I
Una
revista de moda recomienda la nueva colección de H&M: «sostenible, natural,
elegante y folk». Los Hermanos Coen ganan el Gran Premio del festival de
Cannes adaptando una historia de la escena folk neoyorquina de los 60 (y con
Justin Timberlake de por medio). Mumford & Sons –esa «banda de folk
mongoloide», como los llamó Mark E. Smith– venden cinco o seis millones de
discos tocando la mandolina. De repente, el folk parece reverberar en una
multitud de etiquetas: nu-folk, freak folk, weird folk, anti-folk.
Este
triunfo del «folk» –las comillas se entenderán luego– era relativamente
esperable, porque su mitología campestre acomoda dos constantes de la moda
cultural: la reutilización estética del pasado (el vintage, el bricolaje de
estilos) y la fascinación por los territorios «ajenos» a nuestro desarrollo
tecnológico (ese complejo turístico que el mercado llama desde hace un tiempo
lo «étnico»). El «folk» añade, además, un tercer prestigio que fascina a la
cultura contemporánea: el rechazo de la comercialización, esa ficción que nos
permite imaginarnos en contacto con algo «puro» y «auténtico» – y que es,
precisamente, el tipo de ficción que nos hace asumir sin culpabilidades la
comercialización que implica el capitalismo: coronas de flores para todos en un
festival al que se pueda volar en low-cost, y quizá el mundo se transforme de
aquí al lunes.
Con
su apropiada ingenuidad, este «folk» anglosajón, sobreexplotado comercial e
ideológicamente, está oscureciendo nuestra relación con otras formas de
explorar la tradición, que son, al mismo tiempo, formas de construir
identidades colectivas. Mientras el pop y el rock construyen un público,
basado en gustos y en estilos, el folclore define una comunidad: viene
de lo que formamos junto a otros, no de lo que hemos elegido como
otros. De ahí el riesgo de ese «folk» invasivo: la «comunidad» por la que canta
es irreal, políticamente regresiva, porque sus idilios no dejan espacio para la
confrontación, sólo para la retirada.
Lo
importante, sin embargo, es que otra forma de entender lo folk, de acercarse a
lo popular y tradicional, se ha ido haciendo presente en la música (y en la
literatura, y en el cine) estatal de los últimos años, justo cuando es
necesario volver a comprobar y a disponer las definiciones colectivas. El
fracaso de la España «europeizada» también ha sido el fracaso de un modelo
cultural que, desde el punto de vista artístico, sólo aceptaba como válida una
identidad falsamente «neutra»; un grado cero identitario donde lo regional
debía limitarse al decorado en beneficio de una sumisión a lo extranjero, como tantos
grupos indies que ponían pegatinas autonómicas en los amplificadores pero luego
cantaban en inglés de Hi, I'm Muzzy. En cierto sentido, el regreso de lo
local conectaría con la voluntad de ciertos proyectos de los 70 y los primeros
80 –la cançó galáctica de Sisa, la psicodelia flamenca de Smash, los
múltiples registros punk de Os Resentidos, Eskorbuto o La Banda Trapera del Río–
por hacer una música emplazada, que respondiera a las urgencias de la
transformación regional sin renunciar a los compromisos artísticos: una canción
tan localizada geográficamente como «Hotel Monbar»
de Kortatu innovaba hasta tal punto en la tradición del hardcore que hoy puede
sonarnos a los Pixies antes de los Pixies.
No
es casualidad que el auge reciente de las formas locales haya coincidido con el
regreso de la política al primer plano de la preocupación artística: por
ejemplo, con la Fundación Robo, que vincula una conciencia
territorial y la reivindicación de una música «populista», entendida desde la
producción de nuevos sentimientos de colectividad (esa épica, sí, de la
que se había apropiado la derecha). El arte empieza a construir desde la
periferia porque necesitamos actuar políticamente, pero carecemos de un
lenguaje (afectivo) para hablar de la entidad «España», convertida en un
proyecto sobre el que se nos niega la intervención y con el que cada vez
resulta más difícil identificarse. Si Noël Valis afirmaba que «lo cursi» –el intento
fallido de una cultura provinciana por imitar, siempre a destiempo, la
modernidad europea– ha sido el signo diferencial de la España moderna, quizá la
pregunta actual sea hasta qué punto el regionalismo cultural, en sus
múltiples formas, puede ser el elemento transversal de nuestra época en su
intento por reinterpretar una «modernidad» que, al menos en sus aspectos
políticos e ideológicos, ya no tiene sentido imitar.
