lunes, 12 de marzo de 2018

HUMOR NEGRO


[Bruce Jay Friedman, Stern, La Fuga ediciones, trad.: Rubén Martín Giráldez, 2017, págs. 238]

Es útil cuando se habla de un libro como este comenzar citando otros autores con los que comparte una profunda afinidad cómica: Franz Kafka, Flann O´Brien, Louis-Ferdinand Céline, Raymond Queneau o Gombrowicz. Friedman ha repetido en entrevistas que no los había leído antes de escribir “Stern”, su debut novelístico en 1962, aunque sí “El guardián entre el centeno”. La posición desengañada y distante respecto del contexto social, inscrita en la obra maestra de Salinger, es una parte significativa del bagaje literario de Friedman, pero su apuesta por el humor, la inmadurez y el tono menor lo alejan de esa estela de narradores judíos norteamericanos con los que ciertos críticos han querido compararlo.
Su trabajo como guionista de cine tradujo al lenguaje de las imágenes en movimiento algunos rasgos de su irónica visión del mundo, pero sus adaptaciones por Neil Simon, Steve Martin o los Farrelly no hacen justicia ni a su peculiar estilo ni a su chistosa manera de representar la comedia humana desde el sinsentido existencial y un agudizado sentido del ridículo. Es evidente que Woody Allen leyó a Friedman antes de poner en limpio sus ideas cinematográficas y si hay una película reciente que guarda parentesco con esta estupenda novela de Friedman, mostrando una influencia llamativa, es “A serious man”[*] de los hermanos Coen: el retrato implacable de un hombre judío tan apocado y dubitativo como Stern.
“Stern” se inicia, desde el prólogo, con una ofensa racial y sexual que precipita la profunda crisis de identidad que aqueja al personaje protagonista hasta el final y sirve de combustible para las divertidas peripecias que saturan las cuatro partes de la novela. Stern se ha mudado con su familia a un suburbio residencial y un día su mujer, mientras intentaba estrechar lazos entre su hijo y el hijo de un vecino yanqui de pura cepa, es empujada por este con desconsideración al tiempo que la tilda de “judiaca”. Para colmo, al caer al suelo boca arriba la mujer permite que el vecino fisgue en su entrepierna desnuda en una escena vergonzosa que se infiltra en la cabeza de su marido de modo obsesivo, como un signo de doble desprecio.
A partir de ese punto, la vida de Stern da un vuelco radical, le cobra un miedo cerval al hombre que los ha insultado, delante de cuya casa debe humillarse cada noche al pasar de vuelta del trabajo, los árboles de su jardín enferman, le diagnostican una úlcera, lo internan en una clínica para enfermos terminales donde descubre otro submundo sórdido y salvaje, regresa a su casa curado en apariencia, trata de vengarse inútilmente del vecino racista y, al final, se resigna a su condición de paria, plenamente consciente de su estatus de inferioridad étnica. “Stern” encarna así el perfil narrativo de una mirada centroeuropea, masoquista y culpable, trasplantada con ironía corrosiva al corazón palpitante de la vida americana de los años cincuenta.
En este sentido, “Stern” es el negativo novelesco de “Revolutionary Road”, la ficción realista de Richard Yates sobre la subsistencia suburbial de la clase media gentil publicada un año antes. El concepto “negativo”, además de un significado fotográfico, implica también el uso de esa variante rabelesiana del humor negro con que Friedman revela la verdad de las situaciones hasta transformarlas en grotescas e hilarantes. Es una novela irreverente que triunfa sobre el principio de seriedad frase a frase, escena a escena. Y demuestra, por si fuera poco, que cuando el humor negro (y su gradación o degradación de tonos anímicos) se mezcla con el humor judío produce una aleación innovadora y descacharrante.


