miércoles, junio 28

Quiz cinéfilo


            Ya llegó el verano para acariciarnos con su tórrida mano, se acercan los tiempos de la molicie, el tinto de verano y los chapuzones, así que, para compensar la amarga negrura de mi anterior post, vamos a refrescarnos un poco.

            Os propongo un juego: Voy a mostraros 25 diálogos de película y vosotros tenéis que averiguar a qué título corresponde cada uno. Los hay fáciles, los hay difíciles y alguno que otro tiene trampa. La única condición que he seguido para elegirlos es que todos los habría acertado yo. Por supuesto, si fueran otras frases probablemente fallaría alguna; pero estas no. ¿De acuerdo? Pues adelante; primero pondré todos los diálogos uno detrás de otro y luego las soluciones.

 

1.  “Louis, presiento que este es el comienzo de una hermosa amistad”.

2.  “Tomaré lo mismo que ella”.

3.  “¿Sabes silbar, verdad Steve? Solo tienes que juntar los labios y soplar”.

4.  “Volveré”.

5.  “¡Stella! ¡Stella!”.

6.  “Shane. Shane. ¡Vuelve!”.

7.  “¡Está vivo!, ¡está vivo!”.

8.  “El mejor amigo de un chico es su madre”.

9.  "Está usted intentando seducirme, ¿verdad?".

10. "Elemental, mi querido Watson".

11. “¿Quiere parar, Dave? Pare, Dave. Tengo miedo...”.

12. “Dios mío, está lleno de estrellas.”

13. “Fue la Bella quien mató a la Bestia".

14. “Amar significa no tener que decir nunca lo siento”.

15. “Buenos días… y por si no volvemos a vernos: buenos días, buenas tardes y buenas noches”.

16. “Hazlo o no lo hagas, pero no lo intentes”.

17. “Tócala otra vez, Sam”.

18. “Francamente, querida, me importa un bledo”.

19. “Vamos a necesitar un barco más grande”.

20. “¡Eres tan feo que podrías estar en un museo de arte moderno!”.

21. “Y como alguno de vosotros vuelva a maltratar a otra puta, volveré aquí y os mataré a todos, malditos hijos de perra”.

22. "¡Alcalde, todos somos contingentes pero tú eres necesario!”.

23. “Elegí un mal día para dejar de fumar”.

24. “Soy tu mayor admiradora”.

25. "¡Caballeros, no pueden pelear aquí: esto es el Salón de la Guerra!".

 

SOLUCIONES:

 

1. La primera es muy facilita: Es lo que le dice Humphrey Bogart a Claude Rains justo al final de Casablanca, mientras se pierden en la niebla. Siempre he pensado que ese final era en realidad el principio de otra película que, afortunadamente, jamás se rodó (aunque hubo el proyecto de una continuación que se llamaría Brazzaville). Mejor; así podemos imaginar libremente qué fue de Rick y el capitán Renard, ese par de cínicos románticos.

2. Sentados a la mesa de un restaurante, Billy Crystal le dice a Meg Ryan que una mujer no puede fingir un orgasmo sin que el hombre se dé cuenta. Ella le responde fingiendo un orgasmo tan convincente como escandaloso. Una de las comensales, que asiste asombrada a la escena, le dice al camarero: “Tomaré lo mismo que ella”. Eso ocurre en Cuando Harry encontró a Sally.

3. Una asombrosamente bella y sexy  Lauren Bacall le dice a Humphrey Bogart que si quiere algo de ella, silbe. A continuación, le suelta la frase en cuestión. La peli es Tener y no tener.

4. Todos los merodeadores frikis lo habéis adivinado al instante. ¿Quién podría pasar a la historia del cine con un diálogo de una sola palabra? Solo Arnold Schwarzenegger, en Terminator.

5. Es lo que grita Marlon Brando en Un tranvía llamado deseo, de Elia Kazan, basada en la obra de teatro de Tennessee Williams. Confieso que todos los personajes de esta película me caen fatal. Sobre todo, la insoportablemente cursi Blanche DuBois.

6. Otro grito desesperado, esta vez el de un niño llamando a un pistolero arrepentido, la única figura paterna que ha conocido. En el extraordinario western Raíces profundas (que sirvió de inspiración a Clint Eastwood para hacer El jinete pálido).

7. Eso es lo que grita Victor Frankenstein cuando su monstruo cobra vida en Frankenstein, de James Whale. Todos los frikis lo sabíais, ¿verdad?

8. Se lo dice un inquietante Anthony Perkins a Janet Leigh poco antes de matarla. ¿Os suena el Motel Bates? Estamos hablando de la inmensa Psicosis, del gran Hitchcock.

9. Si digo “Sra. Robinson” todo está más claro, ¿no es cierto? Debí de ver El graduado cuando tenía quince o dieciséis años, y se convirtió en la película favorita de mi primera juventud, quizá porque me sentía tan confuso como Dustin Hoffman.