II
El folclore es la dialéctica del pueblo. Acostumbrados
a las disciplinas, tendemos a identificar capacidades con géneros, asumiendo
que, si la forma de expresión da estructura al sentimiento, entonces la
percepción de ciertos hechos es exclusiva de ciertos moldes culturales. Pero al
frenarnos en esa verdad incompleta, olvidamos las otras formas, las imprecisas,
las llenas de extrañeza. El folclore es dialéctica porque es espacio de enfrentamiento:
el ámbito simbólico donde el pueblo, con los medios a su alcance, reconoce las
contradicciones de su entorno para expresarlas y, en ese movimiento, superarlas.
Porque el folclore siempre es un territorio de transformación. Marcadamente
espaciales, los pueblos poseen unas medidas de posición y de equilibrio
completamente ajenas al mundo urbano, que es productor antes que habitante. En
el territorio popular, el hombre no se aparta en exceso del animal (esta imagen
ha de ser groseramente física), pero tampoco de lo divino, como quien reza
aferrando el tobillo del santo. Por eso en el folclore lo humano, lo divino y
lo animal establecen nuevas relaciones, nuevas formas de derivación, casi
siempre a través del humor o de la simpatía: "El gatu pola mañana/ santíguase con el rabu:/
¡Dios y-dé masera abierta/ y muyeres sin cuidau!". No hay irreverencia en reconocerse como menores e igualar los reinos. El
poder más alto y la vida más débil pueden superarse en una nueva forma, rota de
posibilidades: "Como la flor que l'aire lleva,/ vieno'l mio amor a rondar
to puerta. / Como la flor que l'aire lleva, /vien el Señor del cielu a la
tierra".
Pero la
síntesis del folclore no sólo implica cambio o equilibrio, sino también confrontación.
Así ocurre en los ciclos del trickster, ese "pícaro espiritual"
de tantas culturas tradicionales: en sus relatos, la Historia es un cambalache
de alianzas y luchas entre hombres, animales y dioses para poseer los dones
necesarios (el fuego, el agua, el territorio). Y el trickster –Coyote,
Cuervo, Bufón- aparece siempre como mediador indeciso y cambiante, es decir,
como testimonio de que la tensión de extremos ha de resolverse en una figura
menor, ridícula por su falibilidad, pero inquietante y jovial por su plenitud
de opciones, por esa incapacidad para identificarse por completo con los elementos
previos: ni hombre, ni animal, ni dios, el trickster ayuda, engaña y
fracasa antes de volver a empezar, como símbolo de una continuidad
indeterminada. Cuando Vasko Popa escribe la plegaria a su dios lobo, humillado
y cojo, o cuando Ted Hughes convierte la creación en una gamberrada de Cuervo, creemos
percibir de nuevo parte de esa fuerza primera: esa admisión de lo grotesco como
carácter reiterado, esa posición blanda e inestable del hombre entre todo lo
incompleto.
De ahí surge otro movimiento de la concepción
simbólica: en el folclore, los dioses, más que humanizarse, se apaisanan. Son
vecinos a los que se teme y se amenaza, a los que se corteja por favores.: "A la Virgen del Rosario, / velitas le he prometido, / si hace que
tú me quieras / como yo se lo he pedido". No hay frialdad en el espíritu:
el dios del folclore es conversador. O es vengativo: "Yo me consuelo y me
digo, / que Dios tendrá que cobrarte / lo que tú has hecho conmigo". Pero
siempre es menor, más demiurgo que dios, más caporal que creador. Y esa
cercanía conduce, con frecuencia, a una desconfianza del folclore ante lo
creado, como si la propia cortedad del poder humano se proyectase hacia lo divino.
Así lo repiten los vaqueiros del Occidente asturiano, que de algún modo
son, en la radicalidad de su suspicacia, como gnósticos trashumantes: "Antes que Dios fuera
Dios, / y el sol diera pu lus riscos, / ya los Feitos yeran Feitos, / ya lus
Garridus, Garridus".
