jueves, 24 de marzo de 2011

Justicia


Alcalde: La donación de Claire Zachanassian es aceptada. Por unanimidad. No por el dinero -
Comunidad: no por el dinero -
Alcalde: sino por la justicia -

Comunidad: sino por la justicia -
Alcalde: y por una cuestión de deber moral.
Comunidad: y por una cuestión de deber moral.
Alcalde: Pues no podemos vivir tolerando un crimen entre nosotros -
Comunidad: Pues no podemos vivir tolerando un crimen entre nosotros -

Alcalde: que debemos extirpar -

Comunidad: que debemos extirpar -
Alcalde: para que nuestras almas no se pierdan -
Comunidad: para que nuestras almas no se pierdan -

Alcalde: ni nuestros bienes más sagrados.
Comunidad: ni nuestros bienes más sagrados.
Alfred (grita): ¡Dios mío!

La visita de la vieja dama - Friedrich Dürrenmatt.


Pocos libros de los que han caído en mis manos en los últimos tiempos me han proporcionado tanto placer como el recientemente publicado "Enemigos públicos", un intercambio epistolar por momentos agrio, por momentos conmovedor e intimista, en cada una de sus páginas siempre reflexivo e iluminador, entre dos figuras en principio situadas en los extremos más opuestos del horizonte cultural francés: el polémico, nihilista, depresivo novelista Michelle Houellebecq y el intelectual comprometido, mediático, bon vivant Bernard-Henry Lévy. Y una pequeña parte de ese placer proviene del hecho de haberme recordado una inquietante obra de teatro del genial Friedrich Dürrenmatt que leí hace ya demasiados años y que prácticamente se había borrado de mi cabeza.

A propósito del tema de la guerra Houellebecq cita en una de sus cartas una frase de Goethe que en apariencia denotaría un flagrante e incluso perverso conservadurismo: "Más vale una injusticia que un desorden". En su respuesta Lévy se revuelve indignado y advierte a Houellebecq que el sentido original de esa afirmación de Goethe es exactamente el contrario del que por lo general se le atribuye: el escritor alemán la pronunció durante la Revolución Francesa, poco después de haber contribuido a impedir el linchamiento de un soldado francés; la injusticia valorada por Goethe como superior al desorden consistió en salvar la vida de un soldado enemigo que probablemente fuera un gran criminal; el desorden habría sido permitir su asesinato al populacho ávido de sangre. Lévy dice detestar profundamente esa frase tal y como suele ser utilizada: con el fin de justificar el sacrificio del individuo en aras del orden establecido, para legitimar el atropello de inocentes en nombre de la estabilidad de la maquinaria social y política. En definitiva, con el objetivo de validar la injusticia sobre un elemento del sistema por el bien de su estructura global. Y es aquí donde confiesa que, cada vez que escucha esa odiosa, para él mortífera sentencia, en su memoria reaparece, junto a otros personajes reales o ficticios, el tendero Alfred Ill, la víctima sacrificada en pro de la prosperidad de la comunidad en la tragedia de Dürrenmatt "La visita de la vieja dama".

La acción se desarrolla en la pequeña ciudad de Güllen, inexplicablemente arruinada para desesperación de sus habitantes mientras asisten al florecimiento económico de las demás localidades de la región. Han depositado todas sus esperanzas de salir de la miseria en la visita de Claire Zachanassian, que abandonara la ciudad siendo muy joven y ahora regresa convertida en una excéntrica multimillonaria: Claire, antes Klara, ha estado realizando obras benéficas en las ciudades cercanas. ¿Qué no hará entonces por Güllen?

