lunes, 28 de mayo de 2012

NEFASTO NANNI MORETTI


Como estaba previsto, Nanni Moretti se ha comportado presidiendo el jurado de Cannes como un pontífice caprichoso y narcisista, imponiendo durante la depresiva ceremonia de clausura un reino de mediocridad ética y estética en una selección oficial que ya dejaba bastante que desear. Como no podía ser de otro modo, ese reino de infecciosa insignificancia es consonante con los valores más mediocres, signos de una grave bancarrota ideológica, que proliferan hoy en el mundo cultural europeo: el gregarismo, la tibieza, el conformismo, el consenso de baja definición, la corrección política, la condescendencia y la demagogia, el humanitarismo, la cursilería, el academicismo y, el peor de todos porque es el efecto colateral del dominio de todos estos, el tedio, sí, el tedio o el aburrimiento. Un cine de y para asistentes sociales, que es en lo que acabaremos convertidos todos los ciudadanos de las sociedades occidentales si alguna catástrofe (un desastre real que nos convierta por una vez en verdaderas víctimas y no en lacrimógenos testigos del mal ajeno) no lo remedia pronto. Moretti, cineasta que respeto hasta cierto punto pero cinéfilo que detesto sin concesiones, se ha sumado con su actitud prepotente al coro transnacional de idiotas que han denigrado la película de David Cronenberg Cosmópolis basada en la espléndida novela de DeLillo (la estimulante rueda de prensa, donde Cronenberg y DeLillo se sientan codo con codo a defender la propuesta de la película, puede verse aquí). Cosmópolis es una de las pocas películas de toda la selección que, en la situación crítica presente, se atrevía a enfrentarse cara a cara con el mal contemporáneo: el capitalismo dominante y sus secuelas nefastas y secuaces abyectos en todos los niveles. Ponerle pegas morales o estéticas a su discurso, como habrá hecho en privado el bueno de Nanni para enmascarar de nobleza y buenas intenciones su falso gesto de repulsa humanista, en pro de artefactos biempensantes y académicos como los de Haneke, Mungiu, Garrone y (¡horror!) Loach, me parece no solo un gesto de una inoportunidad vergonzosa sino de una ramplonería de miras indigna de un festival de esta categoría. Solo obras artísticas de esta clase polémica y provocativa pueden decir la verdad, sí, la verdad, aunque sea sesgada, o parcial, o plagada de errores y de confusión, de excesos y defectos. No importa, no es el momento de volverse puntillosos, no están los tiempos para perderlos poniendo objeciones a los que se arriesgan y se atreven sin miedo donde otros, por conformismo o cobardía, van sobre seguro y solo saben pulsar los nervios consensuados de antemano. La verdad es oscura y perturbadora y no el radiante anuncio publicitario de una ONG financiada por la generosidad del estado o algún multimillonario filántropo. La verdad hiere nuestras más profundas convicciones y creencias y no estos productos anestésicos de un humanismo subvencionado, huero y estéril como el promovido por el beato Moretti y su troupe de turiferarios (patéticos Gautier, McGregor, Arnold, Kruger y demás cómplices del yerro fenomenal). Los siniestros potentados que han sumido al mundo en la actual depresión se ríen a carcajadas de cromos melifluos y emotivos como los recompensados por su santidad Moretti, con los que se nutre de buenos sentimientos y mala conciencia a la desorientada ciudadanía para entontecerla y someterla aún más…
Así que, para desagraviar en lo posible a DeLillo y, de paso, a Cronenberg, recupero lo que escribí en Quimera sobre la novela del primero en el momento de su aparición y que bien puede servir de presentación, a pesar de los cambios esenciales introducidos por el cineasta, de la única película que en este momento me excita ver (por fortuna, en menos de tres semanas podré satisfacer ese deseo en París, donde ya se ha estrenado).
           