Utensilio de síntesis, el folclore también es el territorio donde lo más lejano se presenta como lo más cercano: el desconocimiento no se expresa en abstracción, sino enredado en el conocimiento. Aquellas volutas, aquellas extensiones que, en una forma de creación erudita, se calificarían de imprecisiones o vaguedades son para el folclore la expresión del encuentro entre lo sabido y lo ignorado. El desconocimiento cristaliza en un modo de indagación: la imagen extendida de lo conocido. Por ejemplo, en la medida casi bíblica que usa El Chozas de Jerez cuando, asumiendo de nuevo la síntesis, canta a través de un personaje y de un timbre femenino: "Ni en España, ni en Italia, / ni en lo que cobija el sol / has de encontrar una gitana / que te quiera como yo". O cuando Bernardo el de los Lobitos se presenta con una voz que parece abrirse en el Eclesiastés: "Yo me fie de la verdad, / y la verdad a mí me engañó".
Seguramente estas y otras afinidades que se podrían mencionar son las que, en los últimos años, han devuelto al folclore una atención propiamente creativa, ajena ya a circuitos feriales y de museo. Sin embargo, pocos autores parecen acompañar el movimiento con una pregunta fundamental: ¿cómo se puede crear hoy desde el folclore? Con ella se despliegan los múltiples riesgos y los amplios potenciales de la decisión. En primer lugar, la recuperación de ciertos recursos y estructuras propios del folclore puede derivar en parodia involuntaria, la de quien pretenda regresar a un estado previo que es doblemente imposible: por la incapacidad del retroceso, obviamente, pero sobre todo por el hecho de que ese estado previo nunca haya existido, al menos en la forma de fábula que suele recibir. Hay, por tanto, un riesgo evidente de "bricolaje" intelectual, que sólo llevaría a una producción falseada: incoherente por igual con la tradición popular y con los problemas de nuestro momento histórico. En segundo lugar, se percibe una superposición entre el género folk y los modelos folclóricos de países dominantes, proceso en el cual la forma popular, aunque retenga su sugestión, pierde toda capacidad subversiva para convertirse en otro dispositivo de colonialismo cultural.
Porque de ningún modo, y esto es central para mi argumento, debe olvidarse
que en el folclore hay un gran potencial de resistencia y de transformación
política, pero que este sólo se activa cuando el folclore se configura en sintonía
con las preguntas de su época para producir aquello que Ernesto de Martino denominó
folclore progresivo. Construir hoy desde el folclore implica, en
consecuencia, no sólo hacerlo desde la fragmentación de la forma y del lugar de
enunciación –elementos que el folclore, en su rechazo de la "versión
definitiva", ya incluye en estado latente-, sino también desde la
dispersión comunitaria (¿por/para quién se habla?) y desde el continuo injerto
referencial y simbólico. En el folclore de hoy, por ejemplo, la naturaleza sólo
podrá ser mítica, bien como elemento de terror (la debilidad humana que
reconocemos en lo sublime) o bien marcada por una distancia culpabilizadora,
como de picnic resacoso. En este marco adquieren de nuevo pleno sentido las anti-églogas
de Aníbal Núñez, tan premonitorias en su aislamiento de los 80. O la idea que
el folk deba desarrollarse como anti-folk, según reivindica el grupo asturiano de
música electrónica Fasenuova (¿cómo sería posible representar la naturaleza de
la cuenca minera sin dar el elemento industrial, la intervención en
torno a la cual se genera?). Sólo desde esta conciencia de época se puede
activar toda la fortaleza política que hay en la recuperación del folclore y en
el desarrollo de un folclore progresivo: un localismo consciente, que por una
parte revele las limitaciones de aquello que se nos administra y distribuye
como "universal" (esa mera sublimación de una cierta forma nacional)
y que, al mismo tiempo, en su diversidad, en su libertad de interpretación, en
su incapacidad para cerrarse y delimitarse, haga inviable toda apropiación
nacionalista y esencialista de lo local.
Textos publicados en Playground (enero de 2014) y la circular de Pre-textos (junio de 2013).