"Anécdotas, olvidos y otros marasmos".
Celia Gourinski nació en Buenos Aires en 1938. En el año 1959 publica su primer libro “Nervadura del silencio”, en 1971 “El regreso de Jonás” prologado por Aldo Pellegrini. En 1978 “Tanaterótica” con prólogo de Francisco Madariaga, son sólo algunos ejemplos de su creación.
Este libro que presentamos hoy, Anécdotas, olvidos y otros marasmos, reúne 4 entrevistas realizadas a Celia Gourinski por Juan Carlos Otaño. Tiene un subtítulo: “Testimonios sobre el Grupo Surrealista Argentino”. Y Celia en sí es un testimonio viviente de esos tiempos de cambios, de ebullición, de ideas lanzadas al aire y recogidas con maestría al servicio siempre de la sin razón.
(...) “Tan temprano como en 1926, a instancias de Aldo Pellegrini, se forma un pequeño grupo integrado en su mayoría por estudiantes de medicina; este nucleamiento, un par de años más tarde, edita en Buenos Aires la revista Qué”. (1)
Con ella, se verá aparecer el primer grupo surrealista de lengua castellana surgido no mucho tiempo después del egrégoro original (fundado por André Breton, en París, 1924). Nos encontramos entonces con aquellos primeros pasos del surrealismo en el Río de la Plata y unas anécdotas increíbles de esos seres como dice Otaño, excepcionales entre los que podemos nombrar: Carlos Latorre, Aldo Pellegrini, Juan Antonio Vasco, Enrique Molina, Oliverio Girondo, Francisco Madariaga, Juan José Ceselli, Julio Llinás, Olga Orozco y en un paréntesis Alejandra Pizarnik que si bien no integraba las tertulias, era amiga de Celia. De todos hay recuerdos y momentos vividos con mucha intensidad.
-Sería interesante que nos dieras tu testimonio, de cómo era aquella casa de los Girondo. (2)
-En la entrada había un espantapájaros hermoso, el que fue pasajero del coche fúnebre que paseó por Buenos Aires, para presentar el libro Espantapájaros y que luego de la muerte de Oliverio pasó a ser de Enrique Molina; y además toda una serie de cosas extrañas, que para mí eran entrañas, eran entrañables.
De Aldo Pellegrini que fuera el primero que editó sus poesías sin que ella lo supiera, nos dice: (...) "Pellegrini era un gruñón, maravilloso gruñón, en algo parecido a Oliverio, pero con su personalidad. Porque todos teníamos quizás muy claro que nuestra semejanza estaba en la diferencia.
Hay muchas anécdotas de Enrique Molina con el cual viviera momentos intensos.
(...) "En ocasiones, Enrique le robaba trapos a la madre, repasadores, etc..., y con un piolín –que no sé cómo se las arreglaba– los cosía... Era al lado de su casa que construía una especie de carpa, que él describía como una “cueva” –porque claro, no le salía ni una carpa india, ni una casita, ni nada-; una cuevita dónde, según él, transcurría todas las horas sentadito, con la boca abierta y no haciendo nada. Hasta que el padre, después de pasar unos cuantos años de verlo así, no soportó más y lo llevó a un campo vecino –Enrique tenía 14 años–, para que hiciera algo y tuviera un oficio. Oficio que era trasladar paja de una parva a otra, y luego a otra, etc. Enrique no sabía que tenía un nombre ese oficio. Y se quedó mudo cuando el padre, orgulloso, porque el hijo al fin tenía un trabajo, le dijo: “¡Enrique, ahora usted –lo trataba siempre de usted–, ahora usted es un pajero”, y Enrique se quedó pensativo: “¡Se liberó papá”... pero no, ese era el oficio que tenía. Y cobraba un sueldo. Luego decía: “Y con el primer jornal de pajero, me compré un traje azul fosforescente”. ¡Que no se lo podía poner para nada, porque imaginate, un traje azul fosforescente, de neón...!
Luego en una referencia a la creación artística de Celia, Otaño le pregunta:
–Otra expresión tuya que levantó bastante polvareda, fue la creación de los “fetueños”...
–Estaban todos muy fascinados con los “fetueños”, porque eran una cosa... eran como unos bichitos hechos con piedras y con mostacilla, alambre, lenguas de víbora o lenguas espiraladas, y tenían colitas y medían unos 10 cm. Eran “fetueños”, ¿me entendés?. Muy coloridos, muy venenosos...
–Estas criaturas una vez liberadas, ¿qué género de vida llevaban?
–Mirá, una vez los regalé todos a una mujer... y se suicidó... ¡Lo lamento tanto por los “fetueños”…! ¡No sé dónde estarán ahora! Una vez expuse unos en una galería de Belgrano y llegaron a venderse casi todos. Tenían una etiqueta y precios. Todos decían: ¿Qué es esto? ¿Qué es esto? Y como explicación yo les respondía “fetueños”, entonces me preguntaban ¿Qué son los “fetueños?” Y yo les respondía: “Fetos que sueñan”... y al final decidí sacarlos de la venta.
Luego y como dije, en un paréntesis estaba su amistad con Alejandra Pizarnik.
(...) “porque Alejandra era un ser que se tapaba con las manos, se tapaba con los brazos... estaba increíblemente tapada por ella misma, era muy tímida...” Y hay toda una evocación del día de su muerte ocurrida (por suicidio) el 28 de Setiembre de 1972.
–¿Durante los días previos en los que habías estado con ella, no habías notado nada que presumiera este desenlace?
–No, realmente no lo noté. Yo no lo noté. ¿Viste cómo te juega el inconsciente, cuando vos no evocás nada? Puede que me equivoque de cabo a rabo, pero creo que no había nada en Alejandra, creo que Alejandra no denotaba nada... Seguíamos jugando en el suelo, a tirar palitos, a conversar de cosas importantes y no importantes; o nos quedábamos en silencio –gran compañero nuestro, el tercer compañero que teníamos–: nos poníamos a charlar con los ojos, en silencio por supuesto... Por otra parte, Alejandra jamás hacía proyectos.
Luego de esta primera parte de la entrevista, donde por supuesto hay muchas anécdotas más, de todos los que integraban aquellas tertulias que fueran el primer vestigio de un surrealismo naciente en el Río de la Plata, vienen unas apostillas que son recuerdos y vivencias mucho más próximos a Celia mujer, amiga, amante, una Celia que vuelca sus recuerdos en frases y en pequeños momentos.
Cuando habla de sus amigos oblicuos recuerda una anécdota de Francisco Madariaga. (…) “Era en ocasión de una reunión de poetas.
Coco, que estaba en el estrado, leyó el prólogo de mi libro Tanaterótica, y me saludó con la mano.
–¡Hola, Coco!– le grité.
Edgar Bayley, que estaba a mi lado, se levantó y exclamó:
–Ya no se le puede decir 'Coco', ya es grande, ya lleva pantalones largos... se le debe decir 'Francisco'”.
Cuando habla de Enrique Molina:
(...) “Entonces, me susurró al oído:
–Celia de mi alma, te mereces algo, que aunque no sea portátil, te recuerde a David en un regalo mío. Este árbol (el segundo de la calle Mansilla entrando por Coronel Díaz, a mano izquierda) es tuyo. Abracémoslo.
Y lo abrazamos”.
Mónica Marchesky
Marzo 2006
(1)Referencia extraída del prólogo de Juan Carlos Otaño.
(2)Parte de las entrevistas.