UNA VIDA DEMASIADO CONTEMPORÁNEA

Desde las páginas de Millenium People, la nueva novela de James Ballard, nos asalta este comentario provocativo: “El ataque al World Trade Center en 2001 fue un valeroso intento de liberar a América del siglo XX”. Un designio análogo se ha propuesto Don DeLillo en Cosmópolis (Seix-Barral, trad.: Miguel Martínez-Lage, 2003), partiendo de la convicción de que vivimos hoy en las ruinas del futuro y “la narrativa del mundo se halla en manos de terroristas”. Y precisamente a la extracción de las consecuencias literarias derivadas de esta afirmación programática ha consagrado el acto terrorista de escribir una novela que consuma la filosofía narrativa subyacente a sus otras obras: “la destrucción forzosa” como principio vital que comparten, acaso sin saberlo, la experimentación capitalista, el terrorismo y, por qué no, la creación artística menos complaciente. De ahí también, quizá, la estupefacción, la repulsa y hasta el menosprecio que ha suscitado en ciertos críticos, reacios a percibir la vuelta de tuerca circense a que DeLillo ha sometido sus materiales habituales. En todo caso, lo que nadie podrá negar es que esta desafiante novela confirma de nuevo, aunque la academia sueca siga ignorándolo por razones espurias, la maestría suprema del novelista italo-americano al hacer legible la cacofonía primordial del caos contemporáneo (“su irrenunciable compromiso con los desafíos culturales y tecnológicos de nuestros días”, según Germán Sierra).
El gran aparato narrativo de DeLillo se soporta esta vez sobre tres pivotes centrales: el diseño irónico y alegórico de los personajes y la trama, el tratamiento cuántico del tiempo y el espacio, y la integración determinante de la tecnología en los dispositivos de la narración. Es sabido que DeLillo ha perfilado con los años una pragmática singular del personaje narrativo, una estética warholiana de la identidad como gran superficie desafectada y lisa, ligada a la lógica cultural del capitalismo tardío, esto es: los flujos del capital financiero globalizado y la información, la digitalización de lo real, la fugacidad de las modas y el consumo, el espectáculo masificado y las ficciones corporativas de la publicidad.
El protagonista absoluto de este accidentado viaje en limusina al fin de la noche artificial americana es Eric Michael Packer: un excéntrico millonario de diseño, un artista de las finanzas que vive instalado en el futuro, la personificación hiperbólica de todo lo que el sistema exhibe de seductor y estúpido, mezquino y fascinante, radiante y miserable, erótico y cínico, inteligente y patológico, admirable y repugnante, excesivo y mediocre, etc. A su alrededor, la trama unificada de la novela congrega un elenco de afanosos secundarios que lo restituyen al presente o al pasado: el jefe de seguridad, el chófer desfigurado, la directora financiera, el médico adjunto, el analista de divisas, la experta en teoría, la amante galerista, la guardaespaldas y también amante, el peluquero de la infancia, y, sobre todo, la esposa, Elise Schfrin, hija de familia millonaria y poeta, que no tiene nada, excepto dinero y clase, de lo que Packer pueda desear. De hecho, uno de los recursos vertebrales de esta novela tragicómica lo constituye la serie de encuentros y desencuentros de la dudosa pareja, cada uno más esquivo e inútil que el anterior, en los que Packer comprueba en vivo la triste condena de los parias de la tierra: el dinero no es el talento, ni la belleza, ni la sensualidad, ni el amor, pero vale por todos ellos, aunque no pueda comprarlos. Desde La fiesta de Gerald de Robert Coover (o, si se prefiere, desde su amarga revisión en John´s Wife) no se había vuelto a deconstruir con tanto humor e inteligencia la célula madre del desmadre matriarcal americano: la preservación de la atadura monógama en un entorno permanente de aventuras adulterinas. La imposible unión final de los esposos, cuando Packer y Elise se reencuentran totalmente desnudos y postrados, actuando como extras improvisados en medio de una multitud anónima de cuerpos igualmente desnudos y amontonados durante el rodaje de la última escena de una película de argumento desconocido que se ha quedado sin presupuesto, y acaban haciendo el amor desesperadamente contra una pared antes de despedirse para siempre, es uno de los momentos novelísticos más logrados de toda la obra de DeLillo (y uno que no habría escrito en ningún caso el autor de American Psycho, novela que algunos han querido emparentar en vano con ésta).
Pero el riesgo artístico que ha corrido DeLillo al escribir esta fábula posmoderna afecta principalmente a la instancia narrativa. La extrañeza procede, en este caso, de la conflictiva concepción del tiempo que la sustenta, el choque de temporalidades discordantes dentro del mismo sistema (“necesitamos una nueva teoría del tiempo”, anuncia la experta en teoría). La cronología cosmopolita, dislocada y repetitiva, la determina el hecho de que el capital nunca duerme ni descansa y el futuro se adelanta a su verificable advenimiento (de ahí los numerosos nombres y objetos percibidos por Packer como desfasados). Una temporalidad urbana sobrecargada de acontecimientos, por tanto, donde la novedad aparece institucionalizada y la idea de cambio constante se apodera del funcionamiento general sin introducir, al mismo tiempo, ninguna verdadera transformación. Así, Cosmópolis se constituye en un mundo espaciotemporal complejo que la limusina y su ocupante principal atraviesan, de la mañana a la noche, en una sola jornada alegórica, en estado de trance hipnótico, casi visionario. En gran parte de la novela Packer se comporta como un espectador partícipe de un circuito de imágenes que aglutina los recuerdos, las fantasías, las vivencias y las visiones en un tiempo espacializado y cristalino (el sistema de cámaras y monitores instalado en la mónada de la limusina convierten a Packer en un telespectador omnímodo de su entorno íntimo y del mundo exterior).
La maliciosa sabiduría de DeLillo como novelista de costumbres se demuestra, sin embargo, en la intuición del paradójico deseo de extinción que acaba contagiando a los privilegiados agentes del sistema en su trato promiscuo con el capital (el sangriento asesinato de un colega visto una y otra vez en televisión sería una de las muestras anecdóticas de esa obsesión autodestructiva). Y esta misma es la lógica catastrófica que trama la deriva suicida de Packer y lo conduce a encontrarse, no por azar, con el resentido personaje de Richard Sheets (o Benno Levin, su seudónimo como escritor extremista de un equivalente actual de las Notas del subsuelo: “Quiero escribir diez mil páginas que paren en seco al mundo”), un vengativo empleado de su empresa despedido por ineficiente y refugiado ahora en un edificio ruinoso y abandonado (y es en las delirantes escenas de este duelo dostoievskiano entre Packer y Sheets donde Cosmópolis, imprevisiblemente, acierta a formular una alternativa axiomática al nihilismo de diseño de El club de la lucha). En otro nivel de análisis, sin embargo, la gran interrogación política que DeLillo parece proponer al lector de esta descripción paroxística de tópicos contemporáneos es por qué la perversión del sistema consigue extraer toda su fuerza efectiva de ese mismo anhelo de autodestrucción; o bien: cómo entender que la misma desmesura y violencia que lo alimentan a diario son las que podrían aniquilarlo de una vez por todas.
Por esta razón, es en la manipulación creativa de la tecnología en su conexión con la muerte donde DeLillo alcanza un virtuosismo inigualable. Más allá de la omnipresencia de sofisticados gadgets y aparatos electrónicos de todo tipo, la invención suprema de la novela radica en el momento del tránsito de Packer, narrado a través de una ingeniosa prolepsis: estratagema retórica con la que la narración se impone sobre la ficción para señalar esa muerte individual y transformarla en utópica cancelación del sistema. Es más que irónico que Packer contemple la escena anticipada de su asesinato a través de la esfera de su reloj de pulsera reconvertido ahora en una minúscula pantalla donde el tiempo se ha terminado y sólo se proyectan imágenes fragmentarias de las postrimerías. Tiempo muerto en estado puro, un futuro vacante tras la detonación liberadora.

