Una cuestión que todo el mundo se ha planteado alguna vez, bien en relación a sí mismo, bien en relación a los demás, es la de si los seres humanos somos capaces de cambiar a voluntad, es decir, si podemos modificar rasgos de nuestro carácter, hábitos o nuestra manera de vivir en el momento en que nos lo proponemos. Probablemente sea la frase "las personas no cambian" la que en lo concerniente a este tema más a menudo he oído a lo largo de mi vida. E incluso los más pesimistas suelen afirmar que las personas indudablemente cambian, pero siempre a peor. Sin embargo, la película "Otra mujer" (Another Woman, 1988) se encuentra entre mis favoritas de las dirigidas por Woody Allen precisamente porque, según la entiendo, apuesta por la tesis contraria, al menos en lo que respecta al cambio por el que cabe apostar cuando determinados aspectos de uno mismo hasta entonces encubiertos salen a la luz. Aun cuando no todo sea cuestión de decisión y voluntad, sino también de azar, ese gran componente de nuestra existencia que en un momento dado puede brindarnos la oportunidad de enfrentarnos a nosotros mismos y evaluar si aquello que somos es realmente lo que quisimos o queremos ser.
Marion Post (Gena Rowlands) es una prestigiosa profesora de filosofía que, cumplidos los cincuenta, se ha tomado un año sabático para escribir un libro. El ruido de unas obras en la casa vecina a la suya la han obligado a alquilar un apartamento en el centro donde disponga de la tranquilidad necesaria para trabajar. Marion parece una mujer plenamente satisfecha con su vida: ha triunfado en su carrera, está casada con el hombre que ha elegido, y es admirada por sus colegas y alumnos. Pero cuando por un defecto en los conductos de la ventilación comience a escuchar casualmente las conversaciones que una mujer embarazada (Mia Farrow), tendente a la depresión y asustada ante su próxima maternidad, mantiene con su psiquiatra, entrará en un imparable proceso de reflexión sobre su propia trayectoria vital que hará zozobrar la imagen que hasta ese punto ha tenido de sí misma.
A lo largo de varios días, Marion se verá constantemente asaltada por sus recuerdos: su juventud y las expectativas de su padre hacia ella; el modo injusto en que éste tratara a su hermano, siempre a la sombra de sus éxitos y al que valora como un hombre fracasado; su primer matrimonio con un profesor universitario que acabaría suicidándose tras su separación; su negativa a tener el hijo que ambos habían concebido para poder proseguir con su carrera; y, fundamentalmente, el recuerdo de Larry (Gene Hackman), un apasionado periodista enamorado de ella y por el que se sintió poderosamente atraída, pero al cual rechazó para elegir a su actual marido, hombre más acorde con su representación, un tanto calculadora, de lo que debe ser una relación amorosa.
Al hilo de ciertos encuentros casuales, este proceso de introspección vendrá a revelarle paulatinamente una verdad que siempre se ha ocultado a sí misma: Marion se descubre como una mujer que se ha negado a conceder un lugar en su vida a las emociones, a los sentimientos, y no sólo a los suyos propios sino también a los de la gente que la rodea; como una mujer que, haciendo prevalecer los dictados de su razón por encima de los impulsos de su corazón, se ha decantado fríamente por el pensamiento, tan valorado en su profesión, para impedirse sentir y dejarse afectar por las emociones de los demás. Detrás de todo ello se vislumbra claramente un miedo tenaz a perder el control sobre su vida, a desviarse de los objetivos que se ha marcado, erigidos en férreo muro que utiliza para protegerse de aquellos aspectos de la existencia humana que sólo al precio de la distorsión o incluso aniquilación se dejan dominar racionalmente. Dolorosamente, Marion será consciente por primera vez en su vida de que no es una mujer verdaderamente querida, sino tan sólo admirada por su brillantez, pero también temida e incluso odiada por su frialdad, por su ceguera ante los sentimientos ajenos y el sufrimiento provocado por ésta.
El guión de esta película es una adaptación libre de "Fresas Salvajes" (Ingmar Bergman, 1959), y su hechura y recursos narrativos dejan ver con nitidez la gran influencia del director sueco en Woody Allen. Sin embargo, la diferencia fundamental entre ambas películas residiría, a mi juicio, en que, en oposición al característico pesimismo de Bergman, "Otra mujer" sí contempla la posibilidad del cambio y de la reconducción de la propia vida. Frente al anciano profesor de "Fresas salvajes", cuyo ajuste de cuentas consigo mismo acontece ante la cercanía de la muerte, limitando toda posible reconciliación con su vida al refugio en los recuerdos de su infancia, Marion Post aún puede mirar hacia adelante y proyectarse hacia el futuro desde la intención de subsanar los errores cometidos. Porque gracias a ese viaje al interior de sí misma y al diálogo que con ocasión de ello emprende con los que le rodean, Marion se descubrirá a su vez como una mujer tan capaz de sentir como cualquier otra si algún día se atreve por fin, despojándose del miedo, a concederse esa libertad. Y con ello se le hará evidente que su propia felicidad pasa necesariamente por una transformación de sí en esa dirección hacia la cual, a través de ese viaje, ya se ha puesto en camino.
Os dejo de nuevo con un poema de Rilke, titulado "Torso de Apolo arcaico", evocado por Marion no por casualidad en el transcurso de la película y que constituye una hermosa invitación al cambio y a la transformación de sí:
No conocemos la inaudita cabeza
en que maduraron los ojos. Pero
su torso arde aún como un candelabro
en el que la vista, tan sólo reducida,
persiste y brilla. De lo contrario no te
deslumbraría la saliente de su pecho,
ni por la suave curva de las caderas viajaría
una sonrisa hacia aquel punto en que colgara el sexo.
No seguiría en pie esta piedra desfigurada y rota
bajo el arco transparente de los hombros
ni brillaría como piel de fiera;
ni centellaría por cada uno de sus lados
como una estrella: porque aquí no hay un solo
lugar que no te vea. Debes cambiar tu vida.
en que maduraron los ojos. Pero
su torso arde aún como un candelabro
en el que la vista, tan sólo reducida,
persiste y brilla. De lo contrario no te
deslumbraría la saliente de su pecho,
ni por la suave curva de las caderas viajaría
una sonrisa hacia aquel punto en que colgara el sexo.
No seguiría en pie esta piedra desfigurada y rota
bajo el arco transparente de los hombros
ni brillaría como piel de fiera;
ni centellaría por cada uno de sus lados
como una estrella: porque aquí no hay un solo
lugar que no te vea. Debes cambiar tu vida.