[*] Aún recuerdo cuando vi esta estupenda película en un cine norteamericano en su estreno, allá por octubre de 2009. Lo que más me sorprendió entonces fue la reacción adversa de algunos críticos perceptivos, como Jim Hoberman del Village Voice, quien llegó a describir su humor, no exagero, como afín al nazismo y la visión hitleriana de los judíos…

miércoles, 7 de marzo de 2018

TEMIBLE WOOLF


[Virginia Woolf, Las mujeres y la literatura, trad.: Marta Gámez y Violeta Sánchez, Miguel Gómez Ediciones, 2017, págs. 169]

Con Virginia Woolf conviene empezar por el principio. La literatura es andrógina: no se reconoce ni en los supuestos rasgos de un sexo ni en los del otro, por limitarnos a los dos establecidos por las taxonomías convencionales. Uno de ellos, el sexo masculino, ha dominado la literatura desde que existe con su poder y energía. El femenino, en cambio, por más que haya tenido representantes de altísimo nivel desde la antigüedad (Safo), se ha visto obligado a ocupar una posición subalterna en un escenario habitado por musas que inspiran el genio viril, pero no pueden expresarse por sí mismas. La androginia de la literatura la reconocía Virginia Woolf sin ambages, citando al poeta Coleridge como autoridad, en su célebre libro “Una habitación propia” y, sobre todo, en la sublime novela “Orlando”.
En el equívoco juego entre las partes femeninas y masculinas del psiquismo humano, que es donde Woolf detecta el problema de la identidad sexual, la literatura se presenta como un arte esencial: en la constitución hermafrodita de la mente del escritor, con independencia de su sexo real, la faceta femenina domina y la masculina se somete. Podría decirse incluso, forzando al límite la maliciosa ironía de Woolf, que la historia de la literatura ha sido tiranizada por hombres que actuaban como mujeres al precio de marginar a mujeres que competían con ellos por el prestigio cultural obtenido con el manejo de la pluma.
En este sentido, Woolf no es solo la primera escritora feminista con conciencia de tal, sino una loba temible de las ideas revolucionarias envuelta en una piel de cordero socialmente aceptable. Con estilo satírico, Woolf critica los valores patriarcales del medio literario y, de forma simultánea, los valores tradicionales del sistema social que impiden a las mujeres adquirir la educación y la formación necesarias para expresarse y vivir con libertad. Woolf se atreve a enfrentarse a sus fantasmas y deseos, y a los fantasmas íntimos que cohíben la mente femenina, con objeto de que las mujeres puedan hablar como tales en un lenguaje propio que no sea el de los hombres.

Este precioso libro incluye los ensayos más inteligentes de Woolf sobre el papel de las mujeres en la literatura y la vida, analizando en cada uno de ellos las trabas o traumas que bloquean el acceso a la plenitud de la mujer, escritora o no. Como Woolf sabía bien, de nada sirve liberar a las escritoras si no se hace lo mismo con las lectoras, receptoras en el fondo de ese supremo acto de libertad simbólica que entraña la escritura.
Pero por más que sus elogios se dirijan a escritoras decimonónicas como Jane Austen, Emily Brontë, Christina Rossetti o George Eliot, no es hasta el siglo XX cuando Woolf halla una colega coetánea capaz de resolver la paradójica ecuación de la escritura femenina. Se trata de la gran novelista Dorothy Richardson, a quien con agudo sentido crítico Woolf atribuye la invención de la “oración psicológica del género femenino”: “Es la oración de una mujer, pero solo porque se utiliza para describir la mente de una mujer por parte de una escritora que no se siente orgullosa ni tiene miedo de lo que pueda descubrir  en la psicología de su sexo”. Sin embargo, es preocupante que Woolf, para ampliar su canon literario hacia géneros menos elitistas, no incluya entre sus escritoras de elección a la genial Mary Shelley, autora de “Frankenstein”, aunque sí examine con complicidad el heroísmo vital e intelectual de su madre, la pensadora ilustrada Mary Wollstonecraft.
En suma, no hay mejor metáfora de la necesidad de libertad de la mujer, ni mayor exigencia moral para la sociedad, que concederle un territorio donde se suspendan las obligaciones culturales, sexuales y conyugales impuestas por el patriarcado y asumidas por la mujer, como la maternidad, con sumisión sospechosa: “Así que, si podemos hacer una predicción, las mujeres escribirán menos pero mejores novelas, y no solo novelas, sino también poesía, crítica e historia. Pero para estar seguros, debemos mirar hacia esa, quizás fabulosa, edad de oro en la que la mujer tendrá aquello que le ha sido negado durante tanto tiempo: tiempo libre, dinero y una habitación propia”.