lunes, 21 de mayo de 2012

DAVID FOSTER WALLACE DESPRECIA A KATY PERRY


EL MALENTENDIDO

Parábola heterosexual de la era postporno

¿Y si la diferencia sexual no fuera simplemente un hecho biológico sino lo Real de un antagonismo que define a la humanidad, de modo que una vez abolida la diferencia sexual el ser humano se vuelva indistinguible de la máquina?
-Slavoj Žižek-

El escritor David Foster Wallace está tendido boca arriba en la cama de la habitación de un motel. Desnudo, revisando con incredulidad la lista de las cien celebridades más poderosas del mundo incluida en el último número de la revista Forbes. Pegada a él, la cantante californiana Katy Perry, que ocupa el octavo puesto en esa lista, tumbada boca abajo sobre las sábanas, también desnuda, se está pintando las uñas de las manos con un nuevo esmalte, azul celeste, de Chanel. Los dos se hablan sin mirarse ni abandonar la actividad en la que aparentan estar concentrados.
-¿Sabes ya lo que vas a hacer mañana?
-No sé, creo que iré a ver a mamá. Pero después, no sé.
-Ven a buscarme si quieres. A las cuatro salgo de mi clase de Teoría Narrativa.
-Sí, a lo mejor voy a buscarte.
-Muy bien.
-Siento tu desprecio cuando me hablas.
-¿Qué?
-Como lo oyes.
-Cómo te voy a despreciar.
-Sí, lo haces, aunque no quieras reconocerlo.
-No es verdad. En realidad me gustas mucho.
-¿Ves mis pies en el espejo?
-Sí.
-¿Los encuentras bonitos?
-Sí, mucho.
-¿Y mis tobillos? ¿Te gustan mis tobillos?
-Sí.
-¿Te gustan mis rodillas también?
-Sí, me gustan mucho tus rodillas.
-¿Y mis muslos?
-También.
-¿Ves mi culo en el espejo?
-Sí.
-¿Te parecen bonitas mis nalgas?
-Sí, mucho.
-¿Quieres que me arrodille para verlas mejor?
-No, está bien así.
-Y mis tetas, ¿te gustan mis tetas?
-Sí, me encantan, ya lo sabes.
-Suavemente, David. No tan fuerte, por favor.
-Lo siento, Katy, no quería hacerte daño.
-¿Qué prefieres, mis tetas o mis pezones?
-No sé. Son lo mismo, ¿no?
-Si tú lo dices. Y mis hombros, ¿te gustan?
-Sí.
-A mí no. No son bastante torneados.
-No estoy de acuerdo.
-¿Y mis brazos?
-Eh, sí, sí.
-¿Te gustan mi manos? Dime, ¿te gustan, sí o no?
-Sí, me gustan mucho.
-¿Y mi cara?
-También.
-¿Te gusta todo? ¿Mi boca? ¿Mis ojos? ¿Mi nariz? ¿Mis orejas? ¿Mis pómulos?
-Sí, sí, todo.
-Así que me amas totalmente.
-Sí. Te amo totalmente, tiernamente, trágicamente.
-Ves como me desprecias.
-Si tú lo dices.

