Tooru Okada está en el paro. Ha dejado su trabajo en un bufete de abogados y no parece tener prisa por buscar un nuevo trabajo. Un día recibe la llamada de una mujer misteriosa que parece proponerle sexo telefónico. Y a partir de ese momento su vida cambiará. Desaparecerá su gato y, más tarde, su mujer. Aparecerán extraños personajes en su vida, algunos con poderes mágicos, a veces en sueños particularmente realistas. Todo parece estar relacionado con el-pájaro-que-da-cuerda, un pájaro que emite un sonido como de dar cuerda al mundo, y que sólo unos pocos parecen oir.
Releí este libro en medio de una gripe especialmente virulenta, lo que contribuyó a acentuar aún más la extraña mezcla de realidad y fantasía de sus páginas. Al igual que en La caza del carnero salvaje la realidad no es lo que parece; poderes ocultos parecen estar sueltos por el mundo y hay gente que son sus depositarios.
El protagonista quiere recuperar a su mujer, y tendrá que recorrer un largo y extraño camino para conseguirlo. Pero confía en ella y en sí mismo, poca cosa en comparación con los enemigos a los que se enfrenta. La primera vez que lo leí me impresionó tanto la fuerza de la confianza del protagonista que hizo que me replanteara mi actitud ante determinadas cosas. Mejor que un libro de autoayuda.
Murakami tiene muy buena mano describiendo treintañeros sin proyecto vital, aparentemente inanes, que repentinamente parecen tener mejor temple que el acero. Y también destaca describiendo el mal que parece dominar a ciertas personas y que parece venir de otro mundo, un mundo inhóspito y terrible, porque más terrible sería si ese mal es sencillamente humano.
Extracto:
En las casas antiguas, por el contrario, apenas se apreciaba algún signo de vida. En el seto, a modo de biombo, se distribuían con habilidad diferentes tipos de arbustos y por los intersticios podían verse amplios jardines bien cuidados.
En el rincón de un patio trasero había un solitario árbol de Navidad, seco y de color marrón. En otro jardín se amontonaban juguetes infantiles, revelación de infancias ya pasadas de varias personas. Un triciclo, un juego de aros, una espada de plástico, una pelota de goma, una tortuga de juguete, un pequeño bate de béisbol… Había un jardín donde habían instalado una canasta de baloncesto, otro con unas preciosas sillas de jardín alrededor de una mesa de cerámica. Aquellas sillas blancas llevaban aparentemente meses (quizás años) sin usarse y estaban cubiertas de tierra. Encima de la mesa, arrastrados y adheridos por la lluvia, unos pétalos de magnolia de color carmesí.
En otra casa, a través de una puerta corredera con el marco de aluminio, podía verse de una sola mirada toda la sala de estar. Había un tresillo de cuero, un televisor de grandes dimensiones, un aparador (y encima una pecera con peces tropicales y dos trofeos) y una lámpara de pie de diseño. Parecía el decorado de una telenovela. También había un jardín con una caseta enorme para un perro grande, pero el perro no se veía por ningún lado y la puerta estaba abierta de par en par. La tela metálica de la puerta estaba abombada, como si alguien llevara meses descargando todo su peso contra ella desde el interior.
La casa abandonada de la que hablaba Kumiko se encontraba un poco más allá de la casa de la perrera. Comprendí al primer golpe de vista que la casa estaba deshabitada. Y que no llevaba vacía precisamente unos dos o tres meses. Era una casa de dos plantas bastante moderna, pero los cerrojos de las contraventanas, cerradas a cal y canto, estaban oxidados y sobre la barandilla de las ventanas del primer piso se extendía una pátina de herrumbre rojiza. En el pequeño jardín se erguía una estatua de piedra de un pájaro con las alas extendidas. La estatua se apoyaba sobre un pedestal que de alto alcanzaba el pecho de una persona, a su alrededor crecían frondosos los hierbajos, y las puntas de los tallos de vara de oro que eran especialmente altos llegaban a tocar los pies del pájaro. Éste -aunque no sé qué tipo de pájaro debía de ser-aparecía con las alas desplegadas como si, de un momento a otro, fuera a levantar el vuelo en aquel jardín inhóspito. Aparte de aquella estatua no había otro adorno en el jardín. Frente a la casa se amontonaban algunas sillas de plástico de aspecto anticuado y, a su lado, una azalea mostraba sus flores de un brillante color rojo extrañamente irreal. Y hierbajos.
Me apoyé contra la verja que me llegaba hasta el pecho y contemplé el jardín unos instantes. Era en efecto el tipo de jardín que gusta a los gatos, pero no se veía ninguno por ninguna parte. Encima del tejado, una paloma posada en la antena de televisión proyectaba su arrullo monótono sobre aquella escena. La sombra del pájaro de piedra caía sobre los hierbajos que crecían exuberantes a su alrededor.