Alfred Ill, un tendero tan apreciado en la ciudad que se prevé como el próximo alcalde, fue novio de Claire antes de su partida. Junto a las personalidades más destacas de Güllen, la recibe en la estación y ambos evocan los tiempos de su noviazgo. La ciudad ha preparado una comida de bienvenida para Claire y aguarda impaciente que ésta explique el motivo de su visita. El alcalde pronuncia un caluroso discurso elogiando a la millonaria, proclamando su alegría por su vuelta a su ciudad natal. Finalmente Claire anuncia que está dispuesta a regalar a Güllen 1000 de sus millones: 500 para la ciudad, y 500 a repartir entre sus habitantes. Pero sólo con una condición: les dará el dinero a cambio de justicia. ¡La justicia no se puede comprar!, exclama escandalizado el alcalde. Todo se puede comprar, replica Claire. Y a continuación les recuerda lo que todos los habitantes de Güllen parecen haber olvidado: Claire quedó embarazada de Alfred, quien se negó a reconocer la paternidad de la criatura en su vientre y sobornó a dos jóvenes para que en el juicio afirmaran haberse acostado con ella. En avanzado estado de gestación, aún adolescente, en una fría noche de invierno y todavía sintiendo las burlonas miradas de desprecio sobre sus espaldas, Claire se vio forzada a abandonar la ciudad. Para sobrevivir hubo de dedicarse a la prostitución y su bebé murió con apenas un año. Pero su suerte cambió y ahora nada en la abundancia. Sin embargo, su deseo de que se haga justicia por lo que le aconteció en Güllen aún sigue vivo. Alfred merece ser castigado por su traición. Por ello, dará 1000 de sus millones a Güllen sólo si se acepta su condición: que alguien lo mate. El alcalde rechaza indignado la oferta en nombre de la ciudad. En nombre de la humanidad. Antes pobres, afirma, que con las manos manchadas de sangre. Bien, esperaré, responde Claire.

Pocos días después Alfred observa que todos los habitantes de Güllen lucen zapatos amarillos nuevos. Los parroquianos compran a crédito en su tienda más y más caros productos. Alfred comienza a sospechar que todos aguardan a que alguien se atreva a asesinarle. Atemorizado, acude al jefe de policía para rogarle que detenga a Claire por amenazar su vida. Éste le rechaza amablemente mientras en su boca brilla un nuevo diente de oro. Alfred se dirige entonces al alcalde, que trata de disuadirle de sus sospechas con una nueva corbata anudada a su cuello, un cigarro de lujo entre sus dedos y una máquina de escribir último modelo sobre su escritorio. Por todas partes se escucha el rumor de radios y televisores nuevos en las casas de Güllen. Por último, Alfred visita al párroco, quien, en medio del repiqueteo de una nueva campana en la torre de la iglesia, insiste en que no debe preocuparse más que por la salvación de su alma y por la vida eterna. Aunque Alfred intenta huir, la ciudad en pleno se lo impide.

Hay que reconocer que se portó como un cerdo, han empezado a murmurar los parroquianos a su paso. También la propia mujer de Alfred, que ha reformado la tienda y estrena elegantes vestidos. Su hijo se pasea por la ciudad en un flamante coche nuevo. Su hija recibe junto a sus amigas clases de tenis. Cuando el maestro de la ciudad le cuenta que ha intentado sin éxito ablandar el corazón de Claire, Alfred, impotente, dice aceptar su culpa: Yo he convertido a Claire en lo que es. Y el maestro le da la razón: En efecto, usted tiene la culpa de todo lo que pasa. Ha sabido por la propia Claire que ésta fue comprando todas las fábricas de Güllen y provocando su ruina. Como en una tragedia griega, únicamente la muerte de Alfred acabará con la maldición caída por su causa sobre la ciudad.


El alcalde prepara una asamblea donde todos los ciudadanos del pueblo votarán si deben aceptar o no la donación de Claire. Pero antes de su celebración visita por última vez a Alfred para instarle al suicidio. Su obligación moral, afirma, sería terminar él mismo con su vida. A fin de cuentas, sería lo justo para la comunidad y la liberaría de cometer un delito del que Alfred es por completo responsable. Por lo demás, ¿qué otra cosa haría un hombre de honor, sino sacrificarse por el bien de su ciudad natal y así poner fin a la miseria, a los niños hambrientos en Güllen? Debe aprovechar la oportunidad que se le ofrece para reparar su falta y recuperar con ello al menos, antes de su muerte, un poco de su dignidad.

