Hace más de un año, exactamente el 19 de marzo de 2015, publiqué en este mismo blog una entrada titulada “El negocio de algunos concursos”, refiriéndome a esos certámenes literarios convocados por algunas editoriales y otras entidades en los que el negocio consiste en publicar los relatos finalistas –que pueden llegar a un centenar- en una Antología que luego se ofrece a los participantes a un precio “razonable” (rondando los quince euros). Como también mencionaba en dicho post, yo mismo (o mejor debería decir mi ego) me dejé embaucar en más de una ocasión.
Dicho esto, no abundaré en este tema del que, por otro lado, ya se ha comentado suficiente en blogs y redes sociales.
Ahora le toca el turno a mi segunda experiencia en torno a las editoriales que, abusando de la ilusión e ingenuidad de algunos escritores noveles, les ofrecen publicar su obra mediante una coedición, eso es compartiendo –al menos teóricamente- la inversión y los beneficios.
Digo mi segunda experiencia, porque cuando quise publicar, en 2014, mi primera recopilación de relatos cortos, me ofrecieron una coedición, de la que no había oído hablar hasta entonces. Debo aclarar que en esa primera ocasión, la editorial actuó con total transparencia, detallando desde un inicio y sin tapujos en qué consistía, si bien adornaron su oferta con un preámbulo que indicaba que la obra había sido valorada muy positivamente por el equipo editorial y que, por lo tanto, poseía el valor necesario y suficiente para ser publicada. No entraré aquí a detallar lo descabellado de la oferta y de su repercusión económica para mi bolsillo, pues aquella fue rechazada de plano por este crédulo –pero no muy tonto, solo un poco- escritor en ciernes.
El objeto de este post, aparte de “denunciar” esta actuación que considero abusiva y que, en palabras coloquiales, calificaría de tomadura de pelo, es detallar hasta qué punto pueden ser perversos estos falsos editores que se presentan como promotores de la literatura novel. Y para ello me remito a esta segunda –y reciente- mala experiencia.
No mencionaré el nombre de la Editorial ni mucho menos del interlocutor que, en su representación, quiso convencerme, con cantos de sirena, de la bondad de su oferta.
El caso es que entre los meses de marzo y abril de este año, contacté con dieciséis editoriales “modestas” –de esas que dicen apostar por los autores noveles y que no les mueve únicamente el ánimo de lucro- repartidas por casi toda la geografía española para tantear la –ingenua, repito- posibilidad de ver publicada una segunda recopilación de relatos de mi autoría.
El resultado fue que cuatro de ellas ni se dignaron a contestar a mi requerimiento sobre la posibilidad y el método para hacerles llegar mi manuscrito; seis no aceptaron el envío del manuscrito por distintos motivos; cinco lo desestimaron porque no se ajustaba a su línea editorial o bien (en un caso) porque no publicaban relatos de autores desconocidos; y una, Eureka, sí contestó interesándose por mi obra. Es precisamente de esta editorial, o mejor dicho del comportamiento del mediador, de lo que voy a tratar a continuación.
Lo primero que me llamó poderosamente la atención fue la prontitud con la que respondieron al primer contacto por mi parte: en cuatro días me solicitaron el manuscrito y mi CV, cosa que hice en menos de 24 horas, henchido de emoción. Al cabo de ocho días naturales me confirmaron la correcta recepción del manuscrito y me informaron que en el plazo de dos meses se pondrían en contacto conmigo para darme una respuesta y que –añadían- si en dicho plazo no había recibido noticias suyas, volviera a contactar con ellos. Alucinante ¿no? Eso sí que es seriedad –me dije. Eso era solo un gancho, para captar mi atención y devoción para con ellos.
Un servidor, al cabo de un mes justo –además de ingenuo, uno es impaciente- hizo lo que le indicó esa amable editorial, y preguntó por el estado de la evaluación de su manuscrito, a lo que le respondieron que, debido al gran volumen de manuscritos recibidos, estaban tardando más de la cuenta en responder y que tan pronto hubieran recibido el informe de evaluación de mi obra se podrían en contacto conmigo. Aquí los señores de la editorial ya debieron ver que mi interés estaba en plena efervescencia, que el cebo ya estaba preparado para lanzarlo a la presa y que ésta (es decir, yo) estaba a punto de caer en la trampa. Eso tenía lugar el 16 de junio, un día antes de mi 66º cumpleaños. Para ser tan mayor, qué infantil que resulto a veces, os diréis.
Y llegamos al glorioso ocho (no 18) de julio, día en que recibo una llamada telefónica a mi móvil. Al otro lado de la línea, una jovencita –por la voz- con un marcadísimo acento del sur me dice que les ha gustado mis relatos –“al menos a mí me han gustado”, acierta a decir como si hubiera sido ella la única en leerlos o en dictaminarlos- y me informa que, como han visto (lo especificaba en mi CV) que no era mi primera obra, pues ya había auto-editado una anterior selección de relatos, me ofrecían la gran y generosa oportunidad de mi vida: la coedición, en la que ellos corrían con el 70% de los gastos y yo con el 30% restante. Hasta ahí nada que objetar ni para rasgarse las vestiduras. Aunque no era la opción que yo deseaba, que no era otra que la de que una Editorial se “enamorara” de mi trabajo y decidiera apostar y arriesgarlo todo por él, pedí que me enviaran su propuesta por escrito para juzgar adecuadamente a cuánto equivalía esa proporción en dinero contante y sonante.