Saqué un caramelo de limón del bolsillo, lo desenvolví y me lo metí en la boca. Había aprovechado la ocasión de dejar el trabajo como pretexto para dejar de fumar y, desde entonces, a cambio, no podía vivir sin tener a mano un caramelo de limón. «Eres un caramelo-adicto», me decía mi mujer. «Se te van a llenar los dientes de caries.» Pero yo no podía dejar de chupar caramelos de limón. Mientras contemplaba el jardín, la paloma siguió posada en la antena arrullando en un idéntico tono regular, como un oficinista que fuera estampando un número en cada una de las hojas de un talonario. No sé cuánto tiempo estuve apoyado contra la verja. Recuerdo haber tirado el caramelo al suelo a medio chupar, cuando ya había dejado todo su dulzor en mi boca. Dirigí de nuevo la mirada hacia el lugar donde se proyectaba la sombra del pájaro de piedra. Y entonces me pareció oír una voz a mis espaldas que me llamaba.
Al volverme vi a una jovencita de pie en el patio trasero de la casa de enfrente. Era baja de estatura e iba peinada con una coleta. Llevaba gafas de sol oscuras con la montura de color caramelo y vestía una camisa sin mangas de color azul celeste. Pese a no haber terminado aún la estación de las lluvias, sus delgados brazos desnudos mostraban un bronceado uniforme y bonito. Tenía una mano metida en el bolsillo de los pantalones cortos y la otra apoyada sobre el portillo de bambú que le llegaba hasta la cintura, manteniendo de este modo un precario equilibrio. Entre ella y yo había una distancia de aproximadamente un metro.
-¡Uf! ¡Qué calor! -exclamó la chica.
-Sí, desde luego -dije yo.
Breve Biografía
Haruki Murakami nació el 12 de enero de 1949 en Kyoto (Japón). Creció en Kobe en el seno de una familia amante de la cultura, no en vano sus padres eran profesores de literatura japonesa.
Comentario del libro
Este fue el primer libro que leí de Murakami. El autor efectivamente tiende al mismo prototipo de personajes principales en sus novelas pero tratando de dejar lo obvio un poco de lado, es decir, el infaltable mundo fantástico y sus protagonista, cada una de sus novelas tiene un sabor en particular de la cultura nipona observada desde la triste, individualista y solitaria juventud del Japón de hoy en día. Murakami es el reflejo fantástico del Japón de los últimos años.
En cuanto a “El Pájaro que da ..” sin lugar a dudas debe ser la mejor de sus novelas hasta el día de hoy. La mezcla la amalgama entre lo real y lo fantastico sumado a una diversidad de escritura que a veces desconcierta al saltar de un capitulo a otro (especialmente en la parte final) hacen de este un libro más que recomendable para leer.
romi
Releí este libro en medio de una gripe especialmente virulenta, lo que contribuyó a acentuar aún más la extraña mezcla de realidad y fantasía de sus páginas. Al igual que en La caza del carnero salvaje la realidad no es lo que parece; poderes ocultos parecen estar sueltos por el mundo y hay gente que son sus depositarios.
El protagonista quiere recuperar a su mujer, y tendrá que recorrer un largo y extraño camino para conseguirlo. Pero confía en ella y en sí mismo, poca cosa en comparación con los enemigos a los que se enfrenta. La primera vez que lo leí me impresionó tanto la fuerza de la confianza del protagonista que hizo que me replanteara mi actitud ante determinadas cosas. Mejor que un libro de autoayuda.
Murakami tiene muy buena mano describiendo treintañeros sin proyecto vital, aparentemente inanes, que repentinamente parecen tener mejor temple que el acero. Y también destaca describiendo el mal que parece dominar a ciertas personas y que parece venir de otro mundo, un mundo inhóspito y terrible, porque más terrible sería si ese mal es sencillamente humano.
Extracto:
En las casas antiguas, por el contrario, apenas se apreciaba algún signo de vida. En el seto, a modo de biombo, se distribuían con habilidad diferentes tipos de arbustos y por los intersticios podían verse amplios jardines bien cuidados.
En el rincón de un patio trasero había un solitario árbol de Navidad, seco y de color marrón. En otro jardín se amontonaban juguetes infantiles, revelación de infancias ya pasadas de varias personas. Un triciclo, un juego de aros, una espada de plástico, una pelota de goma, una tortuga de juguete, un pequeño bate de béisbol… Había un jardín donde habían instalado una canasta de baloncesto, otro con unas preciosas sillas de jardín alrededor de una mesa de cerámica. Aquellas sillas blancas llevaban aparentemente meses (quizás años) sin usarse y estaban cubiertas de tierra. Encima de la mesa, arrastrados y adheridos por la lluvia, unos pétalos de magnolia de color carmesí.
