Comenzó a trabajar de sol a sol. Como no ganaba lo suficiente, con dieciséis años determinó irse a Francia, a la cría de caballos. En sus ratos de asueto, talaba los frondosos pinos de la finca. Sus potentes percherones le ayudaron, incansables, en el arrastre de la madera que, después de secar y almacenar, vendía con profusión.
Tras veinte años, regresó al pueblo con una fortuna considerable. Había decidido montar una empresa familiar de fabricación de guitarras y violines, con un lutier amigo que conoció en el país vecino.