10. Claro, esto tiene trampa, porque esa frase se ha dicho en mil películas, aunque jamás en los relatos de Conan Doyle. Pero, ¿en qué film se dijo por primera vez? Pues en Las aventuras de Sherlock Holmes, de 1939, con Basil Rathbone como protagonista, uno de los mejores Holmes de la historia.

11. Los frikis no solo lo habrán sabido a la primera, sino que además habrán experimentado un orgasmo. Ese diálogo no lo pronuncia un ser humano, sino el ordenador HAL 9000 antes de morir en 2001: Una odisea del espacio.

12. Esto ya es más peliagudo y solo los auténticos frikis de mente y de corazón podrán responderlo. Esa frase es la última que pronuncia el astronauta Dave Bowman antes de “entrar” en el monolito gigante de 2001 que orbita en torno a Júpiter. Sin embargo, no se pronuncia en la película de Kubrick (aunque sí en la novela de Clarke). Esa frase es la que abre la secuela dirigida por Peter Hyams, 2010: Odisea dos. Un film nada desdeñable, aunque inevitablemente eclipsado por su precedente.

13. Si alguno no ha sabido responder a esto... en fin, no sé si se merece merodear por Babel. Estamos hablando de la frase final de una de las más maravillosas películas de todos los tiempos: el King Kong de Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack. Este año se cumple el 90 aniversario de su estreno.

14. De todas las frases gilipollas que se han pronunciado alguna vez en cualquier película, esta es la más estúpida de todas. No solo era un diálogo, sino que además se convirtió en el eslogan del film: Love Story, una de las más cursis, tramposas y lacrimógenas películas jamás rodadas.

15. Lo dice Jim Carrey en la que sin duda es su mejor película: El Show de Truman.

16. Hablando de frases gilipollas, esta lo es y mucho. Se lo suelta Yoda a Luke en El imperio contraataca. Es una de esas frases estilo zen que parecen llenas de sabiduría, pero ¿qué significa en realidad? ¿Que hay que hacerlo todo bien a la primera? ¿Que no hay que ensayar y entrenar? Menudo instructor de mierda el enano orejotas.

17. ¿Habéis caído en la trampa? Porque esa frase jamás se pronuncia en Casablanca. En realidad pertenece a Sueños de un seductor, la película de Herbert Ross basada en la obra de teatro de Woody Allen Play It Again, Sam.

18. Otra facilita. Es lo que todos estábamos deseando que  Rhett Butler le dijera a la fascinante pero insufrible Escarlata O’Hara, en Lo que el viento se llevó.

19. Se lo dice Roy Scheider a Robert Shaw en Tiburón la primera vez que ve al bicho. Y tenía razón.

20. Uno de los múltiples y sofisticados insultos que profiere ese maestro de la humillación que es el sargento Hartman, en La chaqueta metálica.

21. Sencillita también. Es lo que advierte William Munny mientras se aleja del pueblo en la noche, bajo la tormenta, después de haberse cargado al sheriff "Little Bill" Daggett y a sus ayudantes. Estamos hablando de esa soberbia obra maestra que es Sin perdón.

22. También fácil. Se trata de uno de los surrealistas diálogos de Amanece, que no es poco.

23. Con esta frase inicia Lloyd Bridges (el papá de Jeff) su progresiva inmersión en el pánico, en Aterriza como puedas, la más descacharrante sucesión de gags jamás filmada.

24. Si eso te lo dice una enfermera de mediana edad, gordita y con una bondadosa sonrisa, puedes confundirlo con un halago. Pero si la enfermera es Kathy Bates y la película Misery, entonces es la antesala del infierno.

25. Es lo que exclama el presidente de Estados Unidos, interpretado por Peter Sellers, en una parodia muy negra sobre la guerra fría llamada Teléfono rojo, volamos hacia Moscú.

 

            Pues eso es todo. ¿Cuántas habéis acertado? Yo diría que si son trece o más ya podéis consideraos cinéfilos de pro. Y si son menos... bueno, puede que algunos de esos diálogos no os sonaran. Pues ahora ya os suenan; para que luego digan que Babel no sirve para nada.

            Con este refrescante juego, me despido de vosotros hasta quién sabe cuándo. Por si acaso, feliz verano.

sábado, junio 10

Llanto y rechinar de dientes

 


            Esta mañana me he despertado derramando lagrimones como puños, sumido en el negro pozo de la desesperación y la amargura. Al dirigirme al baño para cumplir con mi diario aseo, la imagen que me ha devuelto el espejo ha sido un dardo que se me ha clavado entre las aurículas izquierda y derecha al recordarme lo que soy. Con un gemido agónico, he intentado mesarme los cabellos, hasta que he recordado que no hay nada que mesar. Luego, ya bajo la ducha, el agua se deslizaba por el sumidero mezclada con mis lágrimas, mi dolor y mis mocos.

            Reuniendo las pocas fuerzas que me quedaban, me he vestido y me he arrastrado hasta la cocina como un caracol. ¿Despacio? No, aunque también. Como un caracol porque mientras me deslizaba por el parqué iba dejando a mi paso un rastro húmedo; no de babas, sino de eso: lágrimas y mocos. Tras prepararme un café con leche, que hoy tenía sabor amargo, me he arrastrado a mi despacho, a duras penas me he encaramado al sillón y, tras una hora larga de llanto inconsolable, me he puesto a pulsar el teclado con la esperanza de que las palabras pudieran aliviar mi sufrimiento; pero es inútil, no hay bálsamo capaz de calmar el dolor que me causa esta herida, esta úlcera, esta septicemia que me asola el alma.