Ante la negativa de Alfred, la asamblea se celebra. Aceptar o no la donación de la millonaria Claire no es, proclama el alcalde, una cuestión de dinero, de bienestar, sino de justicia. Porque los ciudadanos de Güllen han vivido ya demasiados años en la injusticia al tolerar el crimen perpetrado contra Claire. ¿Estáis dispuestos ahora a realizar el ideal de la justicia?, pregunta a la asamblea. ¡Sólo si os sentís incapaces de consentir el mal, sólo si os resulta imposible vivir en un mundo viciado por el aire de la injusticia, podéis aceptar con la conciencia tranquila los millones y cumplir la condición que la donación lleva implícita! Todos los ciudadanos, excepto Alfred, alzan sus manos a favor de la donación. La prensa y las mujeres abandonan la sala. Cuando Alfred es conducido al escenario, una muchedumbre silenciosa se abalanza sobre él.

Nada más comprensible ahora que la indignación de Bernard-Henry Lévy en "Enemigos públicos": en la tragedia de Dürrenmatt los habitantes de Güllen representan la plasmación más extrema del sentido degenerado de la frase pronunciada por Goethe, "Más vale una injusticia que un desorden". Pues lo que sucede en Güllen no es solamente que la injusticia de asesinar a Alfred sea preferible al desorden de su comunidad, y por esta razón sus habitantes opten por la injusticia con el fin de restaurar el orden perdido. En Güllen, la perspectiva del orden social impone la siniestra transformación de la injusticia en la verdadera justicia. En Güllen, es ese orden de la comunidad, el de la muchedumbre asesina movida por su afán de prosperidad económica, el que decide lo que es justo y no lo es, haciendo evaporarse en el aire la injusticia del crimen cometido.

Nada más comprensible ahora, también, que la fragilidad del significado de la palabra justicia allí donde ésta se enfrenta al deseo humano de abundancia y riqueza. Lo cual quizá explique que esta obra de Dürrenmatt se haya leído igualmente como la plasmación más extrema de la moral del individuo moderno en las sociedades capitalistas.


Digamos para finalizar, en descarga de mi admirado Michelle Houellebecq, que éste comienza la siguiente carta en respuesta a Lévy declarando entender la frase de Goethe exactamente en el mismo sentido que él. Quién desee saber por qué, que no deje de leer este genial y apasionante duelo epistolar.

miércoles, 9 de marzo de 2011

Saltar del barco


De entre esas percepciones difusas que nos acompañan prácticamente desde que tenemos uso de razón, pero que sólo con el transcurrir de los años logramos identificar al hallarlas formuladas en palabras entre las páginas de un libro, hay una en la que me reconozco especialmente: existir bajo la forma de los extraños animales que somos significa habitar en la constitutiva, radical, inalienable y profundamente desarraigante imposibilidad de sentirse en este mundo como en casa. Hasta el punto de que toda relación de familiaridad con ese mundo, toda visión de éste como un hogar, aparece como un constructo de variable fragilidad destinado a encubrir esa inhospitalidad originaria. La intuimos bajo el poderoso influjo de ciertos estados de ánimo particularmente desasosegantes, a través de los cuales se nos revela que, en el seno de esta constante lucha contra la nada impuesta sobre nuestras cabezas desde que abandonamos el vientre materno, no cabe sentirse como en casa. Estados de ánimo que, con terrible crudeza, nos ponen de manifiesto cómo el lugar donde siempre acecha la amenaza inminente -y más cierta que ninguna otra certeza- del regreso seguro a esa nada, nunca representará un verdadero hogar.

No es ninguna novedad para quienes seguís desde largo la andadura de este blog mi obsesión por este tema, presente de forma más o menos directa, más o menos tangencial, en varias de sus entradas, y quizá incluso motivo que recurrentemente colorea sin siquiera mencionarse el tono de gran parte de ellas. Pues bien, hoy he querido traerlo una vez más a colación -aun a riesgo de aburriros ya definitivamente con él- porque mi obsesiva relación con esta cuestión comienza a cobrar, de un tiempo a esta parte, un cariz que nunca hasta ahora había mostrado: asumida la imposibilidad esencial de sentirse en este mundo como en casa, así como la forzosa búsqueda y creación de los lazos que nos permitan ocultar esa inhospitalidad primigenia derivada de ella, últimamente se ha apoderado de mí la sensación de que no el mundo en cuanto tal, sino este mundo concreto, el que día a día se dibuja con el curso de los acontecimientos, el que se fragua con la introducción de nuevas leyes, el que resulta del comportamiento de quienes en él toman decisiones, se está convirtiendo en un lugar a mis ojos cada vez más inhóspito. Tan inhóspito que reiteradamente me sorprende un absurdo deseo que en callado diálogo conmigo misma me lleva a exclamar: ¡Qué ganas de saltar de este barco! Absurdo porque sé perfectamente que, tal vez en absoluto y sin duda desde mis singulares circunstancias, no hay espacio alternativo alguno al que saltar y no me queda, por tanto, más remedio que permanecer en el barco y tratar de acomodarme al rumbo que lo guía.

