Días gélidos los de este otoño que se acaba ya. Noches sin nubes, helada segura hasta que el sol funda el manto de escarcha. Ayer a mediodía salí a dar una vuelta hacia la zona rural de esta ciudad de provincias que está pegando a mi domicilio. Para salir hacia el campo abierto se accede por un estrecho pasadizo entre dos huertos aprovechados en la trasera de las casas. Los vecinos de la casa de la esquina decidieron criar gallinas y las dejan sueltas en su huerto aledaño. Acostumbro a pasar como vecina infinidad de veces. Las gallinas crían y tiene pollitos y hay dos gallos, también. Uno es negro y lustroso y el otro es blanquinegro. El gallo blanquinegro es joven. Todas las gallináceas, a pesar de estar acostumbradas a nuestro deambular, corren despavoridas en cuanto pasas a su lado.
Gallito joven atacando a la espera de bolsazo.¿Dije todas? Todas, no. El gallo blanquinegro te desafía y salta a tu pie con los espolones por delante. Ayer, cuando me lo encontré en el camino echó las patas para adelante atacando mi pie izquierdo como si fuera el niñato de kárate kid adoptando el salto de la grulla. Me atacó la primera vez y volvía a ello así que le arreé un bolsazo al muy gallito. No me hizo herida porque llevaba las botas de gore-tex, pero ostras lo que duelen los espolones del demonio alado aquél.
Hala, ya me he creado un enemigo en el vecindario.