lunes, 14 de mayo de 2012

EL MUNDO CAPITALISTA ES UN PARQUE TEMÁTICO


Camille de Toledo se encuentra entre los jóvenes escritores franceses que más me interesan (en la gozosa compañía de Mathias Enard y de Claro, que es mayor que ambos, ¿para cuándo la traducción de la maravillosa novela Cosmoz de este último?). Quizá sea, de todos ellos, el más conectado a la realidad presente, esto es, más sensible a los sinuosos perfiles (políticos, artísticos, sociológicos, sexuales, teóricos, culturales, económicos, psicológicos, tecnológicos, lingüísticos, etc.) del simulacro contemporáneo. En época de monstruos y catástrofes (Alpha Decay, trad. de Juan Asís, 2012) es su primera novela traducida al español y vale, por inteligencia, inventiva e imaginación, por casi todas las novedades publicadas en los últimos meses. Además, Camille de Toledo es miembro fundador de la Sociedad Europea de Autores y Traductores, desde donde se defiende la idea, que comparto con entusiasmo, de la literatura europea como vasto espacio transnacional donde dialogan los autores y las obras en una Babel promiscua de lenguas y culturas como la diseñada por Joyce en Finnegans Wake.

"El capitalismo aspiraba, como siempre, a borrar la desdicha y el riesgo de existir".
-Camille de Toledo-

Dejen lo que estén leyendo y atiendan al discurso de esta novela deslumbrante donde la ficción y la teoría, la sátira social y la descripción crítica alcanzan una amalgama digna de los laboratorios más sofisticados para dar cuenta de la realidad del siglo XXI. ¿De la realidad de qué?, se preguntará el lector escéptico. Sí, como lo oyen, de la realidad del siglo XXI (“¡Oh, siglo XXI del vértigo y del hambre! ¿Qué vas a hacer con nosotros?... ¿En qué pesadillas seremos englutidos?”, pp. 270-271). La realidad figurativa de un siglo que, sea lo que sea, está en pleno proceso de definición, configurándose al mismo tiempo que vivimos en él y lo padecemos o gozamos, en tiempo real o diferido, según los casos. El mundo intrascendente de “la era Dubái del capitalismo”. Este es el modo en que esta novela (“un péplum o un blockbuster”) de uno de los más originales jóvenes escritores franceses (Camille de Toledo; Lyon, 1976) nos propone designar el mundo contemporáneo. Ese espacio interferido por la arquitectura y la tecnología más avanzada se encarna en un parque temático de última generación (Parí´s) situado en el desierto tejano y diseñado a escala, como una maqueta, para alojar todo lo monstruoso y lo catastrófico de este mundo, como un zoológico posthumano regido por el principio pornográfico del hedonismo publicitario y mediático (“cada calle y cada callejón se asemejó pronto a un cuadro del Bosco. Un alegre parque temático, del cual se hubieran borrado las llamas, donde el infierno se trocara en paraíso y el ocre abrasador se aligerase con dulces tintes barnizados. Un Bosco sin Dios, sin hogueras ni penitencias, un Bosco pintado para parecerse a un puesto de chucherías. Un Bosco por fin pop…” (p. 125); no me olvido, al citar estas líneas esclarecedoras, de que el título de la primera edición de esta novela, antes de su revisión integral, era L´Inversion de Hieronymus Bosch).
Habría que preguntarse por qué, en estas complejas circunstancias, la metáfora del parque temático es la forma más lógica y convincente de representar el proceso de la globalización y el sometimiento de la realidad al reino de lo virtual y la simulación. Ya lo había mostrado George Saunders en su espléndida colección de ficciones Guerracivilandia en ruinas, pero De Toledo da una vuelta de tuerca definitiva a los planteamientos estéticos de precursores como Ballard (La exhibición de atrocidades, “El parque temático más grande del mundo”, Bienvenidos a Metro-Centre, entre otras obras) y Angela Carter (Las infernales máquinas del deseo del Dr. Hoffman, La pasión de la nueva Eva) para concebir una novela donde puede experimentar sin límites con una visión del presente tan barroca como realista. O, más bien, hiperrealista y apocalíptica en un sentido inesperado (“En época de monstruos y catástrofes, la humanidad pierde el equilibrio. La realidad aparece por fin como lo que es. Una fábrica eterna, infinita, tejida con lenguas muertas, con reflejos inadaptados, con delirios que los periódicos hacen pasar por comentarios..., p. 286).
La conspiración es la forma atea de la superstición, se dice en algún momento álgido (p. 146) de este libro incendiario para la inteligencia. La conspiración: otro nombre de la racionalidad absoluta que guía el destino del mundo hacia su final programado, hacia el eterno retorno del simulacro. Esa catástrofe digital será retransmitida por todas las televisiones al mismo tiempo, pero no por ello será menos real. Quizá por eso, si tuviera que elegir me quedaría con dos secuencias narrativas de un ingenio supremo. La primera es el capítulo titulado “Reproducción técnica del Mesías”, donde un canal llamado Real TV retransmite en directo el parto de ocho candidatas a adquirir el rango de “Virgen María” solo por dar a luz a un bebé considerado mesiánico. La segunda, en el capítulo “Coincidencia reivindicada de dos muertes sonadas”, constituye un irónico ajuste de cuentas literario y quizá ético: los falsos suicidios de Bret Easton Ellis y Michel Houellebecq, sacrificados como representantes destacados de la “banalidad libidinosa” del mundo espectacular.
En suma, esta novela excepcional, la primera entrega (o "primera capa de una sedimentación novelesca") de una tetralogía titulada Estratos, construye y destruye a la vez la alegoría de un mundo donde todo se experimenta como farsa. Una farsa infinita. Léanla para entender el mundo carnavalesco en el que viven. Este libro fascinante cumple, además, con la más alta misión de la novela contemporánea: elaborar contraficciones cada vez más inteligentes con las que burlar y burlarse de las seductoras ficciones del poder.