No, no soy tan ingenua: ya ni recuerdo cuándo descubrí que este mundo concreto, el que me ha tocado vivir, con su particular configuración, nunca sería un mundo amable para quienes nacimos pobres y carentes de poder. Nunca lo fue, es cierto, para todos aquellos que en similares condiciones hubieron de sufrir en sus propias carnes la maldición bíblica de tener que destinar una parte abusiva del tiempo de sus vidas a procurarse el sustento diario. Pero, a diferencia de los hombres y mujeres de otras épocas de la historia, los trabajadores del siglo XXI hemos de cargar además con la conciencia de que los trazos más gruesos de ese rostro inhóspito que el mundo nos ofrece en la actualidad provienen del indecente fracaso de una de las esperanzas menos utópicas y más potencialmente factibles de la humanidad: que el progreso de la razón científica moderna, con su intrínseca vinculación a la producción técnica, al surgimiento y perfeccionamiento de la máquina, acabaría, si no por liberarnos definitivamente del penoso castigo del trabajo, sí por aliviarnos de él de manera significativa.

Bien, es obvio que hemos logrado inventar y producir tantas máquinas como jamás llegaran a soñarse en el pasado. Máquinas que, en efecto, al reemplazar y multiplicar exponencialmente en su rendimiento el esfuerzo humano, son capaces no sólo de asegurar nuestra subsistencia, sino también de devolvernos por fin el tan preciado tiempo de vida que el perverso dios cristiano nos hurtó bajo el pretexto del pecado. Sin embargo, es otro hecho igualmente palmario que sólo un ridículo porcentaje de la humanidad ha conseguido sustraerse a la condena ancestral, o estaría en disposición de hacerlo si recordara su condición de castigo, mientras nada en la más obscena y aberrante abundancia a costa de la perpetuación de la maldición para su gran mayoría. Y como, además, la porción occidental más favorecida de esa gran mayoría parece también haber olvidado la tremenda injusticia de la que es víctima y ni siquiera rechista por ella gracias a las pequeñas alegrías que obtiene de su inmersión en la espiral consumista, hace ya mucho que entendí que, como miembro que soy de esa porción de la humanidad en su conjunto alienada y conformista, no me cabía sino resignarme y aceptar que habría de seguir invirtiendo una cantidad abusiva del tiempo de mi vida en procurarme el sustento -y yo como más bien poco-, un techo bajo el cual cobijarme, algunos libros de vez en cuando y poco más.

Lo entendí, sí. Pero ese ejercicio de resignación y aceptación que practico religiosamente a diario, cada mañana de jornada laboral que suena el despertador, cada noche en que me acuesto agotada y frustrada por no haber contado con las horas que desearía para hacer otras cosas al margen de trabajar, aún me cuesta demasiados empastes rotos a fuerza de apretar las mandíbulas. Omití comentar que también me ejercito en resignarme a incluir entre mis gastos la periódica factura del dentista.

Ya creía más o menos delimitado el conjunto de los factores sobre los que seguir practicando cada día la resignación y la aceptación, cuando nos sorprendió la crisis, los activos tóxicos y con ellos el anuncio en los periódicos por parte de grandilocuentes articulistas del antes y el después del capitalismo salvaje, de la inevitable alteración del modelo, del doloroso acontecimiento que por fin determinaba, sí o sí, la exigencia de cambio, la demolición del sistema insostenible. En contra de nuestras ilusiones, muchos intuíamos que mejor esperar sentados. Nuestras intuiciones se confirmaron: como en el juego de la ruleta, de nuevo ganaba la banca.