            Supongo que os preguntaréis qué me pasa, aunque algunos ya lo habréis adivinado. ¿Que qué coño me pasa? Pues me pasa, maldita sea mi estampa, que hoy, diez de junio de 2023, cumplo... ¡70 años!

            La madre que me parió...

            Ya no hay excusas, ya no queda nada a lo que agarrarse: soy total, absoluta y definitivamente viejo, soy viejo que te pasas, soy una mierda de anciano, un despojo humano, un fósil viviente, soy un dinosaurio que todavía no se ha enterado de lo del asteroide, soy un vestigio del pasado, soy material de derribo, soy objeto de estudio para Indiana Jones, soy un bulto en un anticuario, una pieza desechada en cualquier museo. Resumiendo: para calcular mi edad hay que recurrir a la estratigrafía o al carbono 14.

            Y no me gusta, no me hace maldita la gracia; de hecho, me sienta como una patada en las pelotas. Me lo tomo como una afrenta, como una broma de mal gusto, como una catástrofe al lado de la cual lo del Krakatoa fue poco más que un petardo.

            ¡ADVERTENCIA!: Si alguien está tentado de decirme: “Pero la alternativa a hacerse viejo es peor, porque significa que te mueres”... Si alguien piensa decirme eso, le aconsejo que no lo haga. Porque si lo hace, averiguaré dónde vive y, con las últimas fuerzas de mis trémulas manos, le rebanaré el pescuezo. ¡Ya sé que hay cosas peores! Y no me consuela lo más mínimo. Morirse es chungo, no lo niego, pero envejecer también. Y cuando te mueres ya todo te importa un pijo, pero cuando envejeces estás cabreado y deprimido, y te duelen órganos del cuerpo que ni siquiera sabías que tenías.

            Contar 70 primaveras me colma de sorpresa, porque jamás creí que alcanzaría tan vetusta edad. Como mucho, me daba hasta los 65. Ya veis, como profeta también soy un fraude. Además... ¿Cómo expresarlo?... En fin, que no me gustan los viejos; me parecen un coñazo.

            Vale, hay viejos cojonudos, viejos que da gusto estar con ellos, viejos que te olvidas de que son viejos en cuanto hablas un minuto con ellos. Pero son una minoría. De hecho, muchos de mis amigos tienen mi misma edad: ergo son viejos. Pero son mis amigos, los he escogido yo, así que se parecen a mí en muchos aspectos y son carcamales diferentes.

            Aun así,  en el núcleo más íntimo de mis amistades venía pasando algo terrible desde hace un tiempo: Nos encontrábamos y uno le preguntaba a una: ¿Qué tal estás de la espalda? Y la interpelada respondía con profusión de datos clínicos. Entonces otro se ponía a hablar de sus cervicales, o de que se había quedado sordo de un oído, o de que tenía un ojo chungo... Joder, la primera hora de nuestros encuentros parecían un episodio de House. Me deprimía tanto que les rogué que cuando nos preguntáramos que qué tal estábamos, respondiéramos con un escueto “bien” o “mal” sin entrar en detalles.

            El caso es que, en general, los viejos no me gustan. Me parecen aburridos, acartonados, desenganchados del mundo, pesados, fúnebres y deprimentes. Se quedaron anclados en algún momento del pasado y ya no hay quien los saque de ahí. Huelen a naftalina. En particular, me enervan los viejos encantadores, esos ancianos como de peluche que son todo bondad y dan ganas de abrazarlos. Porque lo que a mí me provocan son ganas de atizarles con un lenguado en los morros y borrarles la estúpida sonrisa de la cara. ¿A qué viene esa complacencia y esa felicidad, carcamales? Prefiero los viejos gruñones que, al menor descuido, te tientan los lomos de un bastonazo. Al menos se rebelan; aún queda algo de energía en sus decadentes despojos,

            Pero ¿sabéis lo peor de todo? Que mi cuerpo tiene 70 años, pero mi cerebro no. Por favor, pero si hay partes de mi mente que todavía no han superado la adolescencia. De hecho, en conjunto, mi cerebro cree que tiene treinta años, el muy idiota.

            ¿Y lo más triste? Hace cinco años que estoy jubilado, pero solo en teoría, porque gracias a (o por culpa de) la Ley del Creador puedo seguir siendo un autónomo en activo. Es decir, sigo trabajando exactamente igual que antes. Y eso es lo único que todavía me une a mi perdida juventud. Deprimente, ¿verdad? Lo único que me salva un poquito es el castigo bíblico del trabajo. Para echarse a llorar. Y, además, eso me conduce a una pregunta aún más deprimente: ¿Cuántas novelas me quedan por escribir? Hace treinta años habría contestado que innumerables, infinitas casi, pero ahora sé que no, que la mayor parte de mi obra ya la he escrito y que lo que falta es limitado. No sé cuánto, pero menos de lo que ya he producido, eso seguro. Si no me diera tanta grima, me cortaría las venas.

