No, no
me refiero a la novela de Marcel Proust, de la que tan grato recuerdo conservo
─de la obra en sí y del bachillerato, o debería decir de la profesora de
francés que nos hizo leer A la recherche
du temps perdu y otras tantas obras en francés que hizo aficionarme a la
literatura gala─. No, no me refiero a algo tan “elevado” sino a un pasatiempo mucho
menos edificante y mucho más vulgar, que consiste en ocupar ese tiempo
aparentemente desocupado para cosas realmente útiles y provechosas con
actividades absurdas y a veces peligrosas que, para dar fe de ellas, se filman
y acaban convirtiéndose en virales para notoriedad y gloria de imprudentes e
irracionales imitadores.
La
lista podría ser tan larga que para no dilatar innecesariamente esta entrada solo
mencionaré tres ejemplos bastante recientes: el salto de cornisa en cornisa,
haciendo piruetas y acrobacias a diez, veinte, treinta metros de altura.
Incluso sobre andamios en edificios en construcción que, solo con verlo, da
vértigo; el llamado Mukbang, que consiste
en comer cantidades ingentes de alimentos mientras se interacciona con la
audiencia vía internet; o la última moda ─en este caso sin que exista un
iniciador-provocador consciente─ consistente en salir a la calle o hacer
cualquier actividad, solo o acompañado, con los ojos tapados, imitando así las
peripecias de Sandra Bullock en su última película “A ciegas”, en la que tiene
que huir y protegerse de una entidad a la que no se puede ver, so pena de morir en el intento.
El
mencionado Mukbang me parece una
chorrada propia de quien no tiene nada mejor que hacer salvo llamar la
atención. Aun así, me sorprende que haya alguien interesado en seguir esa
actividad por internet. Lo de ir saltando de cornisa en cornisa y cuanto más
alto mejor, se me antoja de locos descerebrados, pero allá cada uno con lo que
haga con su vida. De hecho, si fuera solo por el peligro que entraña, también
metería en el mismo saco algunos deportes de riesgo, como el del hombre volador.
Incluso el famoso puenting me resulta
una locura, por muy bien sujeto que uno esté. Pero esta última “distracción” de
hacer cualquier cosa con los ojos cubiertos con una venda es una completa
majadería que podría provocar un accidente serio.
Una de
las primeras imágenes que vi por televisión de esta actividad lúdica, una
grabación casera, consistía en que un padre con sus dos hijos pequeños, cogidos
los tres de la mano, corrían por la casa en esa guisa. Al intentar pasar por
una puerta, el más pequeño de los dos críos, de no más de tres añitos, no pasó
por el umbral (aun yendo en la correcta dirección era imposible que cupieran
los tres por él) y se dio un trompazo contra la pared, rebotando su cuerpecito por
el golpe y emitiendo un gritito lastimero. ¿Qué padre tan imbécil ─podría usar
otros calificativos, pero este es el más suave y el que mejor se le adapta─
puede hacer algo así a sabiendas de lo que le puede suceder a cualquiera de sus
hijos que, además, no son conscientes del riesgo que corren ni, por supuesto,
han dado su consentimiento para ello? Pero no solo hay que culpabilizar a ese
padre irresponsable sino también a quien estaba grabando (¿la madre, tal vez?)
esta graciosísima instantánea. En una ocasión posterior vi cómo un grupo de
jóvenes se bañaban, también con los ojos vendados, con caimanes, y el “juego”
consistía en tocarlos e incluso agarrarlos. Sincera y lamentablemente diré que, si un día me llega
la noticia de que alguno de esos jugadores ha sido devorado por un reptil
carnívoro, solo me apenaré por sus padres.
Lo más llamativo, sin embargo, es ver cómo algo así es rápida y ampliamente imitado, traspasando fronteras. ¿No
tendrán algo más productivo o, aunque inútil, simpático e inofensivo que hacer
estos jóvenes? Esas demostraciones de habilidad y valentía, tan solo es, para
mí, una muestra de no saber con qué llenar el tiempo libre, un tiempo de ocio
que, de ese modo, se convierte en tiempo perdido. ¿Qué se busca con ello? ¿Notoriedad?
¿Exhibicionismo gratuito? ¿Aumentar la autoestima? ¿Crear escuela? Creo que es una forma absurda de matar el tiempo y, en algunas ocasiones, a sí
mismos.