Se tuvo D. Santiago que morir de un sueño: soñando. Ni aún en
esas lides lo imaginó, y es que no nació para esa mansa muerte y si lo hizo es
porque el destino, esta visto, no lo escribimos los hombres sino los dioses.
Los suyos de: revolución, ideolología, camaradería, barricada, idea, raza y
rabia. Dioses sociales cuando tocaba y asociales cuando se necesitaba. Dioses
mortales en su condición de hombres.
Dioses obreros. Dioses asalariados. Dioses ateos. Dioses de pies de
barro y cabeza de acero. Dioses útiles como herramientas. Dioses de hombres
para los hombres. Sus dioses D. Santiago, los que sin duda escribieron su
suerte al margen de su arrojo, ese que le hacía merecedor de otra muerte.
Nació Ud. para morir de pie, luchando, disponiendo,
convenciendo, imponiendo. Nació Ud. en un tiempo convulso, necesitado de esa
suerte de coraje. Un tiempo que no se puede juzgar, que no es legítimo hacerlo,
a luz de este nuestro mansurrón tiempo de consumismo y estado de bienestar. Fue
el suyo de arrojo y rebeldía, el que demandaba la necesidad, la que ordenaba la
injusticia, y a él se entregó sin reservas y de esa entrega halla Ud. mi
humilde consideración.
Se le despide hoy como padre de la transición, ese servicio
póstumo en que se apeó de la rebeldía para ser la peluca de un muñeco que es la
viva estampa de todos los vicios patrios. Qué pena que le cogiera ya en horas
de siesta esa fiesta de consensos de casino y maneras de tahúr.