            Exageras, diréis: hoy estás igual que ayer; 70 solo es un número. Es cierto, estoy como ayer: igual de jodido. Y sí, 70 es un mero guarismo, un jalón, un marcador, y la constatación numérica de que soy un puto viejo. De eso no me libra nada, salvo el tiempo, porque el año que viene tendré 71 y ya me dará igual todo. Puesto que estamos en la mierda, chapoteemos en ella. Y dentro de una década, si llego, tendré 80 y el cerebro de un boniato; me cagaré y me mearé encima, se me caerá la baba y oleré a naftalina. Lo único que espero es conservar la energía necesaria para liarme a bastonazos con el primero que se acerque.

            Y ya vale, no quiero seguir hablando de este turbio asunto. Para terminar este vómito de palabras con un toque culto, cerraré con una frase. Y como sucede con todas las frases, lo más probable es que sea de Oscar Wilde. De hecho, lo es:

            La tragedia de la vejez no es que uno sea viejo, sino que uno es joven”.

            Hala, ya está; a hacer puñetas.


            NOTA: El de la foto soy yo con tres o cuatro años. Parece mentira que una criatura tan angelical como ese niño haya acabado convirtiéndose en el desastre que soy ahora. La máquina de escribir era de mi padre -aunque ya la había cambiado por una Olivetti-, una vieja Underwood que ya era vieja entonces. Una década más tarde, aprendí a escribir al tacto con ella. La teclas eran duras como piedra y se me pusieron unas manos que ni las de Suarcenagüer.

miércoles, febrero 15

Ficción y exorcismos.

 


            ¿Para qué sirve el arte? Hay mil respuestas a esta pregunta; desde “para nada” hasta “para alcanzar el éxtasis”, pasando por 998 alternativas más. Sin embargo, a veces descubres sin pretenderlo una utilidad del arte que nunca antes habías percibido; al menos, no con tanta claridad. Y cuando reflexionas sobre ello, te maravillas, porque descubres que el arte puede hacer magia de muchas más formas de lo que pensabas. Cuando hablo de “arte”, me estoy refiriendo sobre todo a las artes narrativas, a la literatura, el cine, el cómic, el teatro, etc.; pero lo que voy a decir puede aplicarse a todas las artes.

            Hace unos días, fui a ver Los Fabelman, la última película de Steven Spielberg. Me gustó; es una película pequeña rodada con la habitual maestría de su director. Pero si la ves conociendo su clave oculta, entonces se convierte en apasionante. ¿De qué trata? Pues básicamente de la vida de Spielberg desde que tenía siete u ocho años y descubre el cine, hasta que consigue su primer trabajo en TV.

            Hace unos meses vi un documental de HBO, producido en 2017, sobre Spielberg, en el que el director habla de su vida y su trabajo. Bueno, pues eso me permite asegurar que todo lo que se cuenta en Los Fabelman es real, le ocurrió a Spielberg, incluyendo muchas de las anécdotas que aparecen en el film. Entonces, ¿por qué se llama Los Fabelman en vez de Los Spielberg? Pues porque en realidad no todo lo que cuenta la película es real; hay algo falso. Un hecho que constituye la razón, estoy seguro, de que Spielberg haya rodado esta historia, y que es la explicación íntima de toda la película. Pero para saber qué es, hay que conocer un poco la vida de Spielberg.

            Su padre, Arnold, era ingeniero eléctrico especializado en ordenadores, y su madre, Leah, concertista de piano. Tuvieron cuatro hijos, un chico y tres chicas; Steven es el mayor. Cuando era adolescente, comenzó a rodar películas de aficionado con la cámara de 8mm de su padre. En 1965, sus padres se divorciaron. Arnold se largó y Leah, poco tiempo después, acabó casándose con Bernie Adler, el mejor amigo de Arnold. Steven siempre culpó a su padre del divorcio, hasta el punto de apenas dirigirle la palabra durante quince años.

            La separación de sus padres fue un hecho crucial en la vida de Spielberg. De hecho, podemos encontrar la figura del “padre ausente” en muchas de sus películas, como ET, Encuentros en la tercera fase, La guerra de los mundos, Hook o en la mismísima Indiana Jones y la última cruzada. Pues bien, muchos años después, en los 90, Spielberg descubrió algo que le dejó anonadado: El culpable de la separación de sus padres no había sido Arnold, sino Leah al iniciar una relación romántica con Bernie, el mejor amigo de su marido. Arnold nunca se lo dijo a su hijo, porque seguía amando a su ex-esposa y no quería perjudicarla de ninguna manera.

            ¿Os imagináis el palo que fue para Spielberg descubrir eso? Se había pasado toda la vida repudiando injustamente a un hombre que no solo era inocente, sino que además se comportaba como un santo. Tras descubrirlo, Spielberg se reconcilió con su padre. Pero estoy seguro de que el peso de la culpa debió de ser abrumador.

