No suelo, porque no me gusta,
hablar de política, a menos que sea en petit comité y con personas de la misma,
o similar, ideología. Tampoco suelo escribir sobre política en este blog, salvo
contadas excepciones y siempre de forma genérica y sin mencionar, que yo
recuerde, partido político alguno.
Pero hoy hago una excepción a
esta regla. Y es que contemplo atónito cómo una vez más, tras unas elecciones,
ya sean municipales o autonómicas (veremos lo que nos deparan las generales que
están al caer), se establecen alianzas entre partidos, muchas veces
antagónicos, para sacar fuera del terreno de juego al más votado.
Uno se queda perplejo cuando,
tras votar al partido que más confianza le da, esperando que con su voto no
acceda a la alcaldía, a la presidencia del gobierno autonómico o del central,
ese otro partido que no desea ver ocupando ese lugar ni por asomo, tras el
recuento de votos, el partido al que ha votado se alía con aquel que no quería ver ni en pintura. ¿De qué ha servido
votar? ¿Dónde han ido a parar las esperanzas? En saco roto y en manos de los
que han sido los adversarios ideológicos.
A mi entender, lo que ha
acontecido tras estas últimas elecciones, más que el establecimiento de pactos,
ha sido un mercadeo de votos y escaños y todo por el poder. Alianzas contra
natura, entre partidos que durante la campaña electoral se han tirado los
trastos a la cabeza y han practicado el degüello político es lo más relevante y
asombroso que jamás haya visto. Contradicciones sin justificación. Si en una CA
o en un municipio, el partido A se ha aliado con el Parido B para echar de la
presidencia o de la alcaldía al partido C, en otra CA o municipio el partido A
se ha aliado con el C para boicotear al B. Un despropósito injustificable. Solo
ha faltado ver una alianza entre el PP y Bildu. Eso ya sería el colmo de la
desfachatez.
A pesar de lo hasta aquí
mencionado, no es mi intención hablar a favor o en contra de un determinado
partido político. El objeto de esta disquisición no es otro que poner de
manifiesto que las ideologías se van al carajo tan pronto como el trono del
gobernante queda vacante. Entonces todo son prisas, empujones y zancadillas
entre presuntos amigos y, lo que es peor, abrazos entre irredentos enemigos. Ya
se dice que en el amor y en la guerra todo está permitido, pero ¿qué hay de esa
otra máxima que dice que el fin no justifica los medios?
Mentiras, engaños, promesas
falsas, calumnias, acusaciones que faltan a la verdad, descalificaciones, incluso
insultos, son ya habituales en la política actual. ¿Es eso lo que realmente
queremos ver y oír entre la clase política española?
Yo nunca he sido totalmente fiel
a un partido, pues tan pronto como este me ha defraudado, no he vuelvo a
votarle. Soy un simpatizante-votante, pero no un feligrés que sigue con los
ojos cerrados y a pies juntillas a su líder, haga lo que haga este, sea
corrupto o embustero. Sea como sea, hay que votarle sin importar su conducta
reprochable, como los seguidores de Donald Trump o del recientemente fallecido
Silvio Berlusconi.
Como en la política no existe
una hoja de reclamaciones, ni falta que hace, la única alternativa que nos
queda ante una decepción es no repetir, como quien frecuenta un restaurante por
la excelente atención al cliente y la buena relación calidad-precio, y de
pronto cualquiera de estos elementos se deteriora sensible e injustificadamente.
En lugar de protestar —pues no serviría de nada—, no hay mejor escarmiento que
no volver a pisar el local, a menos que con el tiempo las cosas vuelvan a la
situación anterior, pues yo siempre he creído en las segundas oportunidades.
Claro que si sigo con esta práctica en el plano político, pronto no me quedará
ningún partido al que votar.
Bien cierto es que a río
revuelto, ganancia de pescadores. Y así, mientras unos partidos que poseen más puntos
en común que diferencias se pelean, la ultraderecha va avanzando a pasos agigantados.
Esto me recuerda la fábula de los conejos y los perros de caza, que mientras
aquellos discuten si son galgos o podencos, estos se les echan encima.
Ojalá fuéramos videntes o
adivinos y así poder votar sabiendo de antemano lo que van a hacer con nuestros
votos. Porque la otra opción, la abstención, se me antoja inadecuada y más en
la situación que estamos viviendo.
Votar o no votar, esa es la
cuestión. Pero en caso afirmativo, ¿quién es merecedor de nuestro voto?
¿Tendremos que recurrir a las margaritas? Pero ¿tendrán suficientes pétalos
para tantos grupos políticos?