Tijeras + Revistas = Delirios, Angie Ferrero
miércoles, 28 de enero de 2015
miércoles, 14 de enero de 2015
Cuento "Julia" publicado en Hoy Día Córdoba
JULIA
Iba
a ser tía. La emoción me duró un Torpedo: la llegada de mi sobrina
significaba la pérdida de mi reinado. Con mis nueve años y siendo
la menor de cinco hermanos, había tenido todo lo que quería, con
berrinches y caprichos incluidos. Pero las épocas doradas llegaban a
su fin con la noticia y todo parecía indicar que tendría que darle
mi corona a la desconocida. Miré a mi hermana, miré a mis padres.
Unos cínicos. ¿Pretender que semejante idea me diera alegría?
Jamás. Mucho menos cuando el soborno era ese miserable helado de
agua sabor frutilla.
Con
el paso de los días se confirmaron mis sospechas. Todo giraba
alrededor de Julia, la pequeña ladrona de tronos. Las mujeres de la
casa se reunían en la cocina para hablar de pañales, chupetes,
biberones y leche materna. Un asco. Por su parte, los hombres seguían
hablando de Boca campeón, de lo difícil que está todo y se
babeaban con las chicas en bikini que aparecían en las revistas.
Mientras, ambos bandos, se dedicaban a armar la cuna, discutir sobre
el cochecito, la importancia de brindar amor al recién nacido, los
peligros de la constipación y no sé cuántas otras estupideces.
Nadie
me veía. Divagaba por la casa descalza, mugrienta, despeinada. Podía
prender fuego el quincho, desplumar al canario, tirar a la basura los
dientes de la abuela y nada. No me querían más: sobraba.
La
vida apestaba como yo que hacía tres días no me bañaba para llamar
la atención. Igual mis planes no daban buenos resultados. Lo máximo
que conseguía era un reto y lógico, ese no era mi objetivo. Si
lloraba o hacía un berrinche, me señalaban con el dedo. Se reían y
me acusaban de nena boba, ya grande, ya tía. Una vergüenza. Pero no
me importaba. Sabía que vergüenza, es lo que ellos no tenían.
Así
pasaban las horas, los días, los meses. La situación era
insostenible. Llegaban los controles médicos, las amigas de mi
hermana, los regalos para Julia. Y lo peor de todo: la horrible
mención de que mis juguetes serían heredados por ella. Sobre mis
huesos. Una tarde sin pensarlo dos veces, metí todas las muñecas en
una bolsa de consorcio que robé de la cocina y la dejé en la
vereda.
Pero
una mañana, tuve la gran idea para concretar la venganza. En las
hojas de un cuaderno usado de la escuela, escribí en mayúsculas:
PLAN A. Lo subrayé para darme ánimo, me comí una galleta y me
senté al fondo del patio para escribir mis ideas. Total, ¿quién
iba a sospechar del cuaderno de lengua? Nadie iba a revisarlo.
Resultaba más tentador el diario íntimo con candado y copia de la
llave que había secuestrado mi mamá. Ese dato sin embargo, no es
anecdótico, me ayudó a pensar una parte de mi estrategia. En el
cuaderno escribía el plan, en el diario dibujaba corazones y
escribía Julia te quiero, entre otras variaciones.
Los
cuatro días que siguieron a esa mañana fueron agotadores. Tuve que
averiguar direcciones con la excusa de que en la escuela nos habían
pedido que nombremos calles de la ciudad. También me ocupé de
conocer el precio de los taxis y los colectivos, sin perder de vista
que en caso de urgencia, tenía la bicicleta bajo la manga. Cada
integrante de la familia colaboró sin darse cuenta. Las calles me
las nombró mi hermana más grande. Cuando le pedí los ejemplos,
nombró la de mi escuela, la de su amiga Martina, la de mi abuela, la
de los tíos. Yo anotaba todo y subrayaba lo que me hacía falta. Mi
mamá fue la que me dijo el precio del colectivo y de los taxis en
distancias conocidas. Según mis cálculos y su información, supe
que necesitaba al menos quince mil australes para cumplir mi
objetivo. Listo. En mi billetera rosa y horrible de Hello Kitty,
todavía brillaban mis ahorros del supuesto ratón Pérez, Papá Noel
y otros extraterrestres.
Finalmente,
necesitaba armar el bolso para el escape. Primero, separé los
juguetes más queridos y entre ellos hice un sorteo. Ganó el conejo
de peluche que lanzaba un chillido cuando se le apretaba la panza. El
resto, a la basura: si no los tenía yo, tampoco los tendría Julia.
Después, la ropa. No quería demasiado: un jeans, una pollera, un
short, algunas bombachas y remeras. Casi me olvido de la campera.
