“… y eso sería más triste aún
estar jugando al ajedrez mientras me
pierdo un día de tus
ojos llenos.”
(Óscar Aguado)
Dicen que el tío estaba tan desorientado que podía perderse al ponerse
una camisa. Y lo cierto era que eso no tenía nada de especial: ¿cuántas
veces había sacado la cabeza por una manga?, ¿cuántas una pierna por el cuello?
Tristemente, no pocas. Era tal su desorganización que a veces se rascaba la
nuca cuando le picaba un tobillo, o se echaba desodorante en las rodillas y
champú en el cielo de la boca.
Sin embargo, pudo ser gracias a este tambaleo vital que la encontró a
ella. O ella a él. O la una al otro y la otra al uno. O ninguno se encontró y ahora
era cuando estaban encontrándose. Quién sabe. Lo cierto es que no sabían si pudo
ser pura casualidad, como cuando viajas al fin del mundo y encuentras al vecino
del tercero, o cualquier otra fuerza extraña que pudiera estar moviendo los
hilos del Universo. Por supuesto, la intervención divina estaba descartada,
pero ella, que era capaz de inventar sus propias teorías y sus propios
superlativos, estaba convencida de que “todo ocurre por una razón”, y que, por
tanto, si sus caminos se habían cruzado de esa manera, algo habría que hacer
con todo aquello.
Siguiendo esta convicción, no dudó en escribirle una tarde y provocarle
un alarido al corazón. Le sugería un plan nocturno tan habitual que él pudo leer
lo extraordinario entre las líneas. Entonces algún extraño motor se apoderó de su cuerpo y no pudo parar de agitarse y parlotear durante las cuatro horas que
faltaban para verse; podías encontrarle tendiendo la ropa y diciendo “Si ya
sabía yo que esos abrazos no eran neutrales” o, momentos después, saltando en
la cocina mientras cantaba a voz en grito I
will survive!
Ya aquella noche, cuando se reunieron en la estación, él supo que no sólo
tenía delante a la Ana que conocía, su compañera de prácticas, sino, además, a
la Ana más seductora, la que sonríe y parece decir “bésame YA”, la que mira y
te vuelca las palabras, la que te atrapa en la línea de sus manos, la que…
horas después te abraza en su cama.
Desde entonces él también cree que todo ocurre por una razón: ¿cómo sino
iban a encajar tan milimétricamente sus labios?, ¿de qué otra forma podía ser
que su presencia le hiciera sentir que estaba en el único lugar válido
posible?, ¿qué otra explicación cabría para entender una atracción tan bestial
que le dejaba así de indefenso?
Son estos algunos motivos por los que nuestro chico ya no ahorra para
comprarse una brújula: “al fin y al cabo, se dice, para qué quiero saber dónde
está el norte si no están allí sus ojos llenos”.
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