne que declina como si de un mal inevitable se tratara… Apenas han sido unos pocos segundos de encuentro azaroso entre sus pupilas atentas al vértigo del horizonte cambiante ante el volante –tan familiar, por otra parte, que la atención mecánica se alía con frecuencia al vagar caprichoso de los pensamientos al ritmo de la música que habitualmente le acompaña–, y la imagen extraña del buitre, imponente en su quietud salvaje sobre el artificio humano del metal alertando la conducción. Pero en pugna con sus recelos por la hipotética ilusión, el recuerdo de la claridad de la impresión, del regocijo casi infantil ante lo inesperado y en extremo sorprendente, su cabeza desviándose temeraria de la carretera para cerciorarse de la presencia del buitre, demasiada la velocidad del vehículo, de todos los vehículos, para lograrlo. Y enseguida el miedo brotando de la automática asociación de la imagen a la idea del presagio: la muerte aguardándole en la próxima curva, o en la siguiente, o en la siguiente, como esperan pacientes los buitres la muerte del animal malherido, famélico, desfalleciente, para aspirar de su cuerpo muerto el sustento de su propia vida, igualmente inútil pero a salvo del absurdo por su bendita inconsciencia. El miedo que, en contra de la costumbre, le ha llevado a situarse en el carril derecho, a sujetar la aguja a los límites legales, a vigilar, aprensivo, la conducción de los hombres y mujeres anónimos que han escoltado su trayecto. 

Sin embargo, su cuerpo sigue vivo e intacto en el interior silencioso del coche aparcado. Aún. Por más que, conforme el viaje discurría sin contratiempos, la idea del buitre augurando su muerte se haya ido cubriendo del color amarillento de lo ridículo, continúa rebotando como una pelota de un lado a otro de su cabeza, chocando con el resto de hipótesis, la ilusión óptica producto del sol, o producto del desaliento pesando sobre su cejas, o, por qué no, la insignificancia del fenómeno improbable, pero no imposible, de un buitre desorientado en las inmediaciones de la ciudad que ya habrá alzado el vuelo, dejando de perturbar a más conductores. Si lograra aferrarse a esta última opción acallando las demás, detendría en seco el girar vertiginoso de la pregunta que le atormenta. El reloj en el salpicadero le revela una hora algo más temprana de la que creía. Coge la cartera del asiento del copiloto, abandona el vehículo y, tras un leve titubeo, empieza a andar. 

La terraza del bar comienza a llenarse a esas horas pero, por suerte, quedan todavía algunas mesas libres. Pide una cerveza y, tras echar una ojeada al móvil, lo guarda en el bolsillo de la chaqueta y lanza distraído una mirada a su alrededor. Frente a su mesa, y junto a la que ocupan dos parejas de mediana edad, una chica joven –sobre la mesa una tónica y un paquete de cigarrillos– parece esforzarse por concentrar su mente en el libro que reposa abierto sobre su regazo, quizá molesta por el tono, notoriamente elevado, de la animada conversación que se desarrolla junto a ella y por las frecuentes risas que la salpican. Calcula que no tendrá más de veinte años. En su perfil quieto intuye que no es especialmente atractiva. Pero algo en sus mejillas sonrosadas, en la tersura de la piel de los hombros desnudos enmarcados por los tirantes de la camiseta blanca, en su silueta imperfecta pero armoniosa, le invitan a observarla con detenimiento aprovechando su abstracción. Acaso también ella se sienta en ocasiones cansada y abatida. Aunque seguro que no en la forma en que él experimenta tales sensaciones, sobre todo ahora que se han instalado en el interior de sus huesos como un cáncer que lo fuera corroyendo lentamente. También en la juventud la vida puede parecer absurda. A él mismo, a veces, se lo parecía. Sin embargo, a pesar de su innata tendencia a la melancolía, la ilusión por lo nuevo y desconocido, el futuro y sus incógnitas abierto en perspectiva, su inocente confianza en sí mismo y en el prójimo, su infinita curiosidad, le permitían sobrellevarla con serenidad, contemplarla en la distancia como una rareza suya, una pequeña carga consecuencia de su carácter reflexivo y su gusto por la lectura y la soledad. Nunca ha sentido nostalgia de su juventud. Nunca ha deseado, como tantos manifiestan, retornar a aquellos años de incertidumbre e inexperiencia, de torpezas y desconcierto. Si por un momento alcanza a desprenderse del peso que últimamente abruma sus hombros y sus sienes, y analiza con frialdad las piezas que componen el retrato de su vida, sabe que, en comparación con muchos otros, tiene razones más que sobradas para sentirse afortunado. Pero hoy, el día en que un buitre se le ha aparecido en la carretera, debe reconocer que siente cierta envidia de la frescura que el cuerpo de la chica destila, de la despreocupación que gratuitamente le atribuye, de la energía que adivina en su expresión concentrada en contraste con su agotada debilidad. 

