Un escritor al que no le interesaba la literatura -como solía decir-, que aprendió de su vida nómade siguiendo a su padre electrotécnico por las distintas ciudades del interior. Fue él, que nació un día de Reyes de 1943 en la calle Alem de Mar del Plata, mientras Borges y Bioy Casares imaginaban las historias de Isidro Parodi, que nunca terminó el secundario, que no cumplió el sueño de sus padres de ser ingeniero ni el suyo de ser futbolista. Soriano, el escritor, el periodista, el cinéfilo, el fanático, “El Gordo”, que creció entre los paisajes y amistades que podían ofrecerle Mar del Plata, luego Tandil, San Luis, Río Cuarto, Río Negro, jugando a las barajas, refugiándose en el cine y el fútbol. Se hizo de San Lorenzo, sin importar lo que eso significaba en una provincia, sin nunca pensar en otra camiseta. Quizás ya entonces se gestaban los gérmenes de esa intensa provocación que caracterizaría siempre a Osvaldo Soriano.
Ya pasaron 16 años. Soriano no está. Pero no deja de estar presente. Ni él, ni el periodista de Triste, solitario y final,
ni su Andrés Galván y Tony Rocha, ni su Julio Carré, ni sus artistas,
locos y criminales, ni sus rebeldes, soñadores y fugitivos, ni sus
piratas, fantasmas y dinosaurios. No deja de estar, pese a los críticos y
académicos que desdeñaron sus historias y su estilo.
Le
gustaban los libros. Amaba a Arlt, a Cortázar y a Chandler. También a
Simenon y a Greene, cuyas muertes, dijo, “lloró como un chico”. Su iniciación a la lectura fue con Soy leyenda,
de Richard Matheson, en 1961. Y luego siguió: los clásicos del siglo
XIX, los rioplatenses, los americanos, los clásicos de nuevo,
implantando una lectura de orden caótico que lo seguiría toda su vida.
Así
como empezó a leer, también empezó a escribir, en la oficinita de una
metalúrgica de Tandil, mientras trabajaba de sereno. Se sentaba en la
máquina y tipeaba hasta el amanecer sus “primeros cuentitos, muy
cortazarianos”. Y nunca más pudo escribir de día. Ya en Tandil, entre
reuniones de café de intelectuales socialistas, dejó de pensar en fútbol
y decidió ser escritor. Ahí consiguió su primer trabajo como periodista
en El Eco de Tandil. Y arrancó: llegó a Buenos Aires en 1969 detrás de una nota sobre Semana Santa encargada por Osiris Troiani, para después seguir con sus
crónicas en Panorama y La Opinión, luego durante su exilio en medios
europeos como Il Manifiesto y Le Canard Echainé, y en su retorno al
país, en Página/12. Las vueltas de la vida: ya como periodista, volvió a recorrer las ciudades y pueblos del interior que había recorrido durante su infancia.
Fue en 1973 cuando irrumpió en la literatura con Triste, solitario y final. Apenas ocurrido el golpe de estado de 1976 se fue a Bélgica y de ahí a París, donde vivió hasta 1983, cuando regresó al país. “Las
únicas dos veces que elegí realmente dónde vivir fueron la primera vez
que llegué a Buenos Aires y cuando volví del exilio”, dijo alguna vez.
Cuando salió de Buenos Aires nadie lo perseguía. Pero “era mejor estar equivocado con la dictadura que tener razón obedeciéndola”. Viajó y
se quedó defendiendo a los exiliados y denunciando la desaparición de
personas, que siguió acá, orgulloso, hasta sus últimos días, como cuando
escribió para la conmemoración de los veinte años de la
dictadura: “Fui, con las Madres de Plaza de Mayo, con Cortázar, Osvaldo
Bayer, David Viñas, con miles de otros mejores que yo, uno más de lo que
los militares llamaban ‘campaña antiargentina’”.
