"La cara es el espejo del alma, dice con voz queda Miguel Caballero, el investigador que cerró el gran puzle de la muerte de Federico García Lorca con la identificación de quienes apretaron el gatillo: el pelotón que fusiló al poeta en Granada. Mariano, Benavides, Salvaorillo, Fernando, Antonio y Cascales. Cinco hombres sin piedad y uno con remordimientos.
Mientras recita sus nombres, Caballero contempla una vieja foto de Mariano, el jefe malencarado del piquete de ejecutores. "Era de carácter frío para fusilar", añade como queriendo completar el retrato.
Madrugada del 17 de agosto de 1936. El termómetro marca 16 grados. Solo los haces de luz de dos coches cuyos motores runrunean en el silencio rompen la oscuridad sobre el barranco de Víznar. En el segundo automóvil, un Buick descapotable de color rojo cereza, hace Federico su último viaje. A su lado lloran su maldita suerte dos banderilleros anarquistas y un maestro cojo con muletas. Se detiene la comitiva y empiezan los empujones, en la curva a la derecha que hay a la altura del cortijo Gazpacho.
Cuatro hombres saben que van a morir. Seis, que van a matar, porque la guerra los ha convertido en verdugos. Matarifes del disparo en la nuca, o en la frente, por la promesa de 500 pesetas de sobresueldo y un ascenso como guardias de asalto.
Quizá Federico estaba muerto antes de recibir los dos tiros de gracia. ¿Cómo no morirse al ver entre quienes te dan el paseo a aquel pariente de tu padre, el Benavides? Después anduvo el indeseable voceando por Granada el pim-pam-pum: "Le he dado dos tiros en la cabeza al cabezón". Frase que un compinche suyo, fanfarrón y mentiroso porque nunca estuvo allí, reformularía en los bares para pasar a la historia de la infamia: "Le he dado dos tiros en el c... por maricón".
Era un pelotón secreto, hasta hoy. Aquella madrugada -el reloj no daba las cuatro-, el cabo Mariano dispuso de su escuadra al completo. Todos con sus pistolas Astra (modelo 902 calibre 7,65 mm) al cinto y sus fusiles Mauser (modelo 1893) llenos de munición. Todos para hacer verdad, de manera póstuma, el verso que Federico había escrito -y tachado luego- el Poeta en Nueva York: "Y me ofrezco a ser devorado por campesinos españoles".
Hijo de jornaleros era Mariano Ajenjo Moreno, jefe del piquete y, con 53 años, el más veterano de los seis matarifes. Y Antonio Benavides Benavides, nieto de la hermana de la primera mujer del padre de Lorca, también tenía sangre de campo, por más que durante 10 años probara suerte como emigrante en Buenos Aires y, antes, su 1,64 de estatura le impidiera seguir la carrera de las armas, en la que destacó por su fiereza y crueldad en la guerra de Marruecos. Terminó sus días en una vida depravada.
Todo lo suyo, y lo de Salvador Varo Leyva, Salvaorillo, el hijo huérfano de un zapatero de Chiclana; y lo de los campeones de tiro Juan Jiménez Cascales y Fernando Correa Carrasco; además del historial de Antonio Hernández Martín, con el que se cierra el pelotón, está en sus expedientes militares, que fueron la piedra de toque con la que Miguel Caballero pudo contrastar y cerrar su investigación, después de tres años y medio de labor detectivesca en registros civiles, cementerios y charlas con los más viejos del lugar.
Porque todos los que vivieron las últimas horas de Lorca, desde su detención en la casa familiar de su amigo Luis Rosales, donde se hallaba alojado, hasta que su cuerpo fue arrojado sin vida a una fosa frente al cortijo Gazpacho, están muertos salvo la mujer que le llevó su última cena.
Se llama Eva María Rocaberti, tiene 101 años y la memoria roída por el alzhéimer. Vivía en Víznar con su marido, Manuel Martínez Bueso, hombre de confianza del capitán al mando de las tropas en el frente de Víznar, José María Nestares.
Aunque fueran tiempos de gran matanza (la sublevación de Franco contra la II República había empezado un mes antes), los verdugos del fusilado más famoso de la Guerra Civil no han podido hacer desaparecer sus nombres de la Historia. Coincidiendo con el 75 aniversario de la matanza (y del inicio de la guerra), Caballero los ha desenterrado, sin más propósito que contar toda la verdad.
El teniente coronel retirado de la Guardia Civil Nicolás Velasco (mano derecha del gobernador de Granada), fue quien, en ausencia del funcionario, ordenó la detención y posterior traslado de Lorca al barranco. Las acusaciones, poco claras, se han relacionan con su afinidad con el Frente Popular y su abierta homosexualidad.
El investigador sugiere que el dramaturgo fue víctima de un ajuste de cuentas entre familias. Su padre, Federico García Rodríguez, estaba enfrentado a las familias Roldán y Alba. Velasco era protector de los Roldán.
13:30 del 16 de agosto. El exdiputado derechista Ramón Ruiz Alonso, el falangista Federico Martín Lagos y el abogado Juan Luis Trescastro (rival político, años atrás, del padre del poeta) se presentan en el número 1 de la calle Angulo de Granada, el domicilio familiar de los Rosales, para llevar detenido a Lorca (quien había buscado refugio en sus amigos, tras ser golpeado una semana antes por un piquete de exaltados) al Gobierno Civil. De allí, caída la noche, sería traslado en coche a La Colonia, en Víznar, un viejo molino que funcionaba como centro de detención y corredor de la muerte para quienes iban a ser fusilados sin juicio ni procedimiento penal.
Y allí, apartados de la vista de todos es donde se cruzan los destinos de Lorca y el pelotón del cabo Mariano. "Llegó sobre las 11:30 o 12 de la noche", dejó dicho Nestares en una entrevista, a finales de los 60, con el investigador Eduardo Molina Fajardo.
"Yo estaba dormido", proseguía su relato Nestares, "y entró y me despertó el teniente de asalto Martínez Fajardo. Me dijo que llevaba una orden para fusilar a cuatro. Uno de ellos era Federico. A mí me molestaba atrozmente esto. Llamé a Manolo Martínez Bueso para que los guiara, los vigilara y presenciara la ejecución".
Pero fueron uniformados de Nestares quienes mataron a Lorca. "Eran soldados sin sentido de culpa. Solo uno, que sepa, dio muestras de sufrir las ejecuciones como un martirio. Era Jiménez Cascales", dice Caballero. "Esto no es para mí", se lamentaba cuando Nestares lo asignó por su precisión como tirador. Quienes convivieron con él temieron que terminara loco.
Han pasado 75 años y Caballero, el investigador, abre los brazos en cruz marcando sobre la tierra el lugar donde él cree que fueron ejecutados y sepultados Federico García Lorca, los banderilleros anarquistas Francisco Galadí y Juan Arcoya Cabezas y Don Dióscoro, el maestro cojo de Pulianas que les contaba a sus alumnos que Dios no existía.
"Por aquí, por aquí...". El sitio dista 400 metros del que señaló el biógrafo lorquiano Ian Gibson y donde la Junta de Andalucía realizó hace poco la célebre, y fallida, excavación en busca de Lorca.
"De los banderilleros -explica- Galadí era el más peligroso". Que los fusilaran con Lorca fue puro azar de aquellos días atroces. A Lorca nadie lo olvidará. Él se quedó sin nadie en vida. De niño le mataron a su padre, un guardia forestal, su madrastra y un hermanastro. Al morir, nadie reclamó su cuerpo. Terminó en un osario común. Dicen que fueron dos tiros. Que iba en pijama."
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