El sol ha desaparecido ya tras los edificios. Debe volver a casa. Apura la cerveza de un trago y se levanta. La chica ni tan siquiera se ha percatado de su presencia. Mientras camina hacia el portal, vuelve a imponérsele la visión del buitre, junto a él el repiqueteo de la pregunta todavía sin respuesta. Tal vez si se les cuenta lo sucedido a Sonia y a Enrique durante la cena, presentándolo como una anécdota curiosa, se desvanezca esta necia inquietud que la aguijonea. Puede imaginar a Enrique con sus grandes ojos muy abiertos, ¿de verdad, papá?, ¡un buitre! A Sonia probablemente con una sonrisa en los labios si consigue imprimir un tono desenfadado a su narración, tan pendiente de sus palabras como lo está de un tiempo a esta parte, consciente de su desánimo aunque él se empeñe en ocultarlo, comprensiva con él porque, es cierto, son demasiadas las horas que pasa en la oficina tras los últimos despidos, demasiado el estrés y la bota de la directiva sobre su cuello. Sonia reprimiendo a menudo el velado reproche que, ante su apatía, quiere asomar en su mirada, recordándole que ahí está Enrique, que ahí está ella, ella y sus sinceros deseos de hacerlo feliz. Sonia, fuente indudable de sus mayores alegrías. La pesadez se aligera invariablemente cuando la besa, cuando escucha su risa intacta pese a las excesivas tensiones que también ella sufre en su trabajo, y termina por evaporarse cuando se abraza a su torso cálido al vencerle el sueño cada noche tras apenas un par de páginas de lectura, por más que renazca con toda su intensidad al sonar el maldito despertador, y amenace con derrumbarle sobre la taza de café ante la visión anticipada de un nuevo día de fatigas, más tétrica y mortífera a esas horas tempranísimas que la de cualquier buitre en lugar insólito. 

Al subir al ascensor su inquietud se agudiza por la emergencia de una nueva hipótesis no barajada hasta entonces: el buitre presagiando no ya su muerte, sino la de Sonia y su salud un tanto frágil, anunciándole el horror, la pesadilla siempre temida de su desaparición, quién sabe si tras una cruel enfermedad que ya coloniza subrepticiamente sus entrañas… Al detenerse en el quinto siente el calor húmedo de las lágrimas tratando de desbordar sus párpados. Los cierra nervioso y agita la cabeza, en un intento desesperado por disipar sus negros pensamientos, por frenar la creciente angustia que los envuelve. Sale despacio del ascensor y se sienta sobre el penúltimo escalón del rellano. No quiere entrar en casa hasta haberse tranquilizado. En escasos segundos la luz se apaga. Envuelto en espesas sombras, rememora, una vez más, la imagen cada vez más borrosa del buitre sobre la señal de tráfico. La extrañeza de su figura imponente e impávida en los márgenes de la autovía. Sí, bien podría tratarse de un presagio de muerte. Pero no de la muerte definitiva, ni la suya ni la de Sonia, sino de esta muerte lenta que, día a día, le invade desde dentro cogida del brazo de su propia tristeza, de su pesadumbre, del desaliento penetrando sus pulmones como un fino polvo venenoso que entorpeciera su respiración. Ésa y no otra es la muerte que, ahora, más debe temer, antes de que acabe por aniquilar en él todo deseo de vida. Tendrá que aprender a respirar por los resquicios. Tendrá que aprender a exprimirles toda la fuerza y el gozo que sea capaz de extraer de ellos, a ver si así logra repeler este abatimiento que lo hunde y vence a cada paso. No puede desperdiciarlos como si no fueran nada, piensa mientras busca la llave en el bolsillo. Como si fueran carroña que se arroja a los buitres para seguir alimentando inútilmente su vida inútil. 