jueves, 1 de marzo de 2018

CENSURA



[Publicado en medios de Vocento el martes 27 de febrero de 2018]

Censuran el arte porque no pueden censurar la realidad, escucho en una tertulia televisiva. Cuando estalla el escándalo en Arco, saltan las alarmas y las opiniones inquietas. España no es una democracia madura. Están en peligro los derechos fundamentales. La libertad de expresión es demasiado seria para dejarla en manos de periodistas sin escrúpulos. El latoso tema catalán debilita la fibra moral del país. Y ahora, para colmo, este artista pejiguera metiendo el dedo en la llaga de los presos políticos en la España de Rajoy. Y todo en la misma semana en que Marta Sánchez nos da la alegría de encontrarle letra sin sangre al himno nacional. El dios y la patria de Marta Sánchez no se merecen esta ofensa. Algo así de complejo debió pensar el presidente de Ifema antes de negociar con la galerista el desguace de la pieza de resistencia de Santiago Sierra. Por qué llamarlo censura, sugería la disculpa forzosa, cuando era solo un ejercicio de pragmatismo al servicio de nobles causas.
Fue un error estratégico. Nadie responsable entendió que el arte contemporáneo más inteligente no realiza sus fines publicitarios sin colaboración externa. Si además se reviste de ironía institucional, la obra no está acabada hasta que un representante del poder tome la decisión fatal que el artista previó para rematar la faena. Más allá del mensaje directo, la instalación fotográfica de Sierra requería, para generar denuncia, la torpe intervención del directivo que ordenó su retirada fulminante del “muro de la vergüenza”. Una parte importante de su sentido consistía, precisamente, en jugar con la polisemia de las categorías políticas y desnudar la banalidad de los discursos partidistas. Al venderse después a un millonario mediático catalanista, la serie de imágenes pixeladas simplificó su polémico discurso, transformándolo en mercancía de propaganda.
La libertad de expresión supone siempre expresión de libertad. Y, como cualquier otra libertad, exige ponerse a prueba, cuestionar sus límites o su eficacia real. Nunca es gratuita. Expresarse en libertad entraña riesgos. No es un acto impune. Una sociedad democrática vigila todo lo que sucede en su interior con celo absoluto. El principal enemigo del arte no es la censura sino la indiferencia. Un creador serio reconoce que su obligación es transgredir, con sus audacias y provocaciones, las limitaciones y controles que la cultura de su tiempo impone a la libertad de expresión. Pero no hay arte sin neuronas, como decía el gran Forges. La agresión y la violencia no representan signos de libertad expresiva. Mientras las graciosas viñetas del dibujante fallecido nunca apelaron a la censura sino a la inteligencia crítica del receptor, las letras infames del rapero condenado son un insulto a la inteligencia y una invitación al silencio de la ley. La libertad de expresión desprovista de inteligencia degenera en barbarie o en cursilería. Fin del discurso.

lunes, 26 de febrero de 2018

ELLROY CONFIDENCIAL

 [James Ellroy, Mis rincones oscuros, Random House, trad.: Hernán Sabaté, 2018, págs. 496]

Freud no atraviesa, desde luego, su mayor momento de popularidad. Pero sin la sombra venérea del doctor vienés sería impensable entender con tanta nitidez la vida y la obra de James Ellroy. A todo esto, Ellroy no dudaría en escupirle en la cara no ya a un busto marmóreo de Freud sino a cualquier psiquiatra que se atreviera a meter las indiscretas narices para olisquear en la materia oscura que conforma su vida mental, traumatizada por una madre muerta demasiado pronto y en circunstancias bastante sórdidas. Para hurgar ahí, con todo el morbo y la delectación de quien sabe que está removiendo sus entrañas enfermas, rascando una herida invisible que duele y procura placer al mismo tiempo, se basta él solo con sus artimañas novelescas y sus conjuros escénicos…

