Sabes que todos nacemos con una gran oquedad en medio del pecho. Una hendidura profunda y perpetua que, como una boca siempre hambrienta, debe nutrirse de afectos y ya desde el origen, desde el primer llanto, reclama con voracidad su alimento.
Se dice que su nutriente más preciado es el Amor, ese afecto de los afectos que rebaja y debilita cualquier otra forma del cariño, poderoso motor que, según viejas leyendas, rebasaría incluso las fronteras de la muerte. No me negarás que algo de razón hay en ello. En él se proyecta la garantía del alimento diario exigido por la brecha que nos parte, la presunta seguridad de la satisfacción de sus demandas en alma y en cuerpo, el abrazo al corazón entrevisto a través de la oquedad y también los besos a la piel de sus bordes prohibidos para otros afectos.
Sin embargo, no se te escapa que su búsqueda puede convertir esos labios en fauces dentadas que acaben devorándote a ti mismo. La fuerza del Amor lo torna el más peligroso de los sustentos. Pues allí donde más vivamente sientes que algo te colma, con mayor contundencia brota el miedo a perderlo. Por su causa, la antigua carencia familiar y domesticada, la falta sobre la que te alzabas con calma contenida antes de su venida, llegará a parecerte la muerte misma. Se trata de estar atento al rugido de león hambriento que resuena al fondo de tu propia voz: si permites que se apodere de ella, cada jirón de carne que engulla estará tragando un pedazo de ti mismo.
Hoy oigo en ti al león y me muestras las heridas sangrantes de sus mordiscos, los lugares de tu anatomía que has desgarrado y entregado para el cumplimiento de un deseo ajeno incierto y tantas veces inventado. Siempre perteneciste a los carentes, los más desastidos frente a las embestidas del Amor, dada el hambre ancestral que bulle en tu hendidura tras una infancia sombría y repleta de faltas agudas. Me cuentas de tu falseamiento, de tu decir de ti lo que no es y tu plegarte a lo que no quieres, sólo para retener aquello que te alimenta. De la dicha fugaz transformada en pura angustia, en cálculo y estrategia. Del comercio al que sometes cada fibra de tu ser, en venta por unas pocas caricias. Revolviéndote contra ti mismo preguntas que quién no se vende, quién no está ya vendido de antemano. Pero ambos somos conscientes de que, siendo inevitable venderse para sobrevivir, cabe excluir la autodestrucción de la economía del Amor. Sólo hay que quererlo y estar dispuesto al combate.
Dentro de la espiral, doblegado por el mecanismo, has creído ver la luz en la suplantación de ese Amor que te ahora te destruye por otro que te reviva, en la sustitución de un veneno por otro. Ahora compruebas lo provisorio y dañino de ese camino, que únicamente conduce a agudizar la sensación de falta, el hambre y un cruel recorte en los plazos de su satisfacción.
Barajamos sin convicción la posibilidad de la negación, del destierro del Amor, de la convivencia dolorosa pero tranquila con la renuncia asumida. Porque reconoces la castración que supone, el férreo y agotador ejercicio de displina y rechazo contrarios a la riqueza.
Los dos sabemos de una tercera vía. La más difícil, pero quizás la más sabia: la del equilibrista, que se arriesga a subir con todo su peso a las alturas y sólo por ello le es dado contemplar los más hermosos paisajes. Que se atreve a caminar por la cuerda floja haciendo reposar su carne y su brecha sobre él mismo. Que acepta la inseguridad y confía en otra malla de afectos que amortigüe el golpe en la caída o simplemente en la dureza de su piel curtida. Que tiene la certeza de que la carencia nunca dejará de ser un espacio habitable y avanza por ello con la libertad de la ausencia del miedo a perder. Afianzándose en cada paso hacia adelante, deteniéndose si sopla el viento, balanceándose suavemente para preservar su propio equilibrio.
¿Apostaremos por ella?
Se dice que su nutriente más preciado es el Amor, ese afecto de los afectos que rebaja y debilita cualquier otra forma del cariño, poderoso motor que, según viejas leyendas, rebasaría incluso las fronteras de la muerte. No me negarás que algo de razón hay en ello. En él se proyecta la garantía del alimento diario exigido por la brecha que nos parte, la presunta seguridad de la satisfacción de sus demandas en alma y en cuerpo, el abrazo al corazón entrevisto a través de la oquedad y también los besos a la piel de sus bordes prohibidos para otros afectos.
Sin embargo, no se te escapa que su búsqueda puede convertir esos labios en fauces dentadas que acaben devorándote a ti mismo. La fuerza del Amor lo torna el más peligroso de los sustentos. Pues allí donde más vivamente sientes que algo te colma, con mayor contundencia brota el miedo a perderlo. Por su causa, la antigua carencia familiar y domesticada, la falta sobre la que te alzabas con calma contenida antes de su venida, llegará a parecerte la muerte misma. Se trata de estar atento al rugido de león hambriento que resuena al fondo de tu propia voz: si permites que se apodere de ella, cada jirón de carne que engulla estará tragando un pedazo de ti mismo.
Hoy oigo en ti al león y me muestras las heridas sangrantes de sus mordiscos, los lugares de tu anatomía que has desgarrado y entregado para el cumplimiento de un deseo ajeno incierto y tantas veces inventado. Siempre perteneciste a los carentes, los más desastidos frente a las embestidas del Amor, dada el hambre ancestral que bulle en tu hendidura tras una infancia sombría y repleta de faltas agudas. Me cuentas de tu falseamiento, de tu decir de ti lo que no es y tu plegarte a lo que no quieres, sólo para retener aquello que te alimenta. De la dicha fugaz transformada en pura angustia, en cálculo y estrategia. Del comercio al que sometes cada fibra de tu ser, en venta por unas pocas caricias. Revolviéndote contra ti mismo preguntas que quién no se vende, quién no está ya vendido de antemano. Pero ambos somos conscientes de que, siendo inevitable venderse para sobrevivir, cabe excluir la autodestrucción de la economía del Amor. Sólo hay que quererlo y estar dispuesto al combate.
Dentro de la espiral, doblegado por el mecanismo, has creído ver la luz en la suplantación de ese Amor que te ahora te destruye por otro que te reviva, en la sustitución de un veneno por otro. Ahora compruebas lo provisorio y dañino de ese camino, que únicamente conduce a agudizar la sensación de falta, el hambre y un cruel recorte en los plazos de su satisfacción.
Barajamos sin convicción la posibilidad de la negación, del destierro del Amor, de la convivencia dolorosa pero tranquila con la renuncia asumida. Porque reconoces la castración que supone, el férreo y agotador ejercicio de displina y rechazo contrarios a la riqueza.
Los dos sabemos de una tercera vía. La más difícil, pero quizás la más sabia: la del equilibrista, que se arriesga a subir con todo su peso a las alturas y sólo por ello le es dado contemplar los más hermosos paisajes. Que se atreve a caminar por la cuerda floja haciendo reposar su carne y su brecha sobre él mismo. Que acepta la inseguridad y confía en otra malla de afectos que amortigüe el golpe en la caída o simplemente en la dureza de su piel curtida. Que tiene la certeza de que la carencia nunca dejará de ser un espacio habitable y avanza por ello con la libertad de la ausencia del miedo a perder. Afianzándose en cada paso hacia adelante, deteniéndose si sopla el viento, balanceándose suavemente para preservar su propio equilibrio.
¿Apostaremos por ella?