Inestable;
sol y nubes con chubascos imprevisibles a lo largo de toda la jornada.
Celebramos el Corpus Christi pero el tiempo anda muy revuelto y Don Ángel
decide que este año no habrá procesión. Al final sale el sol y las niñas lanzan
al aire pétalos de rosa. Los dos bares del pueblo se encuentran muy animados.
Los agricultores están contentos aunque ahora piden al cielo un poco menos de
agua y un poco más de sol. Los agricultores se pasan la vida pidiendo, da la
impresión de no encontrarse nunca satisfechos con su destino. Mi amigo Pacopús,
que es maestro relojero, me regala una preciosa rodaja de madera de olivo, un
palmo por dos palmos con más de tres centímetros de grosor. Siento la energía a
flor de piel. Los anillos concéntricos muestran el crecimiento progresivo desde
el interior del corazón del árbol. Se podrían contar fácilmente los años en
función de los anillos. Diferentes tamaños y diferentes grosores en función de
las condiciones de cada estación. Ni aceite de linaza ni cera virgen con
aguarrás; al final trato la madera con aceite de oliva, que se acaba
impregnando en lo más profundo de los poros y hace resaltar el color y la
textura natural. La madera se nutre y adquiere de esta manera una gama tonal que
se extiende desde los marrones de las hojas en otoño a los pardos de las tierras
de cultivo pasando por los ocres intensos, casi amarillos, que reflejan los
rayos del sol. Me entretengo revisando periódicos viejos. El jardín del señor
Alejandro aparece invadido por las hierbas y por el olvido. Apenas se puede
pasar. Sin duda se nota la ausencia. Casi un metro suben las hierbas mientras
el seto engorda sin medida. Esta primavera ha llovido mucho. Apuntan las
cerezas con su tímido verde pálido; aún tendrán que engordar antes de comenzar
a pintar su piel con el típico rojo oscuro que les caracteriza, un rojo
brillante, satinado, casi metálico a la luz del sol. El señor Alejandro no va
bien y el hijo ha pensado poner la finca a la venta antes de que se acabe
deteriorando con el paso del tiempo. Yo le recuerdo cada vez que miro los dos
guindos de nuestro jardín que ya levantan más de un metro del suelo y que en su
momento no eran más que un par de matojillos salvajes escapados de las vallas
del vecino. Ansias de libertad. Los pequeños plantones crecían en una acera de
tierra sin que nadie les perturbara hasta que el señor Alejandro me hizo caer
en la cuenta de su existencia y me invitó amablemente a recogerlos en casa. Al
fin y al cabo en aquellos momentos nuestro jardín no era más que un erial así
que no nos quedó más remedio que adoptarlos, pensando en lo incierto de su
destino. De la misma manera conseguí tiempo después los dos membrilleros de
olor, que se han ido adaptando al terreno mejor que cualquiera de los demás
inquilinos. Un regalo sencillo que al cabo de los años se acaba convirtiendo en
un recuerdo entrañable. La casa de Agustín, con sus parras y sus frutales,
también muestra señales de abandono. Los vecinos se hacen mayores, ley de vida,
nosotros también nos vamos haciendo mayores. Ayer Juan Carlos cumplió años. Este
año ni almendras ni ciruelas, en cambio las cerezas y los membrillos si parece
que vayan prosperando. Las parras han dado un buen estirón así que tengo que
recogerlas un poco para evitar que un mal aire parta las ramas nuevas. Con el
sol y con el aumento de las temperaturas llega el tiempo de las encinas, que a
partir de esta última semana ya muestran sus botones a punto de reventar. En
Vailima la explosión de la primavera siempre llega con cierto retraso. Por la
tarde, después de la tormenta sale el sol. Paseo por la estación donde ya no paran
los trenes. Los charcos reflejan el silo con la luz del atardecer. Los días
cada vez son más largos, nos encontramos sin duda en el mejor momento del año.
Las cunetas aparecen tapizadas de flores de todos los colores (rojas, azules,
amarillas) mientras las espigas engordan en un campo verde que se mueve como el
mar. El contraste resulta espectacular. Al borde de la carretera crecen los
pequeños negrillos junto a majuelos y escaramujos. La huerta del señor Nanín,
que en paz descanse, aparece recién arada. Una cerveza en el bar mientras
comienza a oscurecer. Nos recogemos enseguida y ya en casa, damos buena cuenta de
una ensalada templada de perdiz (de Pacopús, claro) y de una torta de queso (de
Celestino Arribas) que compramos ayer en Segovia. Pacopúus tiene una receta
secreta para escabechar las codornices. Nos acostamos pronto, mañana hay que
madrugar. Dicen que el entusiasmo es contagioso; a mí me parece que la pasión,
de alguna manera, es el motor de la vida...
977 - Los caracoles de Fibonacci
Hace 10 meses