lunes, 6 de enero de 2020

Franz Kafka


Un año antes de su muerte, Franz Kafka vivió una experiencia muy insólita. Paseando por el parque Steglitz, en Berlín, encontró a una niña llorando desconsolada: había perdido su muñeca.
Kafka se ofreció a ayudar a buscar a la muñeca y se dispuso a reunirse con ella al día siguiente en el mismo lugar.
Incapaz de encontrar a la muñeca compuso una carta “escrita” por la muñeca y se la leyó cuando se reencontraron:
- “Por favor no me llores, he salido de viaje para ver el mundo. Te voy a escribir sobre mis aventuras ...“
Este fue el comienzo de muchas cartas.
Cuando él y la niña se reunían, él le leía estas cartas cuidadosamente compuestas de aventuras imaginarias sobre la querida muñeca . La niña fue consolada. Cuando las reuniones llegaron a su fin, Kafka le regaló una muñeca. Ella obviamente se veía diferente de la muñeca original. Una carta adjunta explicó:
-"Mis viajes
me han cambiado …"
Muchos años más tarde, la chica ahora crecida, encontró una carta metida en una grieta desapercibida dentro de la muñeca . En resumen, decía:
"Cada cosa que amas, es muy probable que la pierdas, pero al final, el amor volverá de una forma diferente“.
Franz Kafka

*Mario Benedetti /La Tregua.

Sábado 2 de marzo.
Anoche, después de treinta años, volví a soñar con mis encapuchados. Cuando yo tenía cuatro años o quizá menos, comer era una pesadilla.
Entonces mi abuela inventó un método realmente original para que yo tragase sin mayores problemas la papa deshecha. Se ponía un enorme impermeable de mi tío, se colocaba la capucha y unos anteojos negros. Con ese aspecto, para mí terrorífico, venía a golpear en mi ventana. La sirvienta, mi madre, alguna tía, coreaban entonces: “¡Ahí está don Policarpo!”. Don Policarpo era una especie de monstruo que castigaba a los niños que no comían. Clavado en mi propio terror, el resto de mis fuerzas alcanzaba para mover mis mandíbulas a una velocidad increíble y acabar de ese modo con el desabrido, abundante puré. Era cómodo para todos. Amenazarme con don Policarpo equivalía a apretar un botón casi mágico. Al final se había convertido en una famosa diversión. Cuando llegaba una visita, la traían a mi cuarto para que asistiera a los graciosos pormenores de mi pánico. Es curioso cómo a veces se puede llegar a ser tan inocentemente cruel. Porque, además del susto, estaban mis noches, mis noches llenas de encapuchados silenciosos, rara especie de Policarpos que siempre estaban de espaldas, rodeados de una espesa bruma. Siempre aparecían en fila, como esperando turno para ingresar a mi miedo. Nunca pronunciaban palabra, pero se movían pesadamente en una especie de intermitente balanceo, arrastrando sus oscuras túnicas, todas iguales, ya que en eso había venido a parar el impermeable de mi tío. Era curioso: en mi sueño sentía menos horror que en la realidad. Y, a medida que pasaban los años, el miedo se iba convirtiendo en fascinación. Con esa mirada absorta que uno suele tener por debajo de los párpados del sueño, yo asistía como hipnotizado a la cíclica escena. A veces, soñado otro sueño cualquiera, yo tenía una oscura conciencia de que hubiera preferido soñar mis Policarpos. Y una noche vinieron por última vez. Formaron en su fila, se balancearon, guardaron silencio, y como de costumbre, se esfumaron. Durante muchos años dormí con una inevitable desazón, con una casi enfermiza sensación de espera. A veces me dormía decidido a encontrarlos, pero sólo conseguía crear la bruma y, en raras ocasiones, sentir las palpitaciones de mi antiguo miedo. Sólo eso. Después fui perdiendo aun esa esperanza y llegué insensiblemente a la época en que sueño. También llegué a olvidarlo. Hasta anoche. Anoche, cuando estaba en el centro mismo de un sueño más vulgar que pecaminoso, todas las imágenes se borraron y apareció la bruma, y en medio de la bruma, todos mis Policarpos. Sé que me sentí indeciblemente feliz y horrorizado. Todavía ahora, si me esfuerzo un poco, puedo reconstruir algo de aquella emoción. Los Policarpos, los indeformables, eternos, inocuos Policarpos de mi infancia, se balancearon y, de pronto, hicieron algo totalmente imprevisto. Por primera vez se dieron vuelta, sólo por un momento, y todos ellos tenían el rostro de mi abuela.

domingo, 5 de enero de 2020

Tengo arrugas


Me miré en el espejo y descubrí que tenía muchas arrugas alrededor de los ojos, la boca y la frente.
Tengo arrugas porque tenía amigos, y nos reímos, nos reímos mucho, hasta las lágrimas.
Y conocía el amor, lo que me hizo entrecerrar los ojos de alegría.
Tengo arrugas porque he tenido hijos, y he estado preocupado por ellos desde la concepción, y he sonreído ante cada nuevo descubrimiento y pasé noches acunándolos.
Y luego lloré.
Lloré por las personas que amaba y que se fueron, por un corto tiempo o para siempre o sin saber por qué.
He observado, he pasado horas sin dormir para proyectos que salieron bien, salieron mal, nunca se fueron, por la fiebre de los niños, para leer un libro o hacer el amor.
Vi hermosos y nuevos lugares que me abrieron la boca con asombro, y vi los viejos, viejos lugares que me hicieron mover.
Dentro de cada surco en mi cara, en mi cuerpo, se esconde mi historia, las emociones que experimenté, mi belleza más íntima y si borro esto, me borraría.
Cada arruga es una anécdota de mi vida, un latido de mi corazón, es el álbum de fotos de mis recuerdos más importantes.
Marinella Canu