            Volvamos a Los Fabelman. La película, como he dicho, sigue fielmente la biografía de su director; hasta que llega al meollo de la trama, el divorcio de los padres. Entonces la historia cambia y cuenta algo que no ocurrió en la realidad. Sammy Fabelman (el personaje que representa a Spielberg) es un chico obsesionado con el cine que no para de rodar películas en 8 mm. En cierta ocasión, durante unas vacaciones, Sammy rueda un corto sobre su familia. Más tarde, mientras está montando el material (es decir, viendo una y otra vez las mismas imágenes), descubre algo en lo que no se había fijado antes, porque no era lo que filmaba, sino lo que estaba en segundo plano. Son imágenes de su madre con Bernie; no hacen nada en especial, solo hablar, pero parecen lo que en realidad son: una pareja de enamorados.

            Es decir, Sammy descubre por su cuenta (y con ayuda del cine) la infidelidad de su madre. Por tanto, nunca culpará a su padre del divorcio, nunca cometerá esa injusticia. Justo lo contrario de lo que en realidad pasó. En cierto modo, Los Fabelman es una ucronía. Creo que Spielberg rodó esta película para remediar su gran error, para librarse de la culpa a través de la ficción.

            Es decir, Spielberg ha utilizado el arte para corregir la realidad.

            Y esa es la utilidad de la creación artística que yo no había percibido con nitidez: su capacidad para corregir la vida. No solo haciendo que lo que está mal pase a estar bien, sino también para que el mal, que con frecuencia se disfraza de virtud en el mundo real, aparezca ante nuestros ojos con claridad. El arte no solo imita la vida, sino que también la mejora.

            Supongo que eso es lo que hacemos todos los que nos dedicamos a tareas creativas. Cogemos la realidad y la moldeamos para darle sentido; o todo lo contrario, para mostrar el sinsentido que se esconde tras lo real. Y a veces exorcizamos nuestros fantasmas y demonios mediante lo que imaginamos.

            Sin duda, es más rápido y barato que ir al psiquiatra.

 

sábado, diciembre 24

El bonito y entrañable cuento navideño de Babel


           Lo siento, amigos míos, este año me he retrasado. El cuento de Navidad me ha quedado más largo de lo que yo pensaba y lo he terminado esta mañana a última hora. Pero justo a tiempo, ¿no? De ninguna manera iba a faltar a la única cita ineludible de La Fraternidad de Babel. Mi cuento anual, donde reúno todo mi espíritu navideño para, en ocasiones (como esta), pervertirlo hasta convertirlo en algo monstruoso. Aunque espero que divertido.

            Como sabéis, mis cuentos navideños son de dos clases: o de buen rollo, o gamberros. El año pasado publiqué uno tierno y bonito, así que este año tocaba gamberrada. El cuento se llama El ángel que se cayó a un agujero negro, y estoy seguro de que con él ofenderé a más de un colectivo. Qué le vamos a hacer; ese es el precio que hay que pagar por practicar el humor negro.

            Esta vez me voy a extender poco, que ya voy muy retrasado. Son las 16:30, acabo de comer (comida china) y estoy en mi despacho. Mis hijos ya no viven en casa. Pablo vino ayer de Barcelona y se quedará unos días. Óscar vendrá luego para cenar todos juntos. Aperitivos, lubina al horno y panqueques de postre. Ahora la casa está en silencio.

            Así que voy a aprovechar ese silencio para desearos feliz solsticio, feliz Navidad, felices fiestas. Os deseo lo mejor y os envío un abrazo.

            Y ahora os dejo con el cuento. Ojalá os guste.


EL ÁNGEL QUE SE CAYÓ A UN AGUJERO NEGRO 

            Había una vez un ángel llamado Kerubiel. Era un ángel del montón, perteneciente a lo más bajo de las jerarquías angélicas, justo por detrás de los Principados y de los Arcángeles. No obstante, pese a su humilde condición angelical, Kerubiel era, como todos los ángeles, impresionante.

            Alto, rubio, resplandeciente, con unas facciones tan nobles que era imposible no derramar una lágrima al contemplarlas, y dotado de unas majestuosas alas blancas. Además, sus apariciones terrenales estaban acompañadas de truenos y relámpagos, tan intensos que en ocasiones provocaban incendios.

            Sin embargo, Kerubiel no era exactamente como el resto de los ángeles. Hace ciento cincuenta mil años (152.315, para ser precisos), mientras recorría el universo, pasó demasiado cerca de Holmberg 15A, un monstruoso agujero negro de 40 mil millones de masas solares, cruzó el horizonte de sucesos y se precipitó a su interior... (Si quieres seguir leyendo, pincha AQUÍ)




jueves, noviembre 24

Caballos salvajes

 


            La imaginación es algo así como un caballo salvaje: muy bonito, pero del todo inútil hasta que lo domas. De hecho, la imaginación tiene mucho prestigio, pero también un lado oscuro. Sobre todo al principio, cuando de niño eres incapaz de controlar a ese caballo salvaje que tienes en la cabeza. Porque todos los niños son imaginativos, pero unos más que otros, y a veces serlo supone un hándicap, un serio problema.

