En la Noruega de 1863 nació Edvard Munch y Lisabet Hakegard. No se conocieron, les separaban mil kilómetros de montañas, nada tenían que ver entre sí salvo que confirmemos que veintiséis años más tarde aportarían su obra maestra: él daba la primera pincelada a El grito y Lisabet tenía a su hija Nella.
Las cronologías accidentales se propagan como llamaradas. En 1944, los nazis arrasan por completo la región del norte de Noruega y ambas son deportadas a un Oslo donde precisamente acababa de morir el pintor.
Ahora sabemos que madre e hija están enterradas al lado, en su pueblo natal, al pie de un fiordo, cerca de la mina de cobre donde trabajaron. La lápida de Lisabet dice “gracias por lo que eras para nosotros”, “amada y extrañada” dice la de Nella.
En 2006 recuperan El grito. Llevaba años en manos de ladrones. Apenas una semana más tarde, la bisnieta de Lisabet siembra unas matas de violetas en las tumbas. Era la flor preferida de su linaje femenino.
Desaparecen en las primeras nieves y rebrotan cada primavera.