Al principio de todo, como siempre, hay un asesinato. O mejor, dos. Dos mujeres asesinadas en la misma ciudad infernal, Los Ángeles, con una década de diferencia. Elizabeth Short y Geneva Hilliker Ellroy. Una aparece horriblemente descuartizada en un descampado el 15 de enero de 1947. Y la otra estrangulada en El Monte el 22 de junio de 1958. Una era morena y la otra pelirroja. Ambas habían mantenido relaciones sexuales en las horas previas a su asesinato. Una tenía 21 años y estaba soltera, aunque soñaba con casarse y tener hijos. La otra tenía 43 años, había estado casada con un hombre débil y fracasado al que engañaba con otros hombres y tenía un hijo, el futuro novelista James Ellroy que acabaría dedicando un libro a cada una de ellas, las dos mujeres de su vida. “La Dalia Negra” en 1987, una cima brutal del género negro, donde Ellroy reconstruía con metódica obsesión las escabrosas circunstancias del asesinato de Elizabeth Short. Y “Mis rincones oscuros” en 1996, esta impresionante crónica negra de la vida y muerte de su madre a partir de los datos vitales recabados por Ellroy y, más tarde, un policía veterano, Bill Stoner, contratado como detective en 1994.
En manos de Ellroy, la “novela familiar” se transfigura en comedia grotesca y febril. El padre: Armand Ellroy, un matón guaperas y superdotado genital que se movía como un escualo por las turbias aguas de Hollywood, entre actrices aspirantes a la gloria fílmica, y que llegó, según la leyenda paterna, a liarse con Rita Hayworth cuando trabajaba de guardaespaldas para ella. La madre: la pelirroja Jean Hilliker, una enfermera de convicciones naturalistas y tendencias promiscuas tan acendradas como las del marido semental. Si la convivencia de ambos personajes ya era traumática para el niño Ellroy, la separación y la pugna por la custodia lo fueron aún más. Un escritor de fijaciones compulsivas no podría encontrar mejor escenario para formarse. Desgarrado entre la esquizofrénica fascinación por la madre, a la que amaba y detestaba con idéntico ardor, y la protección de un padre fracasado que leía novelas de Spillane para fantasear con el papel viril que hubiera deseado desempeñar en la vida, a imitación del detective Mike Hammer.
Faltaba un detalle primordial para acabar de perfilar la personalidad obsesiva del novelista. El siniestro asesinato de la madre, cuando Ellroy tenía 10 años, violada y estrangulada por uno de los muchos desconocidos (el enigmático “Hombre Moreno” que funciona en el relato como asesino fantasma) a los que se entregaba con frecuencia para disipar la soledad y el tedio. El cuadro clínico ya estaba completo: un crimen sexual sin resolver marcaría para siempre la calenturienta imaginación de un escritor que haría suyas a partir de entonces, como círculos concéntricos del mismo mal endémico, todas las tramas criminales de la historia americana del siglo XX. Como si el cadáver magullado de su madre lo pusiera en comunicación con heridas sangrantes que la sociedad no podía restañar sin pagar un alto precio simbólico. Como declara en las páginas finales de esta investigación íntima: “¿Por qué sublimar la lujuria cuando puedes utilizarla como instrumento de percepción? La mayoría de las mujeres morían a causa del sexo” (p. 449).
Hoy poseemos más sensibilidad e información que nunca en la historia sobre los crímenes y la violencia cometida contra las mujeres. En este contexto, un libro extraordinario como “Mis rincones oscuros” recobra, dos decenios después de su primera edición, una renovada actualidad y se convierte en uno de los documentos más escalofriantes y veraces sobre esta gran lacra sintomática del malestar de la cultura patriarcal. 

martes, 20 de febrero de 2018

MARTES DE CARNAVAL



[Publicado en medios de Vocento el martes 13 de febrero de 2018]