            Ayer vi Armageddon Time, el último film de James Gray. Ambientado en el Nueva York de los 80, cuenta la historia de Paul Graff, un chico de once o doce años, el miembro más joven de una familia de clase media. La película, que recomiendo, trata sobre muchos temas: la familia, la educación, el racismo, la lucha de clases... Pero hay un aspecto con el que me sentí especialmente identificado: Paul es un mal estudiante, porque le encanta pintar y tiene una imaginación desbordante, así que está siempre con la cabeza en las nubes. De hecho, su tutor sugiere que es “lento”, en el sentido de retardado. El caso es que tiene tan malas notas y hace tantas trastadas, que sus padres deciden sacarlo del instituto donde estudia y llevarlo a un colegio privado de élite. Bueno, pues exactamente lo mismo me pasó a mí.

            Casualmente, hace un par de semanas tuve un encuentro por videoconferencia con alumnos de un instituto, y les conté que yo, hasta el equivalente a 4º de la ESO, había sido muy mal estudiante, porque siempre andaba con la cabeza en las nubes y porque en vez de estudiar leía comics, o hacía dibujos, o me quedaba embobado imaginando historias. Mis padres, alarmados por mi bajo rendimiento, me cambiaron de colegio. Y, tiempo después, el director del nuevo centro se reunión con ellos para sugerirles que quizá yo era un poquito deficiente mental. Mis padres le respondieron que, si yo era tonto, ¿por qué también era siempre el primero de la clase en redacción?

Luego, les conté a los alumnos que, paradójicamente, lo mismo que en su momento hizo de mí un mal estudiante, ahora era lo que me servía para ganarme la vida. Había conseguido domar al caballo salvaje.

            Entonces una alumna me formuló una muy buena pregunta: ¿No debería el sistema educativo prestar especial atención a los alumnos con talentos inusuales? Pues sí, claro, debería. Porque no se trata solo de los chicos y chicas demasiado imaginativos. Tampoco los superdotados, los más inteligentes, encajan en el actual sistema y con frecuencia acaban en fracaso escolar.

            El problema es que, al generalizarse, la educación se convirtió en una especie de fábrica, donde todos los alumnos son instruidos de igual forma y al mismo ritmo haciendo énfasis en las mismas materias. Pero no todos los alumnos son iguales y algunos deberían recibir una atención especial. No porque sean tontos, sino porque su cerebro funciona de una manera distinta. Pero eso no sucede. Al contrario, los alumnos con talentos especiales suelen ser problemáticos, porque no siguen el ritmo de la clase, porque rompen las normas y porque no encajan en un sistema demasiado rígido. En consecuencia, muchos de ellos, los menos afortunados, acaban condenados al fracaso vital. Y su talento se pierde.

            La chica que me formuló la pregunta tenía razón. El sistema educativo debería prestar una atención especial a cada alumno, ayudándolo a desarrollar plenamente sus particulares habilidades, en vez de coartarlas. Pero eso supondría clases con mucho menos alumnos, profesores de apoyo, programas de capacitación y planes de estudios más dúctiles. Es decir, más dinero. Y mejores políticos. No sé si algo así es hoy posible, pero debería serlo.

            Volviendo a la película, en gran medida trata sobre la injusticia social. Los desfavorecidos están condenados a una exclusión y una pobreza de la que jamás podrán escapar, mientras que ante los escasos privilegiados se extiende una alfombra roja que mulle el camino hacia un éxito inevitable.

            ¿Y qué pasa con Paul, nuestro pequeño protagonista? Al final de la película... ojo, voy a hacer un spoiler, pero no importa. Al final de la película, Paul se encuentra en el salón de actos de su elitista colegio, donde el director está soltando un discurso. El hombre les dice que ellos, los alumnos, son los dirigentes del mañana. Ellos están destinados a liderar la economía, la política, la sociedad... Mientras oye esto, Paul se pone lentamente la chaqueta, sale a la calle y se va sin decir nada.

            Él no quiere dirigir empresas, ni comandar partidos, ni ser un líder social. Lo único que quiere es pintar. Igual que otros quieren hacer música.

            O yo escribir.

viernes, octubre 28

Del Coyote a la ciencia ficción pionera: medio siglo sin José Mallorquí

 


El próximo 7 de noviembre se cumplen 50 años de la muerte de mi padre. Medio siglo, es increíble... Si me paro a pensar en ese martes, siete de noviembre de 1972, lo recuerdo como si hubiera sido ayer, con todo detalle. Pero, claro, cómo olvidarlo. Aunque me gustaría poder hacerlo.

            Yo tenía diecinueve años y en ese instante mi vida se volvió del revés. Durante muchos, muchos años, arrastré un profundo sentimiento de culpa por el suicidio de papá. Es inevitable, supongo. Curiosamente, hace años logré quitarme de encima la culpabilidad gracias a este blog. Quería dedicar una entrada al aniversario de su muerte y me puse a escribir sin tener nada concreto en la cabeza. Era una carta para él y... fue como escritura automática; las ideas me llegaban sin buscarlas, sin pensarlas siquiera, era casi como si escribiera al dictado de una parte de mí que hasta entonces había callado.