sábado, 15 de septiembre de 2012

Dialogar


Cada vez que me enzarzo en una discusión que termina por puro agotamiento sin tan siquiera un mínimo de entendimiento entre los interlocutores, cada vez que la televisión encendida en segundo plano hace llegar a mis oídos el sonido de las voces crispadas y a menudo gritonas de los participantes de un debate peregrino cualquiera, cada vez que escucho a algún conocido o desconocido esgrimir argumentos equivocados y fundados en hechos falsos o, sencillamente, carentes de todo fundamento, y pienso en lo difícil que resultaría abrir sus ojos al palmario error al que se aferra en su inconsciencia o en su contumacia, se me viene a la cabeza la que fuera la primera película, y a mi modesto entender una de las mejores, del genial director Sidney Lumet.

Basada en una obra para televisión de Reginald Rose, "Doce hombres sin piedad" parte de un planteamiento sencillo: los doce miembros de un jurado popular deben decidir sobre el destino de un joven, criado en un barrio marginal y sometido desde su infancia a la violencia familiar, al que se acusa de haber matado a su padre. Si el jurado se decanta por su culpabilidad, morirá sin remedio en la silla eléctrica. Pero si los miembros del jurado determinan, como subraya el juez en la primera escena de la película, que existe alguna duda razonable sobre la culpabilidad del joven que indique que éste podría no haber cometido el crimen, deberán declararlo no-culpable y librarlo del fatal final. La decisión del jurado tiene que ser unánime.

Tras escuchar las declaraciones de acusado y testigos, así como las argumentaciones de abogado y fiscal, los doce miembros del jurado se reúnen a votar en el que, según se ha anunciado en los medios, será el día más caluroso del año. Se encuentran encerrados bajo llave en una habitación pequeña y el ventilador no funciona. Todos sudan copiosamente. De entrada, parece un caso claro: todas las pruebas apuntan a la culpabilidad del joven. Las evidencias no semejan abrir resquicios a la duda. Los miembros del jurado creen enfrentarse a una votación de trámite que se resolverá rápidamente en contra del acusado y les permitirá retornar sin demoras a sus ocupaciones cotidianas. Habrán cumplido con su obligación con la sociedad y recobrarán con la conciencia tranquila su condición de ciudadanos anónimos. Sin embargo, la primera votación les depara una sorpresa y también una decepción: once votos donde se lee la palabra “culpable”, uno donde se lee “no culpable”. Pero quién puede ser el insensato que ponga en cuestión la culpabilidad del muchacho, se preguntan indignados once de los miembros del jurado.


Se trata del miembro nº 8 –interpretado por Henry Fonda–, de quien únicamente sabemos que es arquitecto. Interpelado por sus compañeros, proclama, con exquisita serenidad, no estar seguro de que el acusado sea culpable, por más que tal vez lo sea. Aunque sólo tal vez. ¿Qué hacer ante esta situación, insólita para el resto de hombres, plenamente convencidos de que el muchacho ha asesinado a su padre? Lo único que pueden y deben hacer en esa asfixiante habitación, sugiere nº 8: hablar entre ellos, analizar las razones por las que creen que el joven es culpable, repasar las evidencias que lo acusan. Algunos de los miembros del jurado –el representante preocupado por llegar a tiempo al partido de beisbol que se celebrará esa tarde y al que las entradas le queman en el bolsillo, el propietario de varios garajes que permanecen cerrados e inactivos en su ausencia, el corredor de bolsa que confía plenamente en la veracidad de los hechos expuestos durante el juicio…– se exasperan: no tiene sentido alguno perder su precioso tiempo hablando sobre algo que no ofrece ningún motivo de duda. Otros se disponen a perder un tiempo que no les importa tanto dilapidar de la forma menos tediosa posible. El resto calla. La renuencia al diálogo de once de los miembros del jurado es absoluta. Pero nº 8 no se arredra. Y comienza a lanzar preguntas, tratando de hacer partícipes a sus compañeros de las dudas que alberga con respecto a las pruebas presentadas.

