Foto: Juan Morán |
Te miran, te rodean, te consuelan, te apoyan, te compadecen. Te evitan.
Te culpan.
Te aconsejan.
Son sospechosas las babas del nautilus que te rozó en una ensenada, los nudos de la soga con la que saltabas, la miel tóxica de flores meditabundas, el color anaranjado de los caramelos, la costra mineral que formó el viento al agitar tu cabello. Lo son tus arrugas tostadas o esa espiral de dudosa espuma que hacía vibrar tu existencia. Lo es el licor que descorchaste a deshora.
Y te brindan pociones mágicas, amuletos hechiceros, colores y aromas que pulen el karma, tiritas para el dolor desconocido, antídotos para todos los venenos, frutas exóticas, esencias místicas, sinfonías extrañas que recomponen por dentro.
Y a tu confusión suman tantos caminos sin retorno, tantas promesas etéreas, tantas teorías gelatinosas, tanta estupidez, que te preguntas si los que tanto alzan la voz han estado alguna vez en esa playa, si realmente se arriesgarían a dar la espalda a la certeza de la ciencia si lo estuvieran.
Abandonas sin remedio lo equívoco, te sacudes las brumas a las que tentaba aferrarse y absorbes toda la luz que las rendijas de tu nueva cáscara permiten. Te entregas al destino de rodillas, cruzando el cielo con la tierra, plegando las alas. Y miras, con otros ojos, a los que, en silencio y con respeto, te arropan apostando sinceramente por tu renacer.
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