            Ese post, esa carta, obró el milagro de abrirme la mente y me permitió contemplar aquella tragedia desde todas las perspectivas. Hasta entonces, había asumido el suicidio de mi padre exclusivamente desde su punto de vista. Pero de pronto lo vi desde el mío, y comprendí que mi padre, al pegarse un tiro, me había hecho una cabronada. Por eso, concluyó su nota de suicidio con un “Perdón”.

            Claro que le perdoné. Y también me perdoné a mí mismo.

            El caso es que he asistido a las dos muertes de José Mallorquí. Una rápida, en el 72. Y otra lenta, desde entonces hasta ahora. Muerte por depresión y arma de fuego la primera. Muerte por olvido la segunda. Cuando murió, era uno de los escritores más conocidos de España; ahora, cada vez menos gente lo recuerda.

            Suele ocurrir. Si os digo: Frank G. Slaughter, Larry Collins, James Michener, Somerset Maugham, Viki Baum, Harold Robbins, León Uris, Sven Hassel, Sinclair Lewis... ¿Cuántos de estos nombres os suenan? Si eres muy joven, probablemente ninguno. Pero todos ellos fueron escritores de gran éxito más o menos hacia mediados del siglo pasado. Y todos ellos, tras su muerte, han sido olvidados. Pues lo mismo ha sucedido con mi padre; casi nadie nacido después de 1980 sabe quién fue y qué hizo.

            Aunque, por otra parte, su caso es distinto. En primer lugar, por ser español y haber gozado, a mediados del siglo pasado, de un gran éxito internacional. En segundo lugar, por su contribución al género que más fama le dio al ser uno de los forjadores del llamado Western Latino. En tercer lugar, por su calidad literaria, muy superior a la del resto de escritores españoles de novela popular. En cuarto lugar -algo que muchos no saben-, por su contribución a los géneros fantásticos en nuestro país, gracias sobre todo a dos iniciativas suyas: la revista Narraciones Terrroríficas y la colección Futuro.

            En fin, aunque mi padre sea un escritor en proceso de olvido, todavía queda gente que lo recuerda con todo el respeto y el cariño que merece. Hace seis años, La Casa del Lector de la Fundación Germán Sánchez Ruipérez, le dedicó una estupenda exposición. Y ahora, el Festival 42 de Géneros Fantásticos, que tendrá lugar en Barcelona entre el 2 y el 6 de noviembre, le va a dedicar un acto con motivo del 50 aniversario de su muerte.

            Se trata de una mesa redonda llamada “Del Coyote a la ciencia ficción pionera: medio siglo sin José Mallorquí”. En la mesa estaremos Armand Balsebre, catedrático de Comunicación Audiovisual y Publicidad de la Universidad Autónoma de Barcelona, la escritora Ledicia Costas y este vuestro seguro servidor. Y el moderador de la mesa será nada más y nada menos que Pablo Mallorquí, nieto de José Mallorquí.

            El acto tendrá lugar el sábado 5 de noviembre a las 11:00, en la Biblioteca Ignasi Iglésias. Can Fabra. Auditori Fabra.

            De modo que, si estáis en Barcelona ese sábado y no tenéis nada mejor que hacer, me encantaría veros ahí.



jueves, octubre 6

Tamara & Putin, la pareja del momento.

 


            Tamara: El asunto es más o menos así: Había una vez una pija muy pija llamada Tamara que, aunque tenía 40 tacos, hablaba y se comportaba como una adolescente. Digo que era pija porque decía cosas de pija, las decía con acento de pija y, qué demonios, ella se calificaba a sí misma de pija. Pues bien, esa pija se enamoró de otro pijo nueve años menor que ella y ambos se prometieron. Pero antes de la boda sobrevino el desastre: aparecieron unos videos en los que se veía al pijo morreándose con otras muchachas. No es de extrañar, porque el joven pijo tenía un aspecto de golferas que echaba patrás. La boda se canceló y la pareja de pijos se separó. Fin de la historia. Una gilipollez, ¿verdad? Bueno, pues esa gilipollez ha hecho que, durante más de una semana, toda España esté pendiente de la pija.

            Me resulta asombrosa la fascinación del público por semejantes personajes. ¿Qué ha hecho en su vida Tamara? Nada que valga la pena, salvo aparecer en algunos programas de TV donde se mostraba como la pija que es. Y ser hija de famosos, que eso ayuda. ¿Por qué le interesa a la gente? Quiero pensar que por el morbo de comprobar que “los ricos también lloran”, pero me da que no. Esto se parece más a un patio de vecinos donde sobrevuelan los chismes. Antes, los cuernos se los ponían a la hija de la Paqui, y hoy se los ponen a una marquesa mediática. Aunque también puede ser por la fascinación que siempre han producido los freaks, los monstruos de feria. Desde hace tiempo, los medios han venido ofreciendo el lamentable espectáculo de personajes grotescos. Como lo fueron el padre Apeles, Rappel, Jesús Gil, Pocholo o Belén Esteban. Porque Tamara es el pijerío llevado al extremo, la grotesca caricatura de una pija.

