Tal
como había anunciado en mi entrada anterior, hoy vuelvo con un tema tanto o más
controvertido que también ha sido puesto repetidamente de manifiesto como un
pecado más de las farmacéuticas: el precio de los medicamentos.
Intentaré
─espero que con acierto─, exponer este asunto de la forma más didáctica
posible, esperando ─dudo que con éxito─, no parecer el abogado defensor de una
industria cuya misión es fabricar y comercializar medicamentos que sean
eficaces, pero también rentables.
Para
abordar este tema, debo retrotraerme a mediados de los años setenta, cuando
tomé contacto profesional con la industria farmacéutica.
Por
aquel entonces la fijación del precio de los medicamentos en nuestro país
seguía el sistema ancestral del regateo, como en cualquier mercado ambulante.
El laboratorio pedía un precio (previo estudio de rentabilidad) y el organismo
responsable, dependiente del Ministerio de Sanidad, lo fijaba automáticamente a
la baja, ante lo cual el laboratorio presentaba una contraoferta, y así sucesivamente hasta llegar a
un acuerdo. A veces el asunto se zanjaba en cuestión de minutos, otras de días
o semanas. Cada parte “barría para casa”, pero casi siempre se alcanzaba una entente cordiale y todos tan contentos.
Era la época dorada de los laboratorios farmacéuticos en España. El amiguismo
estaba al orden del día y las empresas nacionales tenían un trato de favor, siendo
objeto de un proteccionismo descarado por parte de la Administración. Los laboratorios
extranjeros no tuvieron más remedio que entrar en el juego, buscando alianzas
locales, a medida que crecían en importancia y creaban puestos de trabajo. En
otras palabras, el precio de los medicamentos tenía un componente
político-social.
Pero
tal sistema de fijación de precios era claramente arbitrario, de modo que, con
la incorporación de España en la Comunidad Económica Europea (CEE) en 1985, las
autoridades españolas se vieron obligadas a adaptar la legislación española (en
esta y otras muchas áreas) a la Comunitaria. Esta “armonización” duró muchos
años, pues se estipularon distintos calendarios según la materia a normalizar. En
el ámbito farmacéutico, los grandes cambios tuvieron lugar en tres frentes: la
patente farmacéutica (hasta entonces los medicamentos no eran patentables), dando
lugar a la Ley de Patentes de 1986, los estándares de calidad, seguridad y
eficacia de los medicamentos, que empezaron a implementarse casi de inmediato y
que posteriormente quedarían plasmados en la Ley del Medicamento de 1990; y el
sistema de fijación de precios de los medicamentos, que se reguló gracias a la
llamada Directiva de transparencia de precios de 1989.
De
estas tres áreas de actuación, las única que no resultó conflictiva fue la segunda.
Con la ley de patentes se acababa con la vida fácil de la gran mayoría de
laboratorios nacionales, que en lugar de invertir en investigación y desarrollo
(I+D) se dedicaban a copiar impune pero legalmente los medicamentos que los
laboratorios innovadores (extranjeros en casi su totalidad) desarrollaban. Eran los llamados
laboratorios “piratas”. Al no existir una protección de patente para los
medicamentos, cualquiera podía “fusilar” el invento ajeno. Para los fármacos lo
único que existía era la patente de procedimiento, no de producto. ¿Qué
significaba esto? Que solo quedaba protegido de ser copiado el procedimiento
por el cual se sintetizaba una molécula. Mientras se utilizase otra vía de
síntesis se podía utilizar y comercializar la molécula que había “inventado”
otro laboratorio. De este modo, los laboratorios “pirata” solo debían tener en
su plantilla a un buen experto que supiera hallar una vía
alternativa de síntesis. Ante ello, los laboratorios innovadores protegían sus productos desarrollando y patentando tantos procedimientos como fuera posible. Pero
¿cómo se sabía si un laboratorio “pirata” utilizaba o no la misma vía de
síntesis que el laboratorio investigador? Era la palabra del supuestamente copiado
frente a la del presunto copiador y en caso de disputa se aplicaba lo que se
conoce como “la carga de la prueba”, es decir el afectado por la copia debía probar que el presunto copiador le copiaba, algo a todas luces imposible.
Hasta que no se logró aplicar “la inversión de la carga de la prueba”,
obligando al presunto copiador a demostrar que usaba una vía alternativa y distinta, no se
acabó con esta práctica.
