Un día estaba ahí, con veinte años, sosteniendo a mi hijo, el que nació antes de tiempo y me educó en la fragilidad desde el primer instante, en la fuerza también desde el principio, con esa voz de reto con la que fue creciendo.
Subiendo y bajando las persianas, poniéndonos al frente de alguna que otra cosa, caminando al remolque de otras, a veces con los ojos un poco entrecerrados o creyendo que es así como hay que mirar, cositas que se van aprendiendo, abandonos y pérdidas y despertares. Conducir por el campo sembrado y vernos sólo en el espejo que nunca dice tanto de nosotros..., qué limitada nuestra capacidad de contemplarnos.
Se envejece, se sabe, pero no cómo ni por dónde y tengo aún dos cicatrices muy pequeñas, una en cada rodilla, porque hace un rato largo jugaba al rey de la montaña y me lanzaba por los terraplenes. Y en el vertiginoso pestañeo de la vida, me va a llegar un nieto y lo pienso y me río y me emociona esto tan raro y tan hermoso de ser abuela, que es un título generoso y alegre, que por ahí me viene al pelo, pero que digo yo, cuándo ha pasado todo esto por mi lado? cuándo voy a saber que ya soy vieja?