Perro ladrando a la luna.- JOAN MIRO
Aquella mañana, cuando se oyó el ladrido del perro por vez primera, las calles olían a pan candeal recién horneado, a verde yerba fresca salpicada de rocío, a besos calientes abandonados entre sábanas arrugadas.
Al segundo ladrido, las golondrinas ponen en orden sus planes de vuelo, las aceras se despueblan de sombras y la alondra planea por las lindes de los arrabales con su grito áspero y gangoso que despierta a los trasnochadores.
Una calandria, contoneándose en pretil de los sueños, le silba su canto a la moza madrugadora que barre su puerta.
Un rumor de vida a contrapelo que emerge con el alba, apenas permite oír el tercer ladrido del perro.
Se han desbocado los diales. Las ondas se tiñen de ponzoña y toda la mañana, apenas iniciada, se viste con el cotidiano chafarrinón que ensucia claridades.
Las engoladas voces de los de siempre, ofrecen su baratija deteriorada con las ínfulas de los que se creen en poder de todas las verdades.
Políticos, como tahúres con cartas marcadas, mercachifles y trujamanes, tertulianos de “todo a cien”, princesas del pueblo y de las otras que tienden sus trapos sucios en tendederos de vergüenza, gerifaltes con sueldos más blindados que sus coches y sus rostros, deportistas de élite con España en el corazón y la muñeca y Luxemburgo en la cartera, banqueros con la voracidad prendida en la misma solapa donde cuelga la dorada leontina y el pin del último desfalco.
Una caterva de sucios buhoneros que apagan los saludos y palidecen las sonrisas.
Ya no se escuchan ladridos. Se ha roto el paisaje y solo queda sitio para el mordisco y la rabia.
La mañana se tiñe de un temor oscuro, de saludos devorados, de pasos apresurados.
Arriba, el cielo con su azul perplejo alberga golondrinas transportadoras de sueños.
Los perros merodean las esquinas oliendo podredumbre.
Se acabó el rosicler del alba, el paso de las horas alimenta soledades.