No os aburriré más con los detalles económicos. Solo decir que de los 350 ejemplares que tenían previsto emitir, en una primera –y seguramente la única- tirada, yo me comprometía a comprar 120 al precio de venta al público de 18 euros. Echad cuentas. Es decir, yo, el autor, les compraría el 34,2857142857% (la pantallita de mi calculadora no da para más dígitos) de mi propia obra (ya sé que suena muy pomposo este término, pero me gusta, qué queréis que os diga) al precio al que la adquiriría cualquier comprador de la calle. Por supuesto no soy tan idiota como para no ver que con los dos mil y pico euros a los que asciende esta compra ya tenían asegurado un pequeño –eso sí- negocio. Algo es algo. De los restantes 230 ejemplares, yo me llevaría, en concepto de royalties, un 10% del PVP, suponiendo que se dedicaran realmente a una promoción activa.
Habiendo respondido, educadamente, que me lo pensaría, exploré el coste de una nueva autoedición, pero esta vez previendo una tirada mayor que en mi primera recopilación de relatos –de la que solo se imprimieron 35 ejemplares, con el único propósito de obsequiarlos a amigos y familiares- pensando en esta ocasión en su venta.
Solo había discurrido una semana cuando sonó mi móvil y en la pantalla apareció una larga serie de cifras, como cuando alguien llama desde una empresa. Yo andaba paseando con mi perro pero decidí contestar, no fuera algo urgente. Al descolgar, una voz atronadora de un supuesto directivo de la editorial, derrochando simpatía, me mostraba su sorpresa por no haber tenido todavía noticias mías acerca de la extraordinaria oferta que tan generosamente me habían hecho a mí, un escritor desconocido cuya obra, si fuera por los de la “planta noble” (sic) quedaría en el más absoluto de los anonimatos. Cómo podía dudar ni por un instante si me estaban ofreciendo la oportunidad de mi vida, bla, bla, bla.
Me tuvo al teléfono un cuarto de hora. Con cada objeción que yo le hacía, me lanzaba una andanada de alegaciones a cual más vehemente. Solo faltó que me llamara tonto. Lo que no pudo rebatirme fue la desfachatez de cobrarme 18 euros por cada uno de los 120 ejemplares que me correspondía vender por mi cuenta y riesgo. Simplemente se fue por los cerros de Úbeda. Según él, entre presentaciones y ferias del libro, no solo vería recuperada mi inversión en un pis pas sino que, además, me forraría. Lo que tampoco supo decirme es en qué espacios (librerías y superficies comerciales) colocarían ellos los 230 ejemplares que les correspondía distribuir por “sus canales habituales”. Estando su editorial en una comunidad autónoma alejada de la mía, tampoco quiso incidir en los aspectos logísticos y prácticos para llevar a cabo esas presentaciones a las que aludía y la firma de ejemplares en las ferias del libro de nuestro país. Pero de todo lo que oyeron mis atribulados oídos, lo peor fue el tono, el vocabulario (rayando la vulgaridad) y la excesiva (para mi gusto) familiaridad que utilizó en sus explicaciones y argumentos. Parecía estar ante un vendedor ambulante que, a voz en cuello, canta las ventajas de un producto defectuoso o inútil que pretende “colar” a las cándidas amas de casa.
Tras despedirme, dándole nuevamente las gracias por su interés y prometiendo darle la debida respuesta tras una profunda reflexión, tuve claro cuál iba a ser mi decisión. Al día siguiente –para qué hacerle esperar más- le envié un correo electrónico dejándole clara y diáfana mi opinión; vamos, que no contara conmigo para contribuir a ganarse el sueldo.
Y aquí estoy de nuevo. Tiro la toalla. Diréis que dieciséis editoriales son muy pocas para rendirme, que quizá hay alguna por ahí con ideales de mecenazgo, con ganas de dar un espaldarazo a un escritor, joven o maduro (por no decir viejo), con ganas y valía (eso ya es harina de otro costal, claro) para lanzarse a la piscina de la publicación literaria. Pero, sinceramente, no creo que existan. Quizá existieron y se arruinaron. Quién sabe.
El caso es que estoy como hace dos años, cuando opté por la autoedición de “Ahora que ha parado de llover”. Y creo que repetiré la operación pero, si no con ánimo de lucro, al menos con el de recuperar la inversión (moderada y asumible) por la publicación de unos 50 ó 100 ejemplares a través de la misma editorial de autoedición que utilicé entonces. Cómo venderé esos ejemplares, ya es otra historia. Solo veo dos opciones: 1) a través de la presentación de “Irreal como la vida misma” –así se titula la nueva recopilación de relatos- en la biblioteca municipal de mi localidad y en LibrUp, la librería-espacio PopUp de Barcelona, donde he hallado apoyo moral para mi proyecto, y 2) anunciando el magnífico evento en facebook y a través del boca-oído o cualquier otro medio de coacción.
¿Cuántos ejemplares lograré vender? Ni idea. Quizá resulte un fiasco total. Lo que más me “arruga” de este plan son las presentaciones, y no solo por mi timidez innata para hablar en público (aunque se supone que acudirían mayormente amigos y conocidos), sino por el temor a que la audiencia sea escasísima o, peor aún, nula, sin contar con los miembros de mi familia, a los que, por otra parte, no voy a venderles ni un solo ejemplar. Por otra parte, me resultará violento invitar a quienes luego se verán en el compromiso de comprar un ejemplar y, ya fuera del ámbito de la presentación del libro, pedir a quien sea, amigo o conocido, que me compre un ejemplar. Cómpramelo, porfa.
Ahora dedicaré el mes de agosto a la reflexión y luego, a la vuelta de vacaciones, tomaré una decisión. A ver si el aire puro del mar o de la montaña me inspira.
Cómo me gustaría en este momento ser uno de esos famosillos que ocupan los espacios del corazón. Seguro que me quitarían el libro de las manos. Bueno, bien pensado, prefiero ser como soy e ir coleccionando malas experiencias.