            Aunque, en realidad, me temo que lo que gran parte del público siente hacia Tamara es una fascinación aspiracional. Les gustaría ser como ella. Y eso ya es más peliagudo. Porque Tamara es superconservadora y supercatólica. Sin ir más lejos, esto es lo que opinó hace poco sobre la diversidad sexual: “Estamos viviendo un momento muy complicado para la humanidad, hay tantos tipos distintos de sexualidades, hay tantos sitios distintos donde puedes ejercer el mal”. Luego, añadió que lo peor de todo es que esa diversidad sexual “se ve con normalidad”. ¿Es que echa de menos recurrir a la lapidación?

            Tamara es un pija, es superficial y es tóxica. Pero ¿tonta? Teniendo en cuenta el rédito que le saca a su tóxico y superficial pijerío, creo que no; o al menos no del todo. Los tontos somos nosotros. Y si no, aquí me tenéis a mí, perdiendo el tiempo en hablar de alguien sin interés.

            Putin: Que Putin es hijo de sí mismo (un hijo de Putin) lo sabemos todos. Bueno, todos no, como veremos. Así que no voy a perder el tiempo diciendo que es un psicópata formado en la escuela de la KGB, un iluminado imperialista y un asesino aficionado al polonio. No, de eso no voy a hablar.

            De lo que quiero hablar es de los viejos comunistas españoles. La verdad es que hay que tener mucha fe para seguir siendo comunista hoy. Porque seguir creyendo en el “paraíso socialista” después de los desmanes de Stalin, después del muro de Berlín, después de la invasión de Checoslovaquia y Afganistán, y sobre todo después de que la Unión Soviética se desmoronara por la ineficacia social y económica de su sistema... seguir siendo comunista contra toda esa evidencia requiere una fe a prueba de bombas.

            Cuando comenzó la invasión rusa de Ucrania, proliferaron en las RRSS los comentarios en contra, sin apenas oposición. Pero algunas respuestas se iban por peteneras: En vez de comentar la agresión rusa, enumeraban la lista de las atrocidades cometidas por occidente, y en particular por USA. Que son muchas, no lo niego. Pero un mal no anula a otro mal.

            En un pequeño debate en Facebook, un amigo nostálgico del comunismo hizo eso: citar todas las barbaridades cometidas por Estados Unidos. Como si eso le restara gravedad a lo que hacía Putin. Le respondí que vale, que sí, que todo eso era cierto. Pero que ahora el malo es Rusia. Mi amigo respondió algo que no entendí, porque se fue por los cerros de Úbeda. Como sin argumentos no hay debate, dejé de intervenir. Pero más tarde leí los comentarios que mi amigo intercambiaba con otro nostálgico del comunismo. “Desde que tengo memoria”, venía a decir, “todos los males del mundo han venido de occidente”. Y Rusia, claro, es tan santa como el Vaticano.

            Me pregunto si esos viejos nostálgicos se han enterado de que Rusia ya no es comunista, sino una oligarquía de tintes mafiosos y maneras fascistas. Supongo que sí, pero sus cerebros están sometidos a un reflejo pavloviano. Oyen “Rusia” y agitan jubilosos el rabo. Oyen “Occidente” y enseñan los colmillos.

            Evidentemente, carece de sentido comparar a Tamara con Putin. No se parecen en nada, no tienen nada en común, salvo estar de actualidad. Aunque, espera,  ahora que lo pienso, sí que comparten algo: su odio a los homosexuales. No, si al final van a hacer buena pareja...

jueves, septiembre 1

Ofensas

 


            Un sabio refrán reza: “No ofende quien quiere, sino quien puede”. Es cierto; solo unas cuantas personas, las más próximas a mí, pueden herirme con palabras, porque me importa su opinión. Pero lo que me diga un desconocido, sencillamente me la trae al pairo. La mayor parte de la gente (casi ocho mil millones de personas) pueden insultarme, ponerme a parir o despreciarme, da igual: me resbala. Tampoco las ideas me ofenden, por muy monstruosas que sean. Pueden abochornarme, indignarme o darme vergüenza ajena; pero ¿ofenderme, como si fueran un agravio personal? De eso nada.

            En realidad, lo de las ofensas suena un poco decimonónico, de cuando el honor era lo más importante y se lavaba junto a la tapia de un convento, a sable o pistola. Un concepto de otros tiempos. Y, sin embargo, rabiosamente actual. De hecho, hay toda una generación a la que, si bien despectivamente, llaman los ofendiditos. Y es cierto: hoy en día no se puede abrir la boca, o pulsar el teclado, sin ofender a alguien.

            El otro día, en el programa de TV Real Time With Bill Maher, una ex-alumna de la universidad de Nueva York comentaba que en la parte trasera de su carné de estudiante había un teléfono de urgencia para denunciar ofensas. ¡De urgencia! Te ofenden y es como si te dispararan y necesitaras auxