Cuando nos enseñaron el mapa y pudimos empezar interpretarlo, vimos que ante nosotros se abrían múltiples y diferentes caminos. Unos conducían a un prado soleado lleno de amapolas. Otros a un pequeño risco en la ladera de una montaña. Otros a la orilla de un río. Por alguno de esos destinos había que decidirse. Valoramos pros y contras. El prado era cálido pero tal vez un poco monótono. El risco parecía un poco incómodo pero ofrecía vistas grandiosas. Junto a la orilla del río nunca nos faltaría agua fresca, pero quizás hiciera demasiada humedad. Al final elegimos un lugar. Desde él nos asomamos cada mañana al mundo. Es nuestro lugar, aquél por el que optamos. Hemos aprendido a reconocerlo, a sacarle partido, a disfrutar de sus ventajas. Sabemos que hay otros lugares. Que podíamos haber optado por ellos. Pero también sabemos que si nos decidimos por ése que habitamos fue por razones que probablemente aún nos convencen.
Sin embargo, a veces nos es dado conocer un poco más de cerca alguno de aquellos lugares que no son el nuestro. Aquellos lugares que podíamos haber elegido pero desechamos. Si el nuestro es el prado, contemplamos maravillados el hermoso paisaje que ofrece el risco. Si optamos por el risco, descubrimos de repente el frescor del agua junto al cauce del río. Si nos decidimos por el río, percibimos con sorpresa la calidez del prado.
La tentación de despreciar aquellos lugares que no son el nuestro es entonces grande. Tal vez porque en ese momento comenzamos a dudar de que nuestra elección fuera la acertada. Es posible que aún tengamos la posibilidad de cambiar de lugar. Pero quizás suceda que nos hayamos acomodado al nuestro y no nos resulte fácil decidirnos por el traslado, o simplemente que no encontremos suficientes motivos para hacerlo. Aun así dudamos. Por ello preferimos cerrar los ojos ante el horizonte abierto y ocultarnos su belleza. Mojamos un pie en el agua y queremos pensar que está demasiado fría. Nos tumbamos al sol y nos quejamos del calor, añorando la sombra.
Es aquí cuando nos equivocamos. Porque sea cual sea el lugar en el que estemos, lo más honesto es reconocer que, pese a sus ventajas, pese a su bonanza, algo hemos perdido. Algo que es, cuanto menos, tan valioso como lo mejor del nuestro. ¿Negaremos que la calidez, la belleza, o el frescor, son deseables en sí mismos?
Otra cosa es que no tengamos más remedio que optar por uno de esos lugares, y que elegir uno implique renunciar a los otros.
Pero si negamos la pérdida que esa elección entraña, no sólo nos estaremos privando de la posibilidad, si es que aún nos queda, de habitar en otros lugares. También habremos empezado a negar a quienes, a diferencia de nosotros, los eligieron. Y con ellos negaremos en nosotros a los que nunca seremos pero podríamos haber sido.
Y entonces ya no sabremos ni quiénes somos.