En armonía con lo que viene sucediendo desde hace un par de semanas –no sé si se habrán ustedes percatado- no voy a tener más remedio que ausentarme durante algunas semanas más de esta casa y probablemente también de las suyas. Lamentablemente, me temo que debo de pertenecer a esa clase de seres que no son capaces de hacer dos cosas al mismo tiempo, o, en mi caso, de dedicar mi atención a dos cosas al mismo tiempo, más cuando una de ellas me absorbe hasta el punto de desdibujar del horizonte casi cualquier acontecimiento en el mundo.
Mientras el resto de la humanidad celebra la llegada del calor y dedica sus jornadas veraniegas a solearse en la playa, nadar en la piscina o dar paseos campestres, las mías transcurren conmigo enclaustrada entre las cuatro paredes de mi particular “oficina”, inmersa en la caótica pila de apuntes y libros que se agolpan sobre mi mesa de trabajo, y pegada en la pantalla del portátil a un documento de Word al que sólo muy lentamente y con ímprobo esfuerzo le van creciendo las palabras. Lo importante, sin embargo, es que después de varios años de lecturas por fuerza mil veces interrumpidas, de intensos centrifugados seguidos de bruscos y prolongados parones, de recorrer laboriosos caminos para verme después condenada, cual vulgar Penélope atrapada en el red de los hilos del olvido, a andarlos de nuevo como si por primera vez los pisaran mis pies, por fin, por fin, le van creciendo las palabras. Aunque es cierto que nunca más que en estos días he tenido tan presente esa frase que leí hace tiempo y que jamás –no, en este caso no– creo que olvide: “escribir es suicidarse”. Escribir según qué cosas, habría que matizarla desde mi propia perspectiva, es suicidarse.
Ahora, supongo que nada de lo que nos lleva a sentirnos vivos deja de acelerar en cierta medida la llegada de la muerte. Y yo, qué quieren que les diga, me siento a ratos exhausta, a ratos angustiada frente a los obstáculos y las dudas, a ratos enfadada con esta naturaleza obsesiva mía que apenas me permite pensar en otra cosa que no sea esto que tengo ahora entre manos –estás como ausente, me reprochan los amigos, como en aquel poema de Neruda- y mucho menos concentrarme mínimamente en cualquier otra actividad. Pero también me siento viva. Así que, por más que haya decidido emplear mi verano en suicidarme un poco, no hace falta que se preocupen por mí.
Ingrediente clave en esta espiral obsesiva, en absoluto desconocida para mí pero tal vez más acusada en estos momentos que en otras etapas de mi vida, es que el tiempo me apremia. Lo cual significa que si todo va bien, calculo que allá por septiembre esta suerte de castigo autoinfligido que me privará del moreno estival, esta a veces pesadilla voluntariamente escogida, habrá concluido o habrá concluido al menos en su parte más difícil y podré volver a tomar las riendas de esta casa y a pasearme y demorarme tranquilamente por las suyas.
Disfruten mientras tanto, cada cual como mejor le parezca -ya ven a partir de mi ejemplo que cualquier rareza vale- del calor veraniego y de las vacaciones, y nos vemos en unas cuantas semanas.
Besos para todos!
Mientras el resto de la humanidad celebra la llegada del calor y dedica sus jornadas veraniegas a solearse en la playa, nadar en la piscina o dar paseos campestres, las mías transcurren conmigo enclaustrada entre las cuatro paredes de mi particular “oficina”, inmersa en la caótica pila de apuntes y libros que se agolpan sobre mi mesa de trabajo, y pegada en la pantalla del portátil a un documento de Word al que sólo muy lentamente y con ímprobo esfuerzo le van creciendo las palabras. Lo importante, sin embargo, es que después de varios años de lecturas por fuerza mil veces interrumpidas, de intensos centrifugados seguidos de bruscos y prolongados parones, de recorrer laboriosos caminos para verme después condenada, cual vulgar Penélope atrapada en el red de los hilos del olvido, a andarlos de nuevo como si por primera vez los pisaran mis pies, por fin, por fin, le van creciendo las palabras. Aunque es cierto que nunca más que en estos días he tenido tan presente esa frase que leí hace tiempo y que jamás –no, en este caso no– creo que olvide: “escribir es suicidarse”. Escribir según qué cosas, habría que matizarla desde mi propia perspectiva, es suicidarse.
Ahora, supongo que nada de lo que nos lleva a sentirnos vivos deja de acelerar en cierta medida la llegada de la muerte. Y yo, qué quieren que les diga, me siento a ratos exhausta, a ratos angustiada frente a los obstáculos y las dudas, a ratos enfadada con esta naturaleza obsesiva mía que apenas me permite pensar en otra cosa que no sea esto que tengo ahora entre manos –estás como ausente, me reprochan los amigos, como en aquel poema de Neruda- y mucho menos concentrarme mínimamente en cualquier otra actividad. Pero también me siento viva. Así que, por más que haya decidido emplear mi verano en suicidarme un poco, no hace falta que se preocupen por mí.
Ingrediente clave en esta espiral obsesiva, en absoluto desconocida para mí pero tal vez más acusada en estos momentos que en otras etapas de mi vida, es que el tiempo me apremia. Lo cual significa que si todo va bien, calculo que allá por septiembre esta suerte de castigo autoinfligido que me privará del moreno estival, esta a veces pesadilla voluntariamente escogida, habrá concluido o habrá concluido al menos en su parte más difícil y podré volver a tomar las riendas de esta casa y a pasearme y demorarme tranquilamente por las suyas.
Disfruten mientras tanto, cada cual como mejor le parezca -ya ven a partir de mi ejemplo que cualquier rareza vale- del calor veraniego y de las vacaciones, y nos vemos en unas cuantas semanas.
Besos para todos!