Durante el extenso diálogo que se desarrolla a lo largo de la película, van aflorando poco a poco los perfiles humanos y psicológicos de los protagonistas, estrechamente ligados a los motivos que sustentan su creencia en la culpabilidad del chico y también a sus reacciones ante la actitud interrogante de nº 8. No son pocos los que, de entrada, se muestran víctimas de los prejuicios que les llevan a dar por sentado que los orígenes del chico, y la corta trayectoria de violencia que arrastra consigo, resultan razones más que suficientes para no vacilar de su naturaleza criminal. Los más apocados o inseguros parecen incapaces de poner en cuestión la autoridad intelectual del fiscal o la validez de las declaraciones de los testigos. Los juicios de algunos dependen por completo de la opinión de la mayoría. Y en algún caso las circunstancias más estrictamente personales y el dolor vinculado a ciertas vivencias pretéritas se revelarán determinantes de la cerrazón al intento de nº 8 de valorar si las apariencias no nos engañan más a menudo de lo que pensamos.

Sin embargo, si por algo me conmueve esta película y la recuerdo tan a menudo es porque, a mi modo de ver, presenta a la perfección las bases sobre las cuales se abre la posibilidad de un diálogo entre personas que saque a relucir una verdad que a la mayoría de ellas se les oculta. La posibilidad de que, por medio de la palabra, convicciones inconsistentes acaben por tambalearse para dar paso a una visión más ajustada de la realidad. En todo ello juega un papel crucial no sólo la inteligencia, sino también la amabilidad, la empatía y la calma de esa especie de Sócrates moderno que es nº 8. Porque nº 8 no impone respuestas, sino que, básicamente, se limita a hacer preguntas. No esgrime sus razones como si éstas fueran de antemano correctas: a través de sus interrogantes, invita a los otros miembros del jurado a que inicien un ejercicio reflexivo, propio y autónomo, que terminará por llevarles a vislumbrar las mismas dudas que él ya posee desde un principio sobre la hipotética culpabilidad del muchacho. El liderazgo de nº 8 en el tortuoso proceso al que asistimos es un liderazgo en la sombra, y por ello efectivo: lejos de dirigir en todo momento la conversación, deja que los demás se erijan en protagonistas del debate allí donde, a partir de sus preguntas, razonan por sí mismos y plantean cuestiones no formuladas por él. Con apenas un gesto, crea lazos de cercanía con quienes menos colaboradores se muestran. Escucha pacientemente a quienes hablan sin interrumpirles ni recriminarles su persistencia en el error. En la pugna dialéctica que enfrenta a estos doce hombres no debe haber vencedores ni vencidos. De lo contrario no habría acuerdo, ni tampoco la unanimidad que precisa la salvación del chico. Por eso –ésta es la perspectiva que trasluce el comportamiento de nº 8– en este cuadrilátero no caben ni la humillación, ni el sarcasmo ni la ridiculización del contrario, por ridículos que puedan ser sus argumentos. La verdad de que no hay pruebas concluyentes que conduzcan al muchacho a la silla eléctrica debe ser construida entre todos en un trabajo compartido, cuyo éxito depende de que cada uno de los que colaboran en él contribuya a construir esa misma verdad desde su singular posición.


Doce hombres sin piedad” es, en lo esencial, un elogio al razonamiento colectivo encaminado al triunfo de las mejores razones. Un triunfo que siempre depende de que quienes se hallan en el error sean capaces no sólo de admitirlo, sino también de adherirse sin reparos a aquellos argumentos que explican la realidad de forma más fiable que los que en un principio defendieron una vez logran sentirlos como propios. Pero admitir que uno se encuentra equivocado nunca es fácil. Menos fácil aún es conseguir que otra persona se percate de que está en un error. Sólo hay que pensar en las ocasiones en que, blandiendo nuestros propios argumentos como si de armas se tratara, atacamos al otro con la convicción de que caerá rendido ante el peso de nuestras evidencias. En las veces en que, probablemente sin pretenderlo, ironizamos o le señalamos su ignorancia o falta de coherencia lógica con la pretensión de batir sus creencias como si estuviéramos frente al enemigo. O en aquellos momentos en que, plenamente conscientes de lo que hacemos, humillamos dialécticamente a nuestro contrincante para demostrarle nuestra superioridad intelectual, confiando, ilusos, en que no tendrá más remedio que doblegarse ante ella. ¿Y qué conseguimos? Por lo general, únicamente que el otro se atrinchere tras sus creencias y se aferre aún más a sus convicciones, con el muy comprensible objetivo de salvaguardar su autoestima. En su rechazo frontal del camino de reflexión que podría sacarle de su error se halla la prueba más notoria de que, de una estrategia fallida, sólo cabe esperar el fracaso.