       El carnaval existe para que el resto del año pensemos que la realidad no es un carnaval. Que las máscaras y disfraces del mundo no son tales, me dice mi acompañante con gesto serio, sino verdades indiscutibles. Hemos salido juntos a ver qué se cuece en la calle durante el festejo popular. Mi amigo está preocupado por mi ánimo. Mi problema es sencillo, le digo. Yo quisiera ver este mundo desde la perspectiva de la otra ribera. Pienso que ha pillado la cita. Error. No entiendo por qué te puede interesar ver el mundo con los ojos marrones de Albert Rivera, me contesta. No me río con el chiste fácil y menos rodeado de chirigotas que me hacen sentir un comparsa más en el desfile de la vida.  
Me gusta que este año el miércoles de ceniza coincida con el día de los enamorados. Creo que el calendario, por una vez, aclara las cosas. El cuerpo al cuerpo y el polvo al polvo. Mi amigo  apenas sonríe. Cualquier irreverencia religiosa la considera ofensiva. Te veo en sintonía con el regreso de la censura inquisitorial, le digo. No sé de qué me hablas, replica. Le cuento. Zapeando me encontré el otro día con un reportaje sensacionalista sobre cerdos moribundos y mataderos  esclavistas y, en otro canal, el escándalo de un joven que suplantó la efigie del Cristo de la Amargura por la amargura de su jeta de paria vitalicio y lo acusaron de grave profanación y plagio.
Es domingo de carnaval y un teatrillo de títeres escenifica en un callejón las mentiras de la actualidad. La mascarada política desfila por el exiguo escenario con una retranca esperpéntica que nos seduce enseguida. Unos fantoches se arriman con avidez a un exuberante jamón ibérico hasta que los cuernos de la UCO les caen encima como una maldición gitana. Otros muñecos montan una pantomima circense para nombrar presidente o se pelean como rufianes ante el juez por repartirse las culpas del pastel podrido de las comisiones. Un monigote con pelucón negro sale entonces a escena entre carcajadas. Se desprende del bozal y se presenta como “portavoza” de un grupo revolucionario que triunfa en redes asociales y fracasa en las encuestas oficiales. Anuncia la expropiación fulminante del “Valle de las Caídas” antes de esconderse tras el telón en cuanto aparece la marioneta de la armadura naranja. El caballero incorruptible arrastra encadenado a su montura a un vejestorio que se ha vuelto indeseable para la grey. El barbudo está más amortizado, apostilla mi amigo, que el ídolo catalán del flequillo atravesado.
Me cansa tanta caricatura grotesca y le ruego a mi colega que nos marchemos. La crueldad española es fea y antipática, decía Valle-Inclán. Menos mal que hoy se acaba el carnaval y mañana volvemos a la cruda realidad de los telediarios.

miércoles, 7 de febrero de 2018

FRANKENSTEIN REVISITADO


Es posible explicar algunas características de Frankenstein a la luz de la vida de su creadora, Mary Wollstonecraft Shelley (1797-1851). Una vida romántica, con su lado bohemio y libertino, desde luego, y su lado burgués, por supuesto, pero una vida terrible sobre la que la sombra de la muerte proyectaba una y otra vez la misma figura alargada y siniestra, un fantasma compuesto de carne muerta reanimada con galvanismo blasfemo. No es extraño, por tanto, que Mary, mucho antes de completar la tragedia de su vida, ya tuviera los componentes necesarios para engendrar a su horrible criatura. El monstruo sin nombre, o con el nombre prestado por su creador como una hipoteca simbólica sobre su tormentosa identidad.
Como las grandes tragedias griegas, Frankenstein toma la apariencia de una “novela familiar” (con precursoras resonancias freudianas), una novela que convierte en motivo sangrante de su escritura los dramas vitales de la maternidad, la paternidad, el parentesco y la filiación, regados con un espectacular despliegue de carne y de vísceras palpitantes. Con ello quizá sólo pretendiera demostrar que la privilegiada hija de dos filósofos ilustrados no tenía por qué crear su novela con ideales biempensantes y valores progresistas, sino dando cuerpo monstruoso e insuflando vida maligna a una visión pesimista y en extremo cruel de la existencia humana.
El monstruo de Frankenstein representa así, con su gestación patológica, no sólo el horror de la vida material, sino el horror de cuanto el ser humano, con los instrumentos de la violencia política o la violencia científica aplicadas a la transformación de la realidad, pueda producir en nombre del progreso, la explotación o la racionalidad absoluta. El nuevo génesis de la vida surgido del pudridero de la carne, como soñaba, ebrio de poder, Victor Frankenstein.