viernes, 4 de mayo de 2012

UNA HISTORIA CÓMICA DE ESPAÑA



Esta nueva entrega (Los inmortales, Alfaguara, 2012) remata la saga hispana de Manuel Vilas añadiéndole su ingrediente definitivo: la inmortalidad como máscara literaria de la caducidad del tiempo, la muerte y el apocalipsis de una cultura. Si en España (de la que dije mucho y bueno en su momento en este temprano post) Vilas oficiaba de forense de una España inmortal e inexistente recreada de la nada en su laboratorio poético, en Aire nuestro (2009), la segunda parte, desternillante, de esta trilogía jocoseria sobre la muerte y resurrección de España como ente singular en la historia del mundo, todo el funeral español (por una idea rabiosa y festiva de lo español) se volvía farsa televisiva, una sátira carnavalesca divertidísima sobre el mundo contemporáneo interpretado en clave de españolidad bufa y espectáculo subversivo de valores oficiales.
Certificada ya la muerte paródica del fantasma histórico llamado España, a Vilas (o Gran Vilas, como se autodenomina en su último poemario) ya solo le quedaba una oportunidad creativa para consumar su ambicioso ciclo narrativo. Rescatar del vertedero cultural ibérico al más grande de sus hijos, al gran Saavedra, el incombustible Cervantes, el demiurgo y forense de la Mancha como gran territorio mental de la ficción, el gran Capital de la cultura hispánica de todos los tiempos. No solo rescatarlo de la amnesia colectiva sino limpiarlo de la mugre y la grima con que siglos de malas interpretaciones lo habían ensuciado hasta desarmar su poder corrosivo sobre la realidad. Sí, porque Vilas sabe, con lucidez cervantina, que en un universo gobernado por el capitalismo tecnológico y neoliberal, la única opción de supervivencia de lo hispano es reivindicar su locura genuina, su sentido dionisíaco de la revolución y la fiesta, su tecnología secular del lenguaje, la mentalidad y la cultura.
Vilas es un humorista cáustico que se ríe a carcajadas hasta de su sombra, mucho más de la sombra de los otros, los que quieren hacerle sombra, siniestros pajarracos que imponen sus valores mezquinos en un mundo que ya pronto será invivible. Por esto no puede decirse que esto sea una novela, no, ni un ingenioso viaje por un espacio-tiempo picaresco y esperpéntico, ni una colección de relatos hilvanados para producir la iluminación mental del lector. No. Este libro es un tratado de supervivencia espiritual. Un breviario hilarante para salvar el sentido del humor como último resto humano de cordura. En un mundo desquiciado, la risa de la literatura es una garantía de salud mental.