No vivimos precisamente en un tiempo que propicie el cultivo de las condiciones necesarias para el triunfo de las mejores razones. Pero si desean saber algo más sobre cuáles serían tales condiciones, no se pierdan esta película de Sidney Lumet.

martes, 31 de julio de 2012

Lo privado y lo público



“Uno de los principios fundamentales de la doctrina Gradgrind era que todas las cosas debían pagarse. Nadie debía jamás dar algo a alguien sin compensación. La gratitud debía abolirse y los beneficios que de ella se derivaban no tenían razón de ser. Cada mínima parte de la existencia de los seres humanos, del nacimiento hasta la muerte, debía ser un negocio al contado. Y si era imposible ganarse el cielo de esta forma, significaba que el cielo no era un lugar regido por la economía política, y que no era un lugar para el hombre.”

Tiempos difíciles, Charles Dickens.

Ahora que estamos parcialmente rescatados y pudiera ser que a punto del rescate total, ése que dará a las fuerzas del Mal neoliberal –¡viva el Mal, viva el Capital!– su dominio absoluto sobre los sufridos y ampliamente recortados –casi valdría decir mutilados– españolitos de a pie, hay razones más que sobradas para sospechar que –al igual que sucediera en los países del Este tras la caída del Muro, o en el Chile de Pinochet bajo los experimentos de los Chicago boys– sus próximas exigencias recaerán sobre la privatización de los servicios públicos. Propondrán, pues, que empresas que son propiedad del Estado y que se encargan de ofrecer tales servicios a los ciudadanos sean vendidas a inversores privados. Inversores que, a partir de ese momento, dispondrán de la propiedad y gestión de dichas empresas.

Repite como un mantra el dogma neoliberal que la gestión privada es siempre mejor que la pública. Mejor significa en este caso más eficiente: según el dogma, con iguales o menores recursos, la gestión privada es capaz de ofrecer a los ciudadanos servicios de mayor calidad. ¿Lo dicen porque los gestores públicos son, en comparación con los gestores privados, unos ineptos de tres al cuarto que contratan a los proveedores más caros, elevan desmesuradamente el salario de los trabajadores públicos y se echan al bolsillo lo que no deberían, de tal forma que, a la postre, los servicios públicos tienen un coste mucho más elevado del que podrían tener de ser gestionados de forma privada? No exactamente, aunque a veces, cuando algún gestor público defiende denodadamente la privatización de los servicios públicos arguyendo la mayor eficacia de la gestión privada, da que pensar si no se estará llamando incompetente a sí mismo o si, en realidad, es tan inepto que no se percata de que con dicha defensa los ciudadanos podrían llegar a concluir que, en efecto, se trata de un completo incompetente para el cargo que ocupa.

Pero hemos dicho que no exactamente: lo que defienden los neoliberales es que un mercado libre, en el que cada agente persiga su propio beneficio egoísta, tenderá a ser un mercado autorregulado, es decir, un mercado que generará una perfecta distribución y reparto de los recursos a todos los agentes que concurran en él –cualquiera de nosotros– y en el que toda mercancía alcanzará el precio más justo –ni demasiado escaso, ni demasiado abusivo–. En la medida en que cualquier intervención del Estado en el mercado sea bajo la forma de fijación de salarios mínimos, que impiden la libre negociación entre el trabajador y el empresario que procuraría el justo precio del salario del primero, sea bajo la forma de la gestión de servicios como la sanidad y la educación, que impiden la libre competencia entre agentes económicos que fijaría el precio más justo de tales servicios, sea bajo cualquier otra forma imaginable obstaculiza la consecución de ese paraíso terrenal que es el mercado autorregulado, es preciso eliminarla a toda costa. Porque, además, la única vía para que cualquier servicio requerido por los ciudadanos goce de los beneficios del mercado autorregulado radica en su conversión en mercancía. O, lo que es lo mismo, en libre objeto de intercambio y compra-venta. Y esto sólo se logra cuando pasa a ser propiedad privada. En puras y simples mercancías deben transformarse entonces la educación, la sanidad, la atención a dependientes, los transportes públicos… y toda suerte de servicio social que se les ocurra con el fin de que los ciudadanos podamos ver satisfechas nuestras necesidades con la calidad y eficiencia que merecemos.

Antes que argumentar en contra de esta perversa utopía, algunos ejemplos paradigmáticos sirven a la perfección para su desmontaje. ¿Han oído alguna vez hablar de la extrema puntualidad de los trenes británicos, orgullo nacional de los habitantes del Reino Unido? Seguro que sí. Lástima que la privatización la convirtiera en una leyenda que los pasajeros británicos recuerdan con compungida nostalgia.


En 1996, British Rail, la empresa pública que gestionaba el transporte en ferrocarril en el Reino Unido, fue privatizada en partes y desmembrada en más de cien empresas privadas. En su centro se situó Rail Track, empresa responsable del mantenimiento de las vías y estaciones. Curiosamente, y pese a que la operación se efectuó bajo la promesa de una mayor eficiencia en un servicio hasta entonces adecuado pero deficitario, al poco tiempo los usuarios comenzaron a quejarse de la significativa subida de las tarifas, la impuntualidad y lentitud de los trenes y, en general, del mal funcionamiento de la red de ferrocarriles. Hasta ahí, soportable. El problema es que, apenas un año después de la privatización, en 1997, se produjo un accidente ferroviario que se saldó con la vida de 7 personas. En 1999, dos trenes chocaban en la estación londinense de Paddington: el aún más grave accidente segaba la vida de 31 personas y dejaba más de 250 heridos. Y en 2000, 4 personas más perdían la vida a causa de un descarrilamiento. Ya es mala suerte, ¿no? Porque mientras los usuarios británicos sufrían el deterioro de los servicios y morían en accidentes ferroviarios, la empresa Rail Track había empezado a cotizar en bolsa y reportaba pingües beneficios tanto a sus directivos –algunos de sus consejeros delegados tenían asignado un salario anual de 400.000 libras– como a sus accionistas. Tanto es así que si en 1996 –el año de la privatización– una acción de esta empresa valía unas 2 libras, en 1998 superaba las 17 libras. En ese mismo año, la empresa llegó a generar unos beneficios de 1,2 millones de libras al día. Ahí es nada.


¿Cómo es posible entonces que una empresa con tales beneficios ofreciera tan mal servicio a sus usuarios e incluso les hiciera perder la vida en numerosos accidentes? La pregunta, obviamente, está mal formulada. Pues lo que investigaciones posteriores sacaron a la luz fue que la vida de los pasajeros había sido, precisamente, el alto precio que la sociedad británica tuvo que pagar a cambio de las cuantiosas ganancias de los directivos y accionistas de Rail Track: en su búsqueda del beneficio empresarial, Rail Track no sólo no había destinado dinero alguno a la expansión de la red ferroviaria, sino que ni tan siquiera había invertido –tal y como había pactado con el gobierno– en la conservación del estado de los raíles. Los accidentes ferroviarios no fueron, por tanto, fruto de la casualidad. Sólo del deterioro de los raíles, consecuencia de la falta de inversión que llenó las cuentas corrientes de unos cuantos avariciosos. Y como ningún país civilizado puede permitirse el lujo de carecer de red ferroviaria, en 2002, cuando ya las acciones de Rail Track habían caído en picado, el gobierno británico no tuvo más remedio que proceder a su renacionalización. La operación costó miles de millones de libras a los contribuyentes británicos que aún quedaban con vida tras la desastrosa experiencia de la privatización: los que hubieron de dedicarse tanto a la reparación de las maltrechas vías como al pago de la tremenda deuda –unos 2.000 millones de libras– generada por la empresa privada.

Así que cuando algún iluso venga a contarles que la gestión privada es más eficiente que la pública, les recomiendo que le contesten con una carcajada y una sonora pedorreta. O si lo prefieren, replíquenles apelando a las palabras de Dickens: convertir cada mínima parte de la existencia de los seres humanos, del nacimiento hasta la muerte, en un negocio al contado, es, en sí mismo, un negocio que puede saldarse con la liquidación de la propia existencia. La tuya, por supuesto, recálquenle al iluso. Los buitres que se alimentan de la muerte ajena suelen tener las espaldas bien cubiertas.