Claro, era pleno verano, pero como no volvería nunca más a casa,
tenía que estar preparada para el invierno. No fue fácil hacer
entrar todo en el portafolio del colegio. Tuve que renunciar a mi
colección de libros Billiken, a las revistas, a los pósters.
Igual
el portafolio explotaba. No cerraba. Era pesado. Todo eso me obligaba
a empezar de nuevo. En mi quinto intento, escuché la voz de mi mamá
que apareció en la habitación. Temblé. A su pregunta de qué se
supone que estás haciendo respondí sin mirarla: juego al viajero.
El
diario íntimo explotaba de corazones y amor por Julia. El cuaderno
de notas estaba completo. A cinco días de la mañana en que comencé
a trazar mi plan, estaba todo casi listo. Era el momento de escribir
mi carta de despedida. En hojas blancas, con letra firme, expliqué
los motivos de mi huida. Pedí a mi familia que le dieran un beso a
Julia de mi parte cuando naciera, que le dijeran que su tía a pesar
de todo la quería. Rompí en llanto. En un arrebato estuve a punto
de abandonar todo. ¿Y si Julia se convertía en mi cómplice de
aventuras? Pensé en que si me iba lejos para no volver, no podría
leerle mis cuentos de la selva, las novelas de Louisa May, los
relatos de Oscar Wilde ni mi cuento preferido, El príncipe feliz. Y
ahí le di en el clavo, yo ya no era una princesa feliz y tenía que
irme.
El
sexto día cayó domingo. En casa todos estaban ocupados en lo suyo
como siempre. Mamá y papá dormían la siesta. Dos de mis hermanos
se habían ido a la plaza. Una estaba encerrada en la pieza con los
auriculares cantando a los gritos las canciones de Las Viudas e
Hijas. La futura mamá estaba en el patio con mi cuñado armando el
corralito para Julia.
Dejé
la carta de despedida sobre mi cama y me encerré en el comedor con
el teléfono. Llamé para pedir un taxi. La operadora tras escuchar
mi dulce voz se negó a mandar el móvil. Me dijo que no podía
corroborar si no era una broma de mal gusto. Que me llame un adulto,
sentenció y cortó la comunicación. Desesperada, agarré la guía
de teléfonos de casa. Con el índice temblando, marqué el número
de Estela, la mejor amiga de mamá. La conversación fue breve. Bastó
con decirle que mi mamá me había pedido que llame un taxi, que está
en la ducha, que la operadora no quiere mandarlo porque piensa que es
una broma. Estela ayudame y pedilo vos.
A
los quince minutos, la bocina. Estela había hecho bien su trabajo.
Busqué el portafolio, me aseguré que la carta siguiera sobre la
almohada y salí. Nuevo imprevisto: la puerta del living por fuera no
tenía picaporte. Las opciones, dejarla abierta o dar el portazo y
que alguien apareciera alarmado para ver qué pasó. Subí al taxi.
El taxista me preguntó si esperábamos a mi mamá. Le dije que no,
que en mi casa siempre dejábamos la puerta abierta y que arranque de
una vez. Le di la dirección y allá fuimos. En el viaje apretaba mi
billetera de Hello Kitty en el bolsillo. Finalmente, llegamos. Le di
los quince mil australes exactos y bajé apurada. Se fue.
El
plan había funcionado. Había llegado a destino, era una fugitiva
profesional. Sin pensarlo dos veces, toqué el timbre y salió mi
abuela a recibirme. Ella, la más comprensiva del mundo, la que
cocinaba los ñoquis más ricos del universo sideral, la que volaba
con su capa hasta casa cuando nos pasaba algo, iba a ocultar mi
existencia de por vida.
Cuando
nació Julia, me fueron a buscar al colegio. Al llegar a la clínica,
a la primera que vi fue a mi abuela. No la saludé, todavía no podía
perdonarla por su traición. Ese día en que había cumplido mi plan,
tras escuchar mis lamentaciones, me sedujo con sus rodajas de pan,
manteca y azúcar. Me prometió no decir nada a nadie y a escondidas,
llamó a mis padres que de inmediato fueron a buscarme.
La
carta de despedida, Estela, mi conejo blanco de peluche, las muñecas
en la bolsa de consorcio, el Torpedo, todo, apareció ante mis ojos
antes de entrar a la habitación. Y ahí estaba Julia, llorando a los
gritos. En un descuido, la tuve entre mis brazos. Sin abrir los ojos,
estiró su manito con el puño cerrado. Pero hubo algo: extendió su
dedo índice como E.T. y me apuntó. Entonces supe que Julia, era mi
cómplice.
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"... Como sea, prefiero dejar que esos recuerdos se vayan lo más rápido posible, como si huyeran en bicicleta." (del relato "Comidos")
SANTIAGO PFLEIDERER
"... Me fragmento en cada huída, las suyas y las mías..."
A QUIEN QUIERA ESCUCHAR
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