jueves, 26 de abril de 2012

ZAPPING DE IDEAS



Zadie Smith es (con el permiso de ese crítico-puritano-modelo-histérico-de-todo-crítico-puritano-y/o-histérico llamado James Wood) la más brillante novelista inglesa del momento y al reunir estos textos dispares (Cambiar de idea, Salamandra) no solo está proporcionando una radiografía de su mundo intelectual, de ideas y sensaciones relacionadas con el arte, la literatura, el cine o la escritura, sino una lección práctica sobre la vida. Al llamarlos “ensayos ocasionales” y agruparlos al fin bajo una rúbrica irónica, Smith muestra que en el arte y en la vida todo es ocasional, esto es, producto del azar y de la elaboración, de la voluntad pero también del capricho, de la suerte y de la decisión personal que permite apropiarse de ella para darle algún sentido. En suma, estos ensayos le proporcionan a Smith la excusa perfecta para demostrar que lo que había en ellos de ocasional desaparece del todo al reunirse en un solo volumen sin perder la ocasión, nunca mejor dicho, de afirmar la incongruencia ideológica como única manera de no traicionar los propios sentimientos, convicciones y gustos.
Es un inmenso placer recorrer estas páginas siguiendo la estela de las ideas y los juicios de Smith, una lectora y una espectadora tan inteligente como emotiva, tan sutil como expresiva. La verdad es que Smith solo aspira a seducirnos, como todo buen escritor, para obligarnos a cambiar de idea en todo lo que habíamos dado por seguro con excesiva facilidad. De ese modo, terminamos convencidos de que Kafka es y no es el personaje carismático que la vulgata kafkiana había transmitido en todos estos años, o que Barthes y Nabokov, a pesar de todo, podrían encontrarse en un café parisino para intercambiar sin problemas sus contradictorias ideas sobre el lector y el autor, o que el modo clásico y el modo experimental de concebir la narrativa tienen mucho más en común de lo que la mayoría de los críticos puritanos y/o histéricos están dispuestos a reconocer, o que David Foster Wallace sufrió demasiado para poder decir algunas verdades al mundo en la misma lengua oscura y tortuosa en que ese mundo le habló al oído durante toda su vida. Y logra persuadirnos, además, de las razones por las que aún vale la pena leer: “para sentirme menos sola, para establecer una conexión con una conciencia que no es la mía”.
Pero también hay lugar en este libro para la levedad y es muy estimulante acompañar a Smith durante el año en que ejerció como crítico de estrenos cinematográficos, extrayendo la conclusión de que el cine comercial no solo tiene sus encantos, indudables, sino que puede decirnos tanto sobre el mundo actual, con todos sus estereotipos y estupidez consabida, como la novela más innovadora. Cuando visita Hollywood y sus aledaños estelares para asistir a la fiesta de los Oscar esperamos una crónica mundana chispeante y sarcástica, la confirmación de que ese lugar mítico es tan banal como recordamos, pero Smith aprovecha la ocasión, una vez más, para desplegar la misma mirada clínica que diagnostica no la enfermedad y la corrupción (Smith ignora lo que es el resentimiento) sino la salud y el brillo de las cosas con que ya nos había cautivado en los ensayos anteriores. Y es que Zadie Smith demuestra que un buen novelista, escriba sobre lo que escriba, Katherine Hepburn, E. M. Forster, George Eliot, Greta Garbo, Luchino Visconti o la vida y muerte de su padre, aplica siempre la misma agudeza y sensibilidad.

lunes, 16 de abril de 2012

CAÍN HACE CINE (EN BLANCO Y NEGRO)


Alguna vez él tuvo la pretensión de que sus comentarios, su ideología, sus principios estéticos hubieran hecho alguna mella en el lector, en otros críticos que parecen tener algún apego a lo que alguien ha llamado el «estilo cainita» (la mala fe, el doble sentido, están limados por el humor). No ha sido así.
GCI, “Estrenos a granel”, El cronista de cine, Galaxia Gutenberg, 2012, p. 1267.