Más tarde llegaron las huelgas de protesta frente a las medidas adoptadas para salir de esa crisis provocada por la avaricia psicópata de los poderosos, y con ellas la decepción al comprobar la pasividad de quienes podían seguirla, la indignación al descubrir la impotencia de quienes, deseando hacerla, no se atrevían a permitírselo por ver peligrar sus puestos de trabajo -ese bien tan preciado en tiempos de crisis, da igual las horas de tiempo de vida que a uno le roben por él-, la incomprensión al constatar la falta de rebeldía de tantos y tantos que reivindicaban ferozmente su derecho a no hacer huelga. Como si las medidas adoptadas no fueran también contra ellos, contra sus familias, contra sus hijos, contra los hijos de sus hijos.

Poco después hube de empezar a hacer tremendos esfuerzos por asumir que, por si no era ya suficiente el ejercicio de resignación con el que cargaba, ahora se le sumaba el correspondiente al incremento de los años del tiempo de mi vida obligatoriamente destinados al sustento futuro, a la vejez presuntamente digna, a la siempre postergada, y ahora todavía más, propiedad del tiempo propio. Esta vez, increíble pero cierto, ya sin huelga ni protesta, sin reacción por parte de nadie, en la más silenciosa aceptación del engrandecimiento de la injusticia. Y, desde los últimos días, la exhortación, la demanda al precio de multa, a un nuevo ejercicio de resignación: emplear aún más tiempo de mi vida, de nuestras vidas, en desplazarnos a nuestros lugares de trabajo. Sin una sola reflexión, sin una sola mención en ningún medio de comunicación, acerca de las posibilidades que la tecnología ofrece para que algunos, bastantes, se liberen de la necesidad de perder ese precioso tiempo en autovías y autopistas -eso que se llama teletrabajo, debe de ser que ni políticos ni periodistas lo han oído nombrar jamás- y así nos liberen al resto de insalubres contaminaciones, de enervantes atascos, de gastos prescindibles, mientras ellos se ganan su sueldo en batín y zapatillas desde sus más humildes o pudientes hogares. Dando obcecadamente por sentado, a mayor beneficio a largo plazo de las petroleras, que cierto uso energético ligado estrechamente al trabajo constituye un factor inamovible en este mundo hostil cuyos costes sólo se pueden rebajar obligando al usuario a dilapidar más tiempo de su vida.

Y mientras tanto, y para más inri, el triunfo de la tiranía de la salud hipócrita que ya ni tan siquiera consiente ni un mísero reducto público para que los fumadores nos envenenemos a voluntad con el placer de la nicotina. Avalado encima por el aplauso generalizado de quienes, alentados a la más odiosa intolerancia, no comprenden que, bajo el imperio de las razones económicas, únicamente asisten a un nuevo paso hacia adelante del proceso de extensión incontrolada de esa lógica tiránica que -no tardaremos en ser testigos de ello- terminará por intevenir, más allá del humo del tabaco, en los hábitos alimenticios, deportivos o sexuales considerados poco saludables.

Pensaba igualmente que hacía tiempo que había alcanzado un grado notable de resignación ante la creciente estupidez, deficiencia mental e inmoralidad de la clase política. Y digo de la clase política porque, al menos en cuanto a estupidez y deficiencia mental -en la inmoralidad cabrían acaso ciertas matizaciones-, a incompetencia para argumentar con un mínimo de credibilidad y sin constantes y groseras mentiras las decisiones que toman o tomarían de ocupar el poder, todos y cada uno de ellos, con independencia del color de su bandera, me parecen idénticamente deleznables. Por desgracia, en estos últimos meses en los que el mundo me resulta un lugar cada vez más inhóspito, un lugar donde las posibilidades de sentirse -aunque sea ilusoriamente- como en casa se reducen a un ritmo vertiginoso, compruebo que no es así. Como compruebo en mis cada día más tensas mandíbulas que mi capacidad para el ejercicio de la resignación está rozando sus límites.

Definitivamente, ¡pero qué ganas de saltar de este barco!