[Mary Shelley, Frankenstein, o el Moderno Prometeo (Edición anotada para científicos, creadores y curiosos en general), trad.: José C. Vales (texto) y Vicente Campos (notas y apéndices), Ariel, 2017, págs. 342]


            Nadie hubiera imaginado en 1818 que la obra anónima que apareció en librerías inglesas bajo el sonoro título de “Frankenstein, o el moderno Prometeo”, iba a convertirse con el transcurso de los siglos en una obra mítica. Y nadie lo hubiera imaginado por la sencilla razón de que la progenie de esta novela, como la llama Mary, su creadora, es tan monstruosa en sus trazas creativas como lo es la criatura engendrada en un laboratorio por Victor Frankenstein, encarnación novelesca de la voluntad de poder de la ciencia y la tecnología. Si Victor es en la ficción el progenitor masculino de una criatura deforme y abominable, aunque de alma cultivada y sensible, Mary, su homóloga en la realidad, es una narradora repleta de imaginación y talento que fue capaz de dar a luz a un nuevo género (la ciencia ficción) a partir de los restos muertos de un cadáver cultural como la novela gótica.
Esta edición del libro de Mary, realizada por egregios estudiosos, tenía la intención inicial de dirigirse por una vez no al hombre o a la mujer de letras sino a los estudiantes de ciencia y tecnología. Y por eso mismo la publicó el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) para celebrar el bicentenario de su primera edición. Pero los editores (David H. Guston, Ed Finn y Jason Scott Robert) se dieron cuenta, mientras la preparaban, de que la obra de Mary, como conviene llamar a la autora para resolver los conflictos de sus apellidos de soltera y de casada, era capaz de rebasar fronteras cognitivas y permitir una comunicación esencial entre las dos culturas, la humanista y la científica. Como expresa Charles Robinson, prologuista, gran especialista en la obra e impecable revisor del texto, “Frankenstein” y las ciencias humanas y la cultura que hacen posible esta obra “ofrecen una representación del mundo que es tan válida como el proyecto de un ingeniero”.
Para demostrar esta sugestiva tesis, esta edición incluye la versión original de la novela que la veinteañera Mary entregó a los editores y que se publicó de forma anónima en enero de 1818 y un impresionante aparato de notas elaborado por los editores con la colaboración activa de una multitud de lectores académicos (profesores y estudiantes de posgrado). Recuperar esta versión es también una forma de corregir a la autora, que la revisó con celo para evitar los excesos reprochados por una crítica inepta y machista. Una experta como Anne K. Mellor, en uno de los mejores ensayos de la documentada sección final del libro, la reconoce como la transcripción genuina del sueño que se apoderó de Mary durante la noche del 16 de junio de 1816 en la célebre Villa Diodati donde “Frankenstein” fue concebido.
Uno de los aspectos más abordados de la novela es la responsabilidad de la ciencia y la tecnología en el devenir del mundo. Mary engendra “Frankenstein” en plena revolución industrial, cuando aparecen las primeras máquinas diseñadas por la mente humana con criterios científicos y fines utilitarios revolucionando la realidad del siglo y la mentalidad y costumbres de sus habitantes. Es bajo los efectos perturbadores de tal mutación histórica como se debe comprender la fuerza incontrolable de la creación de la obra y el impacto que tuvo desde el principio en la imaginación de sus lectores. Si no fuera por un arraigado prejuicio misógino, Mary tendría que haber sido reconocida desde entonces como una de los genios más agudos y precoces de la historia de la literatura universal. Y, sin embargo, la sombra monstruosa de la obra, como señalan diversos especialistas en el libro, devoró durante mucho tiempo la frágil figura de su creadora. Esa joven mujer a la que se retrata en el Prefacio de los editores “leyendo literatura, filosofía e historia junto a la tumba de su madre”.
No obstante, Mary tuvo el acierto de crear un mito que admite múltiples interpretaciones. Una de los más originales y actuales se refiere al papel de la mujer en el mundo patriarcal y, en especial, al tema de la procreación y la familia. Como inteligencia ilustrada, Mary era de un pesimismo extremo y apenas si podía aceptar que existiera una posibilidad de crear un mundo mejor mientras las mujeres vieran limitadas sus capacidades y los hombres manifestaran a diario, en cada uno de sus actos y decisiones, una envidia profunda hacia las cualidades femeninas. Solo por esto, una escritora de sensibilidad feminista como Virginia Woolf tendría que haber incorporado a Mary a su panteón de grandes precursoras. Pero esa es otra historia. 

viernes, 2 de febrero de 2018

EL NIÑO CHIRBES

[Rafael Chirbes, El año que nevó en Valencia, Anagrama, 2017, págs. 48]

Rafael Chirbes moría hace dos años en pleno éxito literario, siendo el autor más reconocido y prestigioso de la literatura española coetánea, y con él, como con Juan Goytisolo, moría una idea de la literatura menos complaciente y una memoria lúcida de la España de los siglos XX y XXI.
Chirbes murió cuando era considerado el novelista realista más contundente de este país, tras la publicación de dos alegatos demoledores contra la corrupción política y moral de la sociedad española: “Crematorio” y “En la orilla”. Dos obras magnas que convirtieron a Chirbes en un novelista de referencia para las nuevas generaciones de escritores, pese a su estilo intransigente, corrosivo y áspero. “En la orilla” es una novela brutal que hace justicia a la historia moderna de España, como escribí en mi crítica. Una justicia que ningún tribunal sería capaz de impartir sin traicionar sus fines. La justicia de la literatura no cree en el cielo de los sentimientos ni en el infierno de las intenciones, solo en la vileza, la degeneración y la ceguera moral de hombres y mujeres. Y ni siquiera eso. Solo en la fuerza del discurso para acabar con los mitos y mentiras que sostienen la realidad.
Tres meses antes de morir, tras veinte años de escritura, Chirbes dio por terminada “Paris-Austerlitz”, una hermosa novela sobre el amor de dos hombres, un joven pintor y un obrero cincuentón, ambientada en París, con la sombra trágica del sida proyectándose sobre la pasión de los amantes. “Paris-Austerlitz” se publicó póstumamente como también esta conmovedora narración de un momento trascendental de la infancia de Chirbes, ocurrido en torno a 1956. Fue escrita en 2003 y se publica ahora por primera vez.
Sin exagerar, podría decirse que el destino de Chirbes, como hombre y como escritor, se fraguó ese día rememorado por la prosa evocadora del narrador cuando su madre viuda decide poner fin a las relaciones con su tío Antonio e irse de Valencia para acompañar a su nuevo amor, Leonardo, apodado “el Canario”. En este pequeño relato sobre un micromundo de relaciones familiares está todo lo que hace de Chirbes un narrador original. Su mirada paradójica sobre las vidas minúsculas, tan compasiva como descarnada, su poder para atrapar al vuelo emociones o sensaciones que suponen un vuelco en la experiencia de los personajes, su distanciamiento verbal que transforma una peripecia provinciana en un relato universal.
La voz narrativa es la del adulto nostálgico que recupera la memoria del tiempo perdido, con cierta sensibilidad proustiana, pero los sentimientos y la perspectiva proceden del niño que fue y ya no es. Como en el relato “Los muertos” de James Joyce, una fiesta familiar permite al narrador poner en escena un reducido mundo de relaciones y mentalidades en el que los dramas y los melodramas posibles permanecen ocultos, o se expresan con silencios incómodos y gestos equívocos. Para redondear el parentesco joyciano, Chirbes recrea su historia real en una Valencia cubierta con una nieve irreal que confiere al sutil relato de los hechos no solo un entorno especial sino una belleza luminosa.
Como maestro de la narración y profundo explorador del alma humana, más o menos enferma, Chirbes sabe cómo dotar a su anécdota íntima de una resonancia poética que trasciende el realismo provinciano y la autobiografía escueta con imágenes imborrables. Y cierra el relato con el dolor de la expulsión del paraíso. Eso significa para el niño Chirbes el abandono del mundo familiar y la orfandad moral. La desconexión de su padre muerto.