El cartel adherido a uno de los postes de la carpa te ofrece una limpieza de aura por cinco euros. Es una carpa pequeña, una especie de tienda de campaña a lo Lawrence de Arabia tamaño familiar. Está flanqueada por un toldo bajo el que se proporcionan masajes gratuitos y el stand de una asociación que denuncia el abandono de mascotas. En la entrada de la carpa, un señor delgado con barba y camisa de cuadros sostiene un taco de folletos. El señor advierte que te has detenido a leer el cartel y te anima a traspasar la lona blanca. No te atreves a rechazar su propuesta. En el interior de la carpa descubres un sillón sobre el que cuelga algo demasiado similar al secador de pelo de un salón de belleza. El señor de la barba deja los folletos sobre el suelo y baja el cierre de cremallera que constituye la entrada a la carpa. Te invita a que te sientes en el sillón. El suelo está cubierto por una alfombra color hierba plagada de bultos y arrugas. El color del sillón es el de un café con leche corto de café. Te dejas caer sobre él y el señor comienza a desabotonarse la camisa. Después se desabrocha el cinturón y sus pantalones se deslizan hasta sus tobillos. No lleva ropa interior. Cuando se agacha para enchufar la toma de corriente del secador en lo que parece un generador eléctrico, te fijas en la raja negra y peluda que divide su trasero. Le dices que acabas de recordar que no llevas dinero encima. Que si te espera tan solo diez minutos puedes acercarte hasta un cajero. Tienes tanta prisa por salir que tu forcejeo con la cremallera de la puerta provoca que la carpa se os caiga encima.