Era un día de infancia, caminaba de Riós a Marcelín. Había salido de la escuela y el mundo, mi mundo, se había envuelto en un primoroso manto de nieve que lo adornaba de inocencia hasta más allá de lo que se puede expresar con palabras, hasta la más íntima de las emociones. Esas que callas, como si en vez de la evidencia que son, fuesen ese secreto que solo a ti te ha sido revelado. O el furtivo deseo de todo niño de esa edad, próxima ya a la adolescencia, de que su madre le siga arropando con secreto mimo en la ternura de su regazo.
Avanzaba pisando, pleno de emoción y consuelo, la limpia nieve, cuando vi posado sobre los cables del telégrafo un *“paporrubio”. Ahuecado su plumaje semejaba un pelotita gris y roja. La tentación fue tenerlo. Infame apetencia que me llevó a tomar un puñado de nieve apretujarlo sin excesivo cuidado y lanzárselo sin otra malicia que esa indolencia. La bola trazó una parábola perfecta en la faz de la fría tarde y se estrelló contra su pecho derribándolo. Corrí hacia ese lugar y encontré su desmayada silueta dibujada sobre la tersa blancura del suelo. Lo desenterré y tomé entre las manos. Su loco corazoncillo me advirtió de que aún vivía. Al calor de ellas y los pasos fue recobrando el ánimo. Tanto que sentí que era todo y en todo corazón. Abrir entonces las manos para verlo salir latiendo sin orientación precisa, tomando en el vuelo posesión de todo sin apropiarse de nada.
Feliz Navidad.