No se puede negar que es una magnífica iniciativa la de publicar las obras completas de Guillermo Cabrera Infante comenzando por una colección exhaustiva de sus críticas y crónicas cinematográficas, editada y prologada por Antoni Munné. Todos los lectores del maestro cubano saben que su caso, como el de Jekyll y Hyde, es muy especial: el primer crítico de cine que ha pasado a la historia de la literatura por su extraordinaria innovación narrativa y estilística. En este sentido, la pertinencia de comenzar esta publicación masiva a partir de sus escritos relacionados con el cine es más pertinente de lo que parece a simple vista.
Cabrera Infante ya había escrito relatos con anterioridad al momento en que comenzó a ejercer de crítico de cine en la revista cubana Carteles en 1954 con el seudónimo G. Caín, ingenioso nombre de guerra inventado para burlarse del poder que pretendía silenciarlo o censurarlo. Pero no fue hasta comienzos de 1962, al publicar como libro una diezmada selección de sus críticas escritas hasta 1960 bajo el título Un oficio del siglo XX, cuando aparece en escena el genio excepcional y festivo de Cabrera Infante. La singularidad del libro no reside tanto en la inteligencia crítica de su visión de las distintas películas y, por tanto, del cine como arte paradigmático del siglo XX, sino en la transformación del crítico en cínico personaje de ficción, un ente imaginario que muestra así su carácter de ficción institucional, política y cultural. Este memorable compendio que recopila sus críticas y retrata con humor la carismática figura de G. Caín (reverso tenebroso y simétrico de Abel G., nombre sintético del director francés Abel Gance, “quien cuando se olvida de sus pretensiones trascendentales sabe crear movimiento y acción: hacer cine”, p. 601) puso las bases de su concepción cómica de la narrativa y supuso una primera tentativa de desestabilización de la lengua y la cultura canónicas, seguida enseguida por “Ella cantaba boleros”, germen expansivo de la revolucionaria novela Tres tristes tigres.
Las sorpresas que reserva para el lector este primer volumen de escritos cinematográficos son múltiples. Ahora es posible releer Un oficio del siglo XX en el contexto del magno magma de críticas semanales y seminales que Cabrera Infante descartó por diversas razones, no todas arbitrarias, de su elección definitiva. Los descubrimientos que le aguardan en otras secciones del voluminoso libraco no son menos estimulantes, comenzando por la sorprendente actualidad de sus recurrentes reflexiones sobre las mutaciones tecnológicas del cine (en especial el 3-D, de tanta actualidad en los cincuenta, era analógica de temprana competencia con la televisión, como ahora, en plena era digital de competencia con todos los medios electrónicos). Ver a un crítico contradecirse en sus juicios es siempre un placer, no cabe duda, en cine o en literatura, pero ver a una mente privilegiada como la de Caín afirmar en una crítica que el cine es solo entretenimiento, industria y comercio, para luego sorprenderlo unas páginas más allá afirmando, en un lúcido comentario sobre El gabinete del Dr. Caligari, precisamente, que gracias a esta película muda de 1920 el cine dejó de ser solo diversión para pasar a considerarse arte, es no solo una prueba de su evolución intelectual o estética sino una garantía de coherencia en la diversidad. Y es que el cine según Caín, en contra de los puritanos como de los mercachifles, de los ortodoxos de la cinefilia como de los amos del negocio, es un híbrido artístico, el divertimento de la inteligencia más espectacular y costoso de la historia, el arte más dependiente de sus condiciones de producción y recepción.
No pueden faltar los rasgos de humor desternillante en el libro de un autor que los prodigó en toda su literatura. Me quedo, en esta ocasión, con dos muestras hilarantes. En el obituario del director Cecil B. DeMille (“Las DeMille y una noches, o de cómo un hombre termina una era”) Caín señala cómo el entierro del aparatoso director fue de una sobriedad bressoniana impropia de su estética monumental y se atreve a señalar cómo las decenas de miles de figurantes y accesorios que abarrotan sus películas más famosas (Los diez mandamientos, Cleopatra, El signo de la cruz, Las cruzadas, Sansón y Dalila, etc.) debían haber acudido a llenar el vacío espectacular creado por la muerte súbita de DeMille (tras ascender a ritmo mosaico, en pos de las tablas de la ley de la gravedad, una empinada pirámide egipcia). El segundo ejemplo es más provocativo aún. En “Mamie en La Habana”, la especiada entrevista a Mamie Van Doren, una de las más paródicas imitadoras de la exuberancia carnal de Marilyn Monroe (clasificada justo después de Jayne Mansfield en la explotación pública de la abundancia mamaria), Caín se atreve a decirle a la estrella caricaturesca al concluir el encuentro furtivo: “Mucho busto”. A lo que Mamie, con exquisita educación, replica una ostensible obviedad: “El busto es mío”.
Cabrera Infante, como su (primer) alter ego G. Caín, era un gran cinéfago o film-buff, esto es, alguien para quien ver cine a diario era condición indispensable para vivir. Le gustaba el cine y lo consumía en exceso (o en excelso, como diría su otro yo Walter Ego). Lo aprendió todo (técnicas, referencias, diálogos, humor, etc.) de este medio artístico y le devolvió todo lo que había aprendido escribiendo críticas, guiones, artículos y ensayos. Pero nunca dirigió una película. Como muestra hasta la saciedad este tomo inagotable, de más de mil quinientas páginas, Cabrera Infante hizo cine por otros medios.