De
todos modos, el gran cambio no se produjo hasta octubre de 1992, cuando venció
la moratoria de 6 años que el estado español logró incorporar en la Ley
española de patentes para la entrada en vigor de la patente de producto (del
medicamento en sí, fuera cual fuere el procedimiento por el que se había
obtenido). Esa moratoria tenía por objeto dar tiempo a los laboratorios
nacionales a buscarse la vida invirtiendo en I+D o logrando alianzas
(licencias) con los laboratorios innovadores. De ese modo, muchos laboratorios
pudieron subsistir comercializando sus propios medicamentos o los de otros
laboratorios (con una marca distinta) gracias a un contrato de cesión de licencia.
Pero
¿por qué un medicamento, algo tan importante para la salud, tiene que estar
patentado? Algo así no puede estar en manos de un solo propietario, pues se
crearía un monopolio, diréis. Antes que nada, hay que aclarar que para que algo
sea patentable tiene que demostrar que es novedoso (no existe algo igual), útil,
y viable (que pueda materializarse, que no sea fruto de una elucubración). En
este último supuesto entraría el concepto de explotación de la patente, que
significa que lo patentado tiene obligatoriamente que ser puesto a disposición
de los posibles beneficiarios. De no ser así, podría haberse descubierto la
panacea para curar una enfermedad incurable y que el descubridor nunca lo pusiera
en el mercado, al abasto de la población. Sería, desde luego, algo
maquiavélico, pero también podría acontecer que el inventor no tuviera finalmente
medios para hacerlo. En tal caso la ley de patentes permite que un tercero
obligue al descubridor a otorgarle forzosamente una licencia de explotación. Pero
volviendo a la necesidad de una patente, es justo y necesario que quien ha
invertido años y mucho dinero en desarrollar un producto original, este quede
protegido de cualquier copia y que solo el descubridor (y/o quien él designe)
pueda sacar provecho económico de su invención. Esta protección tiene, por
cierto, una vigencia de 20 años desde el momento en que se solicita, que es
cuando el laboratorio tiene indicios de la posible utilidad terapéutica de una
sustancia, de modo que pueda llevar a cabo todos los estudios necesarios para
corroborar esa hipótesis en exclusividad.
Veinte
años pueden parecer muchos, pero en realidad este plazo queda reducido en la práctica a unos cinco.
Toda la extensa batería de estudios para asegurar la calidad, seguridad y
eficacia ─los tres pilares fundamentales de todo medicamento─, primero en
animales y luego en humanos, puede consumir más de diez años, a los que hay que
añadir el tiempo necesario para llevar a cabo los trámites para obtener la
autorización de comercialización, consistentes en la evaluación de toda esa
información por parte de las autoridades sanitarias y la posterior fijación del
precio del medicamento y su posible financiación pública. En total pueden
llegar a consumirse hasta 15 años; si fueran más, el periodo de protección real
de la patente se ampliaría hasta un máximo de cinco años.
Una
vez extinguida la exclusividad de comercialización que otorga la patente,
pueden aparecer en el mercado los llamados medicamentos genéricos, que son
aquellos que contienen la misma sustancia activa, a la misma dosis, que el
originalmente desarrollado por el laboratorio investigador. Es decir, es una
copia totalmente legal y perfectamente equiparable al medicamento que hasta
entonces había estado protegido por una patente.
Teniendo
en cuenta todo lo antedicho, ¿es realmente muy elevado el precio de los
medicamentos en España? Me atrevería a afirmar que, salvo los de reciente
lanzamiento ─y, por lo tanto, con patente vigente─, el precio de los
medicamentos en nuestro país es más bien moderado, sobre todo si lo comparamos
con el de los países de nuestro entorno, y va disminuyendo progresivamente a lo
largo de los años. Ello es debido a la constante aparición de los genéricos, entre
un 30% y un 50% más baratos que el medicamento original. Con la aparición de un
nuevo genérico, el medicamento original debe reducir su precio al mismo nivel del
de su genérico (precios de referencia fijados anualmente por Orden
Ministerial). De no hacerlo así, el medicamento quedaría desfinanciado por la
Seguridad Social.
