Alcalde: La donación de Claire Zachanassian es aceptada. Por unanimidad. No por el dinero -
Comunidad: no por el dinero -
Alcalde: sino por la justicia -
Comunidad: sino por la justicia -
Alcalde: y por una cuestión de deber moral.
Comunidad: y por una cuestión de deber moral.
Alcalde: Pues no podemos vivir tolerando un crimen entre nosotros -
Comunidad: Pues no podemos vivir tolerando un crimen entre nosotros -
Alcalde: que debemos extirpar -
Comunidad: que debemos extirpar -
Alcalde: para que nuestras almas no se pierdan -
Comunidad: para que nuestras almas no se pierdan -
Alcalde: ni nuestros bienes más sagrados.
Comunidad: ni nuestros bienes más sagrados.
Alfred (grita): ¡Dios mío!
La visita de la vieja dama - Friedrich Dürrenmatt.
Comunidad: no por el dinero -
Alcalde: sino por la justicia -
Comunidad: sino por la justicia -
Alcalde: y por una cuestión de deber moral.
Comunidad: y por una cuestión de deber moral.
Alcalde: Pues no podemos vivir tolerando un crimen entre nosotros -
Comunidad: Pues no podemos vivir tolerando un crimen entre nosotros -
Alcalde: que debemos extirpar -
Comunidad: que debemos extirpar -
Alcalde: para que nuestras almas no se pierdan -
Comunidad: para que nuestras almas no se pierdan -
Alcalde: ni nuestros bienes más sagrados.
Comunidad: ni nuestros bienes más sagrados.
Alfred (grita): ¡Dios mío!
La visita de la vieja dama - Friedrich Dürrenmatt.
Pocos libros de los que han caído en mis manos en los últimos tiempos me han proporcionado tanto placer como el recientemente publicado "Enemigos públicos", un intercambio epistolar por momentos agrio, por momentos conmovedor e intimista, en cada una de sus páginas siempre reflexivo e iluminador, entre dos figuras en principio situadas en los extremos más opuestos del horizonte cultural francés: el polémico, nihilista, depresivo novelista Michelle Houellebecq y el intelectual comprometido, mediático, bon vivant Bernard-Henry Lévy. Y una pequeña parte de ese placer proviene del hecho de haberme recordado una inquietante obra de teatro del genial Friedrich Dürrenmatt que leí hace ya demasiados años y que prácticamente se había borrado de mi cabeza.
A propósito del tema de la guerra Houellebecq cita en una de sus cartas una frase de Goethe que en apariencia denotaría un flagrante e incluso perverso conservadurismo: "Más vale una injusticia que un desorden". En su respuesta Lévy se revuelve indignado y advierte a Houellebecq que el sentido original de esa afirmación de Goethe es exactamente el contrario del que por lo general se le atribuye: el escritor alemán la pronunció durante la Revolución Francesa, poco después de haber contribuido a impedir el linchamiento de un soldado francés; la injusticia valorada por Goethe como superior al desorden consistió en salvar la vida de un soldado enemigo que probablemente fuera un gran criminal; el desorden habría sido permitir su asesinato al populacho ávido de sangre. Lévy dice detestar profundamente esa frase tal y como suele ser utilizada: con el fin de justificar el sacrificio del individuo en aras del orden establecido, para legitimar el atropello de inocentes en nombre de la estabilidad de la maquinaria social y política. En definitiva, con el objetivo de validar la injusticia sobre un elemento del sistema por el bien de su estructura global. Y es aquí donde confiesa que, cada vez que escucha esa odiosa, para él mortífera sentencia, en su memoria reaparece, junto a otros personajes reales o ficticios, el tendero Alfred Ill, la víctima sacrificada en pro de la prosperidad de la comunidad en la tragedia de Dürrenmatt "La visita de la vieja dama".
La acción se desarrolla en la pequeña ciudad de Güllen, inexplicablemente arruinada para desesperación de sus habitantes mientras asisten al florecimiento económico de las demás localidades de la región. Han depositado todas sus esperanzas de salir de la miseria en la visita de Claire Zachanassian, que abandonara la ciudad siendo muy joven y ahora regresa convertida en una excéntrica multimillonaria: Claire, antes Klara, ha estado realizando obras benéficas en las ciudades cercanas. ¿Qué no hará entonces por Güllen?
Alfred Ill, un tendero tan apreciado en la ciudad que se prevé como el próximo alcalde, fue novio de Claire antes de su partida. Junto a las personalidades más destacas de Güllen, la recibe en la estación y ambos evocan los tiempos de su noviazgo. La ciudad ha preparado una comida de bienvenida para Claire y aguarda impaciente que ésta explique el motivo de su visita. El alcalde pronuncia un caluroso discurso elogiando a la millonaria, proclamando su alegría por su vuelta a su ciudad natal. Finalmente Claire anuncia que está dispuesta a regalar a Güllen 1000 de sus millones: 500 para la ciudad, y 500 a repartir entre sus habitantes. Pero sólo con una condición: les dará el dinero a cambio de justicia. ¡La justicia no se puede comprar!, exclama escandalizado el alcalde. Todo se puede comprar, replica Claire. Y a continuación les recuerda lo que todos los habitantes de Güllen parecen haber olvidado: Claire quedó embarazada de Alfred, quien se negó a reconocer la paternidad de la criatura en su vientre y sobornó a dos jóvenes para que en el juicio afirmaran haberse acostado con ella. En avanzado estado de gestación, aún adolescente, en una fría noche de invierno y todavía sintiendo las burlonas miradas de desprecio sobre sus espaldas, Claire se vio forzada a abandonar la ciudad. Para sobrevivir hubo de dedicarse a la prostitución y su bebé murió con apenas un año. Pero su suerte cambió y ahora nada en la abundancia. Sin embargo, su deseo de que se haga justicia por lo que le aconteció en Güllen aún sigue vivo. Alfred merece ser castigado por su traición. Por ello, dará 1000 de sus millones a Güllen sólo si se acepta su condición: que alguien lo mate. El alcalde rechaza indignado la oferta en nombre de la ciudad. En nombre de la humanidad. Antes pobres, afirma, que con las manos manchadas de sangre. Bien, esperaré, responde Claire.
Pocos días después Alfred observa que todos los habitantes de Güllen lucen zapatos amarillos nuevos. Los parroquianos compran a crédito en su tienda más y más caros productos. Alfred comienza a sospechar que todos aguardan a que alguien se atreva a asesinarle. Atemorizado, acude al jefe de policía para rogarle que detenga a Claire por amenazar su vida. Éste le rechaza amablemente mientras en su boca brilla un nuevo diente de oro. Alfred se dirige entonces al alcalde, que trata de disuadirle de sus sospechas con una nueva corbata anudada a su cuello, un cigarro de lujo entre sus dedos y una máquina de escribir último modelo sobre su escritorio. Por todas partes se escucha el rumor de radios y televisores nuevos en las casas de Güllen. Por último, Alfred visita al párroco, quien, en medio del repiqueteo de una nueva campana en la torre de la iglesia, insiste en que no debe preocuparse más que por la salvación de su alma y por la vida eterna. Aunque Alfred intenta huir, la ciudad en pleno se lo impide.
Hay que reconocer que se portó como un cerdo, han empezado a murmurar los parroquianos a su paso. También la propia mujer de Alfred, que ha reformado la tienda y estrena elegantes vestidos. Su hijo se pasea por la ciudad en un flamante coche nuevo. Su hija recibe junto a sus amigas clases de tenis. Cuando el maestro de la ciudad le cuenta que ha intentado sin éxito ablandar el corazón de Claire, Alfred, impotente, dice aceptar su culpa: Yo he convertido a Claire en lo que es. Y el maestro le da la razón: En efecto, usted tiene la culpa de todo lo que pasa. Ha sabido por la propia Claire que ésta fue comprando todas las fábricas de Güllen y provocando su ruina. Como en una tragedia griega, únicamente la muerte de Alfred acabará con la maldición caída por su causa sobre la ciudad.
El alcalde prepara una asamblea donde todos los ciudadanos del pueblo votarán si deben aceptar o no la donación de Claire. Pero antes de su celebración visita por última vez a Alfred para instarle al suicidio. Su obligación moral, afirma, sería terminar él mismo con su vida. A fin de cuentas, sería lo justo para la comunidad y la liberaría de cometer un delito del que Alfred es por completo responsable. Por lo demás, ¿qué otra cosa haría un hombre de honor, sino sacrificarse por el bien de su ciudad natal y así poner fin a la miseria, a los niños hambrientos en Güllen? Debe aprovechar la oportunidad que se le ofrece para reparar su falta y recuperar con ello al menos, antes de su muerte, un poco de su dignidad.
Ante la negativa de Alfred, la asamblea se celebra. Aceptar o no la donación de la millonaria Claire no es, proclama el alcalde, una cuestión de dinero, de bienestar, sino de justicia. Porque los ciudadanos de Güllen han vivido ya demasiados años en la injusticia al tolerar el crimen perpetrado contra Claire. ¿Estáis dispuestos ahora a realizar el ideal de la justicia?, pregunta a la asamblea. ¡Sólo si os sentís incapaces de consentir el mal, sólo si os resulta imposible vivir en un mundo viciado por el aire de la injusticia, podéis aceptar con la conciencia tranquila los millones y cumplir la condición que la donación lleva implícita! Todos los ciudadanos, excepto Alfred, alzan sus manos a favor de la donación. La prensa y las mujeres abandonan la sala. Cuando Alfred es conducido al escenario, una muchedumbre silenciosa se abalanza sobre él.
Nada más comprensible ahora que la indignación de Bernard-Henry Lévy en "Enemigos públicos": en la tragedia de Dürrenmatt los habitantes de Güllen representan la plasmación más extrema del sentido degenerado de la frase pronunciada por Goethe, "Más vale una injusticia que un desorden". Pues lo que sucede en Güllen no es solamente que la injusticia de asesinar a Alfred sea preferible al desorden de su comunidad, y por esta razón sus habitantes opten por la injusticia con el fin de restaurar el orden perdido. En Güllen, la perspectiva del orden social impone la siniestra transformación de la injusticia en la verdadera justicia. En Güllen, es ese orden de la comunidad, el de la muchedumbre asesina movida por su afán de prosperidad económica, el que decide lo que es justo y no lo es, haciendo evaporarse en el aire la injusticia del crimen cometido.
Nada más comprensible ahora, también, que la fragilidad del significado de la palabra justicia allí donde ésta se enfrenta al deseo humano de abundancia y riqueza. Lo cual quizá explique que esta obra de Dürrenmatt se haya leído igualmente como la plasmación más extrema de la moral del individuo moderno en las sociedades capitalistas.
Digamos para finalizar, en descarga de mi admirado Michelle Houellebecq, que éste comienza la siguiente carta en respuesta a Lévy declarando entender la frase de Goethe exactamente en el mismo sentido que él. Quién desee saber por qué, que no deje de leer este genial y apasionante duelo epistolar.
A propósito del tema de la guerra Houellebecq cita en una de sus cartas una frase de Goethe que en apariencia denotaría un flagrante e incluso perverso conservadurismo: "Más vale una injusticia que un desorden". En su respuesta Lévy se revuelve indignado y advierte a Houellebecq que el sentido original de esa afirmación de Goethe es exactamente el contrario del que por lo general se le atribuye: el escritor alemán la pronunció durante la Revolución Francesa, poco después de haber contribuido a impedir el linchamiento de un soldado francés; la injusticia valorada por Goethe como superior al desorden consistió en salvar la vida de un soldado enemigo que probablemente fuera un gran criminal; el desorden habría sido permitir su asesinato al populacho ávido de sangre. Lévy dice detestar profundamente esa frase tal y como suele ser utilizada: con el fin de justificar el sacrificio del individuo en aras del orden establecido, para legitimar el atropello de inocentes en nombre de la estabilidad de la maquinaria social y política. En definitiva, con el objetivo de validar la injusticia sobre un elemento del sistema por el bien de su estructura global. Y es aquí donde confiesa que, cada vez que escucha esa odiosa, para él mortífera sentencia, en su memoria reaparece, junto a otros personajes reales o ficticios, el tendero Alfred Ill, la víctima sacrificada en pro de la prosperidad de la comunidad en la tragedia de Dürrenmatt "La visita de la vieja dama".
La acción se desarrolla en la pequeña ciudad de Güllen, inexplicablemente arruinada para desesperación de sus habitantes mientras asisten al florecimiento económico de las demás localidades de la región. Han depositado todas sus esperanzas de salir de la miseria en la visita de Claire Zachanassian, que abandonara la ciudad siendo muy joven y ahora regresa convertida en una excéntrica multimillonaria: Claire, antes Klara, ha estado realizando obras benéficas en las ciudades cercanas. ¿Qué no hará entonces por Güllen?
Alfred Ill, un tendero tan apreciado en la ciudad que se prevé como el próximo alcalde, fue novio de Claire antes de su partida. Junto a las personalidades más destacas de Güllen, la recibe en la estación y ambos evocan los tiempos de su noviazgo. La ciudad ha preparado una comida de bienvenida para Claire y aguarda impaciente que ésta explique el motivo de su visita. El alcalde pronuncia un caluroso discurso elogiando a la millonaria, proclamando su alegría por su vuelta a su ciudad natal. Finalmente Claire anuncia que está dispuesta a regalar a Güllen 1000 de sus millones: 500 para la ciudad, y 500 a repartir entre sus habitantes. Pero sólo con una condición: les dará el dinero a cambio de justicia. ¡La justicia no se puede comprar!, exclama escandalizado el alcalde. Todo se puede comprar, replica Claire. Y a continuación les recuerda lo que todos los habitantes de Güllen parecen haber olvidado: Claire quedó embarazada de Alfred, quien se negó a reconocer la paternidad de la criatura en su vientre y sobornó a dos jóvenes para que en el juicio afirmaran haberse acostado con ella. En avanzado estado de gestación, aún adolescente, en una fría noche de invierno y todavía sintiendo las burlonas miradas de desprecio sobre sus espaldas, Claire se vio forzada a abandonar la ciudad. Para sobrevivir hubo de dedicarse a la prostitución y su bebé murió con apenas un año. Pero su suerte cambió y ahora nada en la abundancia. Sin embargo, su deseo de que se haga justicia por lo que le aconteció en Güllen aún sigue vivo. Alfred merece ser castigado por su traición. Por ello, dará 1000 de sus millones a Güllen sólo si se acepta su condición: que alguien lo mate. El alcalde rechaza indignado la oferta en nombre de la ciudad. En nombre de la humanidad. Antes pobres, afirma, que con las manos manchadas de sangre. Bien, esperaré, responde Claire.
Pocos días después Alfred observa que todos los habitantes de Güllen lucen zapatos amarillos nuevos. Los parroquianos compran a crédito en su tienda más y más caros productos. Alfred comienza a sospechar que todos aguardan a que alguien se atreva a asesinarle. Atemorizado, acude al jefe de policía para rogarle que detenga a Claire por amenazar su vida. Éste le rechaza amablemente mientras en su boca brilla un nuevo diente de oro. Alfred se dirige entonces al alcalde, que trata de disuadirle de sus sospechas con una nueva corbata anudada a su cuello, un cigarro de lujo entre sus dedos y una máquina de escribir último modelo sobre su escritorio. Por todas partes se escucha el rumor de radios y televisores nuevos en las casas de Güllen. Por último, Alfred visita al párroco, quien, en medio del repiqueteo de una nueva campana en la torre de la iglesia, insiste en que no debe preocuparse más que por la salvación de su alma y por la vida eterna. Aunque Alfred intenta huir, la ciudad en pleno se lo impide.
Hay que reconocer que se portó como un cerdo, han empezado a murmurar los parroquianos a su paso. También la propia mujer de Alfred, que ha reformado la tienda y estrena elegantes vestidos. Su hijo se pasea por la ciudad en un flamante coche nuevo. Su hija recibe junto a sus amigas clases de tenis. Cuando el maestro de la ciudad le cuenta que ha intentado sin éxito ablandar el corazón de Claire, Alfred, impotente, dice aceptar su culpa: Yo he convertido a Claire en lo que es. Y el maestro le da la razón: En efecto, usted tiene la culpa de todo lo que pasa. Ha sabido por la propia Claire que ésta fue comprando todas las fábricas de Güllen y provocando su ruina. Como en una tragedia griega, únicamente la muerte de Alfred acabará con la maldición caída por su causa sobre la ciudad.
El alcalde prepara una asamblea donde todos los ciudadanos del pueblo votarán si deben aceptar o no la donación de Claire. Pero antes de su celebración visita por última vez a Alfred para instarle al suicidio. Su obligación moral, afirma, sería terminar él mismo con su vida. A fin de cuentas, sería lo justo para la comunidad y la liberaría de cometer un delito del que Alfred es por completo responsable. Por lo demás, ¿qué otra cosa haría un hombre de honor, sino sacrificarse por el bien de su ciudad natal y así poner fin a la miseria, a los niños hambrientos en Güllen? Debe aprovechar la oportunidad que se le ofrece para reparar su falta y recuperar con ello al menos, antes de su muerte, un poco de su dignidad.
Ante la negativa de Alfred, la asamblea se celebra. Aceptar o no la donación de la millonaria Claire no es, proclama el alcalde, una cuestión de dinero, de bienestar, sino de justicia. Porque los ciudadanos de Güllen han vivido ya demasiados años en la injusticia al tolerar el crimen perpetrado contra Claire. ¿Estáis dispuestos ahora a realizar el ideal de la justicia?, pregunta a la asamblea. ¡Sólo si os sentís incapaces de consentir el mal, sólo si os resulta imposible vivir en un mundo viciado por el aire de la injusticia, podéis aceptar con la conciencia tranquila los millones y cumplir la condición que la donación lleva implícita! Todos los ciudadanos, excepto Alfred, alzan sus manos a favor de la donación. La prensa y las mujeres abandonan la sala. Cuando Alfred es conducido al escenario, una muchedumbre silenciosa se abalanza sobre él.
Nada más comprensible ahora que la indignación de Bernard-Henry Lévy en "Enemigos públicos": en la tragedia de Dürrenmatt los habitantes de Güllen representan la plasmación más extrema del sentido degenerado de la frase pronunciada por Goethe, "Más vale una injusticia que un desorden". Pues lo que sucede en Güllen no es solamente que la injusticia de asesinar a Alfred sea preferible al desorden de su comunidad, y por esta razón sus habitantes opten por la injusticia con el fin de restaurar el orden perdido. En Güllen, la perspectiva del orden social impone la siniestra transformación de la injusticia en la verdadera justicia. En Güllen, es ese orden de la comunidad, el de la muchedumbre asesina movida por su afán de prosperidad económica, el que decide lo que es justo y no lo es, haciendo evaporarse en el aire la injusticia del crimen cometido.
Nada más comprensible ahora, también, que la fragilidad del significado de la palabra justicia allí donde ésta se enfrenta al deseo humano de abundancia y riqueza. Lo cual quizá explique que esta obra de Dürrenmatt se haya leído igualmente como la plasmación más extrema de la moral del individuo moderno en las sociedades capitalistas.
Digamos para finalizar, en descarga de mi admirado Michelle Houellebecq, que éste comienza la siguiente carta en respuesta a Lévy declarando entender la frase de Goethe exactamente en el mismo sentido que él. Quién desee saber por qué, que no deje de leer este genial y apasionante duelo epistolar.