Malas palabras le bailan el agua a Aminaut Haidar. Por un lado, traidoras palabras, las de aquellos que buscan y encuentran en la autenticidad de su aliento la órbita perfecta para mostrase hermosos y plenos en su concienzuda solidaridad. Por otro, palabras galerna, las de aquellos que tratan de denigrarla en la medida en que su determinación pone en solfa la orquesta de su alfarería ideológica y de partido. Interesadas palabras que unos y otros cargan sin asco sobre la incólume fragilidad de su férrea voluntad.
Gacela en la estela del león, Aminaut Haida se muestra rotundamente digna en la sola serenidad de su rostro, en el grave dialogar de su harmónico silencio. Ella es más verdad que nada de cuanto nos rodea, y en esa percepción nos asusta, tanto que nos enfurecemos a favor o en contra de su causa, de su decisión, de su grito; tanto, digo, que nos atrevemos a interpretarla, a juzgarla, a condenarla y absolverla, a ese desafecto estamos acostumbrados en esta enfermiza depredación en que nos hemos adiestrado.
Aminaut Haida no es esa sombra que se proyecta a nuestro antojo sobre un fondo siempre acolchado, siempre atento al aplauso, al reconocimiento, a la barata polémica del fanatismo como medio de vida, a la vida como fantasía de grandes almacenes. Ella no habita un decorado, ni se decora para parecer alguien, ella es mero testimonio de dolor, de injusticia, de terror, unos y otros ya dramáticamente interiorizados. Ella es, en definitiva, la huella de lo que jamás debiéramos anteponer a nuestros intereses como hombres ni como pueblos.
No es tampoco activista de nada sino testimonio de ese criminal todo que ignoramos con las mejores palabras. Nada tienen que ver sus exigencias con naciones ni patrias, ella vive y siente que vive su pueblo en un mundo de profunda e insoportable injusticia, esa es la nacionalidad de la que reniega.
Aminaut desea para ella, sus hijos y pueblo la ciudadanía de un lugar donde se les permita ser humanamente posibles. Nosotros inhumanos en la excesiva posibilidad queremos equipararla a nuestros estúpidas ensoñaciones patrias, a nuestros heroicos actos de supremo egoísmo, a esa nuestra falaz y siniestra marea de palabras y actos con los que deseamos forjarnos auténticos. Pero por mucho que lo intentemos no podemos ser ella ni tampoco entenderla, porque nosotros si somos activistas de todo y testimonio de nada.
Ella, decimos, es todo un ejemplo, mentimos, es un arcano, y lo sabemos, pero nos da lo mismo, al fin y al cabo su utilidad es otra.
José Alfonso Romero P.Seguín.