¿Por
qué los genéricos son tan baratos respecto al medicamento original? En los
cinco años que le restan de exclusividad al medicamento original desde que sale
al mercado, el laboratorio investigador tiene que recuperar la inversión
realizada a lo largo de los aproximadamente diez años de su desarrollo, los
costes indirectos de dicho desarrollo, obtener una rentabilidad suficiente para
reinvertir en investigación, y compensar los gastos de promoción ─la publicidad
dirigida a los profesionales sanitarios en revistas científicas─. Los
laboratorios comercializadores de genéricos, en cambio, solo deben invertir en demostrar
la calidad de su producto y su “bioequivalencia” (que es intercambiable con el
medicamento original). La calidad, de hecho, la asegura el fabricante de la
sustancia activa, que casi nunca es el propio laboratorio de genéricos sino el fabricante/suministrador
de dicha sustancia, de quien el laboratorio adquiere esa información. La
demostración de la equivalencia terapéutica solo requiere un pequeño estudio en
dos grupos de voluntarios (unos veinte en total), uno al que se ha administrado
el medicamento original y el otro el genérico. A este coste solo hay que
añadirle el derivado de su fabricación, ya que los genéricos, al no representar
ninguna novedad médica, no requieren de promoción activa, con informar al
médico de que existen es más que suficiente.
Los
medicamentos genéricos tienen, por lo tanto, un papel fundamental para contener
el gasto, abaratando la factura farmacéutica. Con su aparición, la competencia
se vuelve más feroz. Ya no son dos, tres o cuatro laboratorios los que pugnan
por vender su medicamento (distintas sustancias para una misma dolencia), ahora
son decenas los laboratorios que compiten entre sí para introducir sus respectivos
genéricos, competencia a la que el paciente es, afortunadamente, ajeno.
Sería
muy prolijo, aburrido y se sale de la intención de esta entrada describir las
vicisitudes de las compañías de genéricos para sobrevivir a esta competencia
que ellos mismos han provocado al reducir, año tras año, sus precios para ser
más competitivos. Hay genéricos que tienen un precio inferior a dos euros. Personalmente, y sin ánimos alarmistas, me preocupa que por
ganar cuota de mercado y ser competitivo se pueda llegar a poner en riesgo la
calidad de un medicamento. Si tenemos en cuenta el coste del material de
acondicionamiento (caja, envase interior y prospecto), los márgenes de la
farmacia y del mayorista, y el coste de fabricación, ¿qué queda para la materia
prima y, particularmente, para el principio activo? Una gran mayoría de
laboratorios de genéricos obtiene actualmente las sustancias activas de
mercados emergentes (India y China principalmente). En teoría, los estándares
de calidad deben ser iguales en todo el mundo. Es cierto que la mano de obra en
esos países es muchísimo más barata, pero el coste más alto sigue siendo el derivado
del proceso de producción de la sustancia activa. Esta será tanto más cara
cuanto más sofisticado sea el procedimiento de síntesis y cuanta más pureza
(calidad) tenga. ¿Podemos asegurar que esa calidad se mantendrá inalterada a
medida que las exigencias comerciales obliguen a rebajar su precio para que el
medicamento del que forma parte sea cada vez más barato? Sé que con ello
extiendo la sombra de la duda, pero no sería la primera vez que se descubre que
una materia prima procedente de esos países lleva asociada alguna impureza o
que no cumple con los estándares internacionales, por mucho que luego se afirme
que no hay nada que temer.
Según
datos publicados este pasado mes de septiembre por Statista, un portal de
estadística, el precio medio de los medicamentos comercializados en España a
través de las Oficinas de Farmacia en 2017, por grupos terapéuticos, van desde
los 54,69 euros (antineoplásicos y agentes inmunomoduladores) y los 1,05 euros
(soluciones hospitalarias), según la siguiente tabla:
Si
tenemos en cuenta que los medicamentos del primer y tercer grupo
(antineoplásicos e inmunomoduladores, y los agentes de diagnóstico) y los del
último grupo (soluciones hospitalarias) son, o bien de uso hospitalario o, en
su gran mayoría, de aportación reducida (lo que paga el beneficiario de la
Seguridad Social es solo un 10% del precio de venta al público, con una máximo
de 4,26 euros), podemos ver que, salvo el grupo de Varios, que viene a ser un
cajón de sastre, los precios oscilan entre los 13 y los 5 euros.
A
ese precio debemos descontarle el porcentaje de financiación de la S.S. (entre
el 60% y 90% según el medicamento), con lo cual esos valores quedarían aún más
reducidos.
Ya
solo me queda por reiterar que ─aunque sea este un consuelo relativo─ el precio
medio de los medicamentos en nuestro país es un 16% inferior a la media
europea, tal como se muestra en la siguiente figura (datos de 2015):
Ante
ello, lo que yo suelo preguntarme (aunque este sería un tema para ser discutido
en otra entrada) es por qué, salvo la población de pensionistas (la más frágil
y sensible económicamente), mientras que el consumidor medio se queja de lo
abultada que resulta su factura en farmacia, no le importa gastarse tres veces
más en productos cosméticos que, en su gran mayoría, no sirven para nada. Pero ya se sabe: sarna con gusto...