En otra casa, a través de una puerta corredera con el marco de aluminio, podía verse de una sola mirada toda la sala de estar. Había un tresillo de cuero, un televisor de grandes dimensiones, un aparador (y encima una pecera con peces tropicales y dos trofeos) y una lámpara de pie de diseño. Parecía el decorado de una telenovela. También había un jardín con una caseta enorme para un perro grande, pero el perro no se veía por ningún lado y la puerta estaba abierta de par en par. La tela metálica de la puerta estaba abombada, como si alguien llevara meses descargando todo su peso contra ella desde el interior.
La casa abandonada de la que hablaba Kumiko se encontraba un poco más allá de la casa de la perrera. Comprendí al primer golpe de vista que la casa estaba deshabitada. Y que no llevaba vacía precisamente unos dos o tres meses. Era una casa de dos plantas bastante moderna, pero los cerrojos de las contraventanas, cerradas a cal y canto, estaban oxidados y sobre la barandilla de las ventanas del primer piso se extendía una pátina de herrumbre rojiza. En el pequeño jardín se erguía una estatua de piedra de un pájaro con las alas extendidas. La estatua se apoyaba sobre un pedestal que de alto alcanzaba el pecho de una persona, a su alrededor crecían frondosos los hierbajos, y las puntas de los tallos de vara de oro que eran especialmente altos llegaban a tocar los pies del pájaro. Éste -aunque no sé qué tipo de pájaro debía de ser-aparecía con las alas desplegadas como si, de un momento a otro, fuera a levantar el vuelo en aquel jardín inhóspito. Aparte de aquella estatua no había otro adorno en el jardín. Frente a la casa se amontonaban algunas sillas de plástico de aspecto anticuado y, a su lado, una azalea mostraba sus flores de un brillante color rojo extrañamente irreal. Y hierbajos.
Me apoyé contra la verja que me llegaba hasta el pecho y contemplé el jardín unos instantes. Era en efecto el tipo de jardín que gusta a los gatos, pero no se veía ninguno por ninguna parte. Encima del tejado, una paloma posada en la antena de televisión proyectaba su arrullo monótono sobre aquella escena. La sombra del pájaro de piedra caía sobre los hierbajos que crecían exuberantes a su alrededor.
Saqué un caramelo de limón del bolsillo, lo desenvolví y me lo metí en la boca. Había aprovechado la ocasión de dejar el trabajo como pretexto para dejar de fumar y, desde entonces, a cambio, no podía vivir sin tener a mano un caramelo de limón. «Eres un caramelo-adicto», me decía mi mujer. «Se te van a llenar los dientes de caries.» Pero yo no podía dejar de chupar caramelos de limón. Mientras contemplaba el jardín, la paloma siguió posada en la antena arrullando en un idéntico tono regular, como un oficinista que fuera estampando un número en cada una de las hojas de un talonario. No sé cuánto tiempo estuve apoyado contra la verja. Recuerdo haber tirado el caramelo al suelo a medio chupar, cuando ya había dejado todo su dulzor en mi boca. Dirigí de nuevo la mirada hacia el lugar donde se proyectaba la sombra del pájaro de piedra. Y entonces me pareció oír una voz a mis espaldas que me llamaba.
Al volverme vi a una jovencita de pie en el patio trasero de la casa de enfrente. Era baja de estatura e iba peinada con una coleta. Llevaba gafas de sol oscuras con la montura de color caramelo y vestía una camisa sin mangas de color azul celeste. Pese a no haber terminado aún la estación de las lluvias, sus delgados brazos desnudos mostraban un bronceado uniforme y bonito. Tenía una mano metida en el bolsillo de los pantalones cortos y la otra apoyada sobre el portillo de bambú que le llegaba hasta la cintura, manteniendo de este modo un precario equilibrio. Entre ella y yo había una distancia de aproximadamente un metro.
-¡Uf! ¡Qué calor! -exclamó la chica.
-Sí, desde luego -dije yo.
Breve Biografía
Haruki Murakami nació el 12 de enero de 1949 en Kyoto (Japón). Creció en Kobe en el seno de una familia amante de la cultura, no en vano sus padres eran profesores de literatura japonesa.
Comentario del libro
Este fue el primer libro que leí de Murakami. El autor efectivamente tiende al mismo prototipo de personajes principales en sus novelas pero tratando de dejar lo obvio un poco de lado, es decir, el infaltable mundo fantástico y sus protagonista, cada una de sus novelas tiene un sabor en particular de la cultura nipona observada desde la triste, individualista y solitaria juventud del Japón de hoy en día. Murakami es el reflejo fantástico del Japón de los últimos años.
En cuanto a “El Pájaro que da ..” sin lugar a dudas debe ser la mejor de sus novelas hasta el día de hoy. La mezcla la amalgama entre lo real y lo fantastico sumado a una diversidad de escritura que a veces desconcierta al saltar de un capitulo a otro (especialmente en la parte final) hacen de este un libro más que recomendable para leer.
romi