Y por esa época conoció a Osvaldo Bayer, personalmente. En realidad lo había conocido antes, ya que “como
siempre con las muy buenas amistades, empezó con una pelea”, cuenta
Bayer, a sus 84 años, mientras explora por primera vez las posibilidades
del Skype en una entrevista con Ñ Digital desde Linz Am Rhein. Él
investigaba sobre Severino Di Giovanni -el anarquista fusilado por la
dictadura de Uriburu-, cuando salió una nota firmada por Osvaldo Soriano
sobre el mismo anarquista que decía exactamente lo contrario. Entonces,
claro, Bayer llamó furioso a la revista, y habló, por primera vez, con
ese tal Soriano. “Soriano, mucho gusto”, se presentó. “¿Sabe
lo que quiero decirle a usted? Usted es poco hombre”. Eso entre otros
improperios. Y pasaron varios años, a Bayer le tocó ir al exilio, y en
la Feria del Libro de Frankfurt se encontró nuevamente con Soriano, que
estaba con el editor Daniel Divinsky. Pero a esa altura, lo de Di
Giovanni estaba olvidado para Bayer. “¿Lo conocés a Osvaldo Soriano?”,
dice Divinsky. “Sí, mucho gusto, ahora lo conozco personalmente”,
contesta Bayer, “Su libro es magnífico, es un gran escritor”. Entonces
Soriano lo mira y le dice: “Sí, pero yo soy poco hombre”. Tras
cuestiones aclaradas, a partir de ese momento fueron los mejores amigos.
Fue también por esos años cuando se conoció en el país No habrá más penas ni olvido -llevada al cine por Héctor Olivera- y se publicó Cuarteles de invierno,
que venía de ser considerada mejor novela extranjera en Italia y fue
adaptada al cine dos veces. Pero fue en Argentina, tras su imposibilidad
de escribir desde el exilio, cuando lanzó A sus plantas rendido un león, Una sombra ya pronto serás -llevada al cine en 1994 otra vez por Olivera-, El ojo de la patria, La hora sin sombra y su libro para chicos, El negro de París. Y también los cuatro volúmenes con sus mejores crónicas periodísticas: Artistas, locos y criminales (1984), Rebeldes, soñadores y fugitivos (1988), Cuentos de los años felices (1993) y Piratas, fantasmas y dinosaurios (1996).
La
fascinación que ejercía sobre los lectores se tradujo en enormes ventas
y en traducciones a distintos idiomas en el extranjero. “Sus libros
demuestran una gran profundidad de todo tipo, una sabiduría popular
escrita en un idioma absolutamente popular. Y eso es lo que lo hizo
triunfar tanto”, afirma Bayer. “Lo que más valor tiene es que el lector
común tiene a su escritor querido, porque Soriano se metía bien en las
venas de los barrios porteños, en las venas de lo que es el argentino.
Nadie como él ha descrito al porteño con esa profundidad”. Fue
ese particular pacto con los lectores lo que lo convirtió en el autor
argentino vivo más leído de su época. Con su literatura enfrentó a los
argentinos con su identidad. Como dijo Bioy Casares, un argentino que
escribía como un argentino. Un novelista atípico. “En
el fondo, mis libros plantean por infinitésima vez en la literatura
argentina el problema de la identidad. Por eso mis personajes son
contradictorios y se parecen tanto a los comunes mortales”, diría alguna
vez. Conciencia civil, democrática y política, un intuitivo que montó un mundo de perdedores sentimentales, una suerte de flâneurs tragicómicos que vagan por los pueblos en busca de sí mismos.
Soriano,
con Bayer, David Viñas, León Rozitchner y Tito Cossa, conformó un grupo
de escritores que se reunía los jueves en “el Tugurio” -como Soriano
apodó a la casa de Bayer. Era un provocador. “Siempre llegaba más tarde a
las reuniones y largaba un tema para que se agarraran en la discusión
Viñas y Rozitchner. Y siempre se agarraban tremendamente, a los gritos.
Entonces Soriano levantaba la copa y brindaba sonriente, porque otra vez
había triunfado”, recuerda Bayer. “Lo que hubiera hecho, lo que hubiera escrito si hubiera vivido”.
Como
Soriano escribió alguna vez: “Un escritor está siempre igual de solo
que un corredor de maratón. De esa soledad debe sacarlo todo: música
celeste y ruido de tripas. Y también la peregrina ilusión de que un día,
alguien decida abrir su libro para ver si vale la pena robarle horas al
sueño con algo tan absurdo y pretencioso como una página llena de
palabras”.
Y no hay duda de que vale la pena.
romi