lunes, 9 de abril de 2012

LOGICUS SOLUS


A Walter Abish, por alfabetizar (las falsas impresiones de) África…

Locus Solus, la extravagante novela de Raymond Roussel (1877-1933), ocupa un lugar único en la historia de la literatura y no solo por sus originales trazas y su aún más original autor, sino sobre todo por la influencia que tuvo desde su aparición en los espíritus más inquietos y demás disidentes del gusto común. Una parte significativa de la literatura y el pensamiento del siglo XX podría escribirse solo tomando en cuenta a los autores que en algún momento sintieron la necesidad de indagar en la poderosa fascinación que Roussel y su excéntrica obra ejercía sobre ellos. Esta magnífica edición (Capitán Swing, Madrid, 2012), compuesta por un prólogo apologético de Jean Cocteau, el texto íntegro de Locus Solus (1914), su obra maestra y una de las cimas novelísticas del siglo XX, con una nueva traducción de Marcelo Cohen, y un apéndice teórico-crítico exhaustivo, incluye en el extenso elenco de escritores y filósofos, todos franceses excepto John Ashberry, a la mayoría de los que me contagiaron la pasión de leer a Roussel: Duchamp, por supuesto, y además Robbe-Grillet, Foucault y Sollers. Y, sin embargo, excluye toda mención a los dos escritores en español que con más entusiasmo, Julio Cortázar, o con más creatividad, Julián Ríos, celebraron la originalidad estética de la literatura de Roussel.
Pero, ¿por qué tanta fascinación y tanto entusiasmo por la difícil obra de Roussel? Me atreveré a proponer al menos tres razones y un corolario incuestionable. La primera bien podría ser la más importante: Roussel, como Lewis Carroll, pone en escena un mundo enteramente generado por los juegos de palabras y su lógica subversiva de deformación de la realidad, un mundo figurativo de una fuerza visual o plástica impresionante sostenido en unos fundamentos retóricos cuyo ingenio y humor permanecen paradójicamente ocultos (al revés que en las obras de consumados jugadores de palabras del siglo XX como Joyce, Cabrera Infante, Abish o Ríos). La segunda, por el contrario, concierne a los heterogéneos materiales con que trabaja Roussel a la hora de dotar de carne narrativa y ficcional a esa osamenta lingüística que sostiene el artefacto novelesco. Me refiero a los folletines históricos, a las novelas de aventuras y de viajes exóticos, al anecdotario turístico, a la crónica de sucesos, a las biografías egregias, al imaginario social más estereotipado, en general, dentro de cuyo marco se mueve como un avezado coleccionista de tópicos, lugares comunes y demás ready-mades verbales. Roussel es, en cierto modo, un perverso precursor del pop, de la estética y la sensibilidad que se nutre de las imágenes populares y los temas masivos. La tercera razón explica el sentido de las dos anteriores: todos sus retruécanos larvados, todos sus conocimientos científicos, todas sus descripciones de máquinas imposibles, todas sus historias inverosímiles y disparatadas, no valdrían para nada si no constituyeran finalmente una representación espectacular de la intrascendencia y banalidad de la existencia humana en cualquier tiempo o lugar. En definitiva, la literatura de Roussel se postula, con total indiferencia a las modas o los gustos dominantes, como acto de soberanía absoluta frente al mercado, la opinión y el público.
Nada de esto importa demasiado, a pesar de todo. En lo que casi nadie ha reparado es que Roussel no construyó Locus Solus como un caprichoso autómata textual o un jeroglífico novelístico solo para hechizar a los surrealistas y cautivar a crucigramistas oulipianos como Perec y compañía. No. Con esta novela única, Roussel diseñó una fantástica máquina literaria que detecta de inmediato la estupidez o la inteligencia del lector. Ha pasado casi un siglo y, a juzgar por ciertas reacciones, el funcionamiento del dispositivo sigue siendo impecable. Es una prueba de que la narrativa de Roussel, como la de Flaubert, está condenada a la inmortalidad, tan imperecedera como la imbecilidad que pone en evidencia con la exactitud patafísica de uno de esos mecanismos imaginativos que se exhiben, para burlarse de las pretensiones de la ciencia y el plúmbeo espíritu de seriedad, en el prodigioso parque temático de Martial Canterel, doble narrativo del autor.