Y por qué la visión. Por qué ahora. Por qué ahora esta visión inquietante. Por qué. La pregunta se le descoyunta en la lengua muda a fuerza de repetirla, y se reúnen de nuevo sus miembros desarticulados para volver a descomponerse, ninguna respuesta nítida entre el abanico desplegado en su reiteración, cuando gira la llave de contacto y escucha apagarse el zumbido del motor.
El buitre posado, impávido, amenazador, sobre la señal circular que marca el límite de velocidad en la autovía. Ajeno al estruendo de los tres carriles, del tránsito concurrido al caer la tarde pese al período estival. Tan insólita su cercanía a la gran urbe que no consigue apartar la sospecha del espejismo por causa del sol de frente, hiriendo en el fulgor de su declive los ojos de los miles de conductores que han pasado ante él. O quizá la causa no sólo ahí fuera sino también dentro, el sol sumado al cansancio sumado a la pesadumbre que desde hace semanas ensucia sus retinas, descubriéndole en cada gesto propio o ajeno, en cada objeto cotidiano, en cada rincón de la realidad, la inutilidad de una vida condenada al esfuerzo agotador y al constante desvelo a cambio de unas míseras gotas de placer y siempre provisional alegría. Poniéndole delante la fealdad de un mundo diseñado para el absurdo de esa misma vida, la estúpida ceguera de sus semejantes, corriendo como ratones año a año, década tras década por las ruedas de sus jaulas, aceptando resignados el cansancio y la cojera de la carne que declina como si de un mal inevitable se tratara… Apenas han sido unos pocos segundos de encuentro azaroso entre sus pupilas atentas al vértigo del horizonte cambiante ante el volante –tan familiar, por otra parte, que la atención mecánica se alía con frecuencia al vagar caprichoso de los pensamientos al ritmo de la música que habitualmente le acompaña–, y la imagen extraña del buitre, imponente en su quietud salvaje sobre el artificio humano del metal alertando la conducción. Pero en pugna con sus recelos por la hipotética ilusión, el recuerdo de la claridad de la impresión, del regocijo casi infantil ante lo inesperado y en extremo sorprendente, su cabeza desviándose temeraria de la carretera para cerciorarse de la presencia del buitre, demasiada la velocidad del vehículo, de todos los vehículos, para lograrlo. Y enseguida el miedo brotando de la automática asociación de la imagen a la idea del presagio: la muerte aguardándole en la próxima curva, o en la siguiente, o en la siguiente, como esperan pacientes los buitres la muerte del animal malherido, famélico, desfalleciente, para aspirar de su cuerpo muerto el sustento de su propia vida, igualmente inútil pero a salvo del absurdo por su bendita inconsciencia. El miedo que, en contra de la costumbre, le ha llevado a situarse en el carril derecho, a sujetar la aguja a los límites legales, a vigilar, aprensivo, la conducción de los hombres y mujeres anónimos que han escoltado su trayecto.
Sin embargo, su cuerpo sigue vivo e intacto en el interior silencioso del coche aparcado. Aún. Por más que, conforme el viaje discurría sin contratiempos, la idea del buitre augurando su muerte se haya ido cubriendo del color amarillento de lo ridículo, continúa rebotando como una pelota de un lado a otro de su cabeza, chocando con el resto de hipótesis, la ilusión óptica producto del sol, o producto del desaliento pesando sobre su cejas, o, por qué no, la insignificancia del fenómeno improbable, pero no imposible, de un buitre desorientado en las inmediaciones de la ciudad que ya habrá alzado el vuelo, dejando de perturbar a más conductores. Si lograra aferrarse a esta última opción acallando las demás, detendría en seco el girar vertiginoso de la pregunta que le atormenta. El reloj en el salpicadero le revela una hora algo más temprana de la que creía. Coge la cartera del asiento del copiloto, abandona el vehículo y, tras un leve titubeo, empieza a andar.
La terraza del bar comienza a llenarse a esas horas pero, por suerte, quedan todavía algunas mesas libres. Pide una cerveza y, tras echar una ojeada al móvil, lo guarda en el bolsillo de la chaqueta y lanza distraído una mirada a su alrededor. Frente a su mesa, y junto a la que ocupan dos parejas de mediana edad, una chica joven –sobre la mesa una tónica y un paquete de cigarrillos– parece esforzarse por concentrar su mente en el libro que reposa abierto sobre su regazo, quizá molesta por el tono, notoriamente elevado, de la animada conversación que se desarrolla junto a ella y por las frecuentes risas que la salpican. Calcula que no tendrá más de veinte años. En su perfil quieto intuye que no es especialmente atractiva. Pero algo en sus mejillas sonrosadas, en la tersura de la piel de los hombros desnudos enmarcados por los tirantes de la camiseta blanca, en su silueta imperfecta pero armoniosa, le invitan a observarla con detenimiento aprovechando su abstracción. Acaso también ella se sienta en ocasiones cansada y abatida. Aunque seguro que no en la forma en que él experimenta tales sensaciones, sobre todo ahora que se han instalado en el interior de sus huesos como un cáncer que lo fuera corroyendo lentamente. También en la juventud la vida puede parecer absurda. A él mismo, a veces, se lo parecía. Sin embargo, a pesar de su innata tendencia a la melancolía, la ilusión por lo nuevo y desconocido, el futuro y sus incógnitas abierto en perspectiva, su inocente confianza en sí mismo y en el prójimo, su infinita curiosidad, le permitían sobrellevarla con serenidad, contemplarla en la distancia como una rareza suya, una pequeña carga consecuencia de su carácter reflexivo y su gusto por la lectura y la soledad. Nunca ha sentido nostalgia de su juventud. Nunca ha deseado, como tantos manifiestan, retornar a aquellos años de incertidumbre e inexperiencia, de torpezas y desconcierto. Si por un momento alcanza a desprenderse del peso que últimamente abruma sus hombros y sus sienes, y analiza con frialdad las piezas que componen el retrato de su vida, sabe que, en comparación con muchos otros, tiene razones más que sobradas para sentirse afortunado. Pero hoy, el día en que un buitre se le ha aparecido en la carretera, debe reconocer que siente cierta envidia de la frescura que el cuerpo de la chica destila, de la despreocupación que gratuitamente le atribuye, de la energía que adivina en su expresión concentrada en contraste con su agotada debilidad.
El sol ha desaparecido ya tras los edificios. Debe volver a casa. Apura la cerveza de un trago y se levanta. La chica ni tan siquiera se ha percatado de su presencia. Mientras camina hacia el portal, vuelve a imponérsele la visión del buitre, junto a él el repiqueteo de la pregunta todavía sin respuesta. Tal vez si se les cuenta lo sucedido a Sonia y a Enrique durante la cena, presentándolo como una anécdota curiosa, se desvanezca esta necia inquietud que la aguijonea. Puede imaginar a Enrique con sus grandes ojos muy abiertos, ¿de verdad, papá?, ¡un buitre! A Sonia probablemente con una sonrisa en los labios si consigue imprimir un tono desenfadado a su narración, tan pendiente de sus palabras como lo está de un tiempo a esta parte, consciente de su desánimo aunque él se empeñe en ocultarlo, comprensiva con él porque, es cierto, son demasiadas las horas que pasa en la oficina tras los últimos despidos, demasiado el estrés y la bota de la directiva sobre su cuello. Sonia reprimiendo a menudo el velado reproche que, ante su apatía, quiere asomar en su mirada, recordándole que ahí está Enrique, que ahí está ella, ella y sus sinceros deseos de hacerlo feliz. Sonia, fuente indudable de sus mayores alegrías. La pesadez se aligera invariablemente cuando la besa, cuando escucha su risa intacta pese a las excesivas tensiones que también ella sufre en su trabajo, y termina por evaporarse cuando se abraza a su torso cálido al vencerle el sueño cada noche tras apenas un par de páginas de lectura, por más que renazca con toda su intensidad al sonar el maldito despertador, y amenace con derrumbarle sobre la taza de café ante la visión anticipada de un nuevo día de fatigas, más tétrica y mortífera a esas horas tempranísimas que la de cualquier buitre en lugar insólito.
Al subir al ascensor su inquietud se agudiza por la emergencia de una nueva hipótesis no barajada hasta entonces: el buitre presagiando no ya su muerte, sino la de Sonia y su salud un tanto frágil, anunciándole el horror, la pesadilla siempre temida de su desaparición, quién sabe si tras una cruel enfermedad que ya coloniza subrepticiamente sus entrañas… Al detenerse en el quinto siente el calor húmedo de las lágrimas tratando de desbordar sus párpados. Los cierra nervioso y agita la cabeza, en un intento desesperado por disipar sus negros pensamientos, por frenar la creciente angustia que los envuelve. Sale despacio del ascensor y se sienta sobre el penúltimo escalón del rellano. No quiere entrar en casa hasta haberse tranquilizado. En escasos segundos la luz se apaga. Envuelto en espesas sombras, rememora, una vez más, la imagen cada vez más borrosa del buitre sobre la señal de tráfico. La extrañeza de su figura imponente e impávida en los márgenes de la autovía. Sí, bien podría tratarse de un presagio de muerte. Pero no de la muerte definitiva, ni la suya ni la de Sonia, sino de esta muerte lenta que, día a día, le invade desde dentro cogida del brazo de su propia tristeza, de su pesadumbre, del desaliento penetrando sus pulmones como un fino polvo venenoso que entorpeciera su respiración. Ésa y no otra es la muerte que, ahora, más debe temer, antes de que acabe por aniquilar en él todo deseo de vida. Tendrá que aprender a respirar por los resquicios. Tendrá que aprender a exprimirles toda la fuerza y el gozo que sea capaz de extraer de ellos, a ver si así logra repeler este abatimiento que lo hunde y vence a cada paso. No puede desperdiciarlos como si no fueran nada, piensa mientras busca la llave en el bolsillo. Como si fueran carroña que se arroja a los buitres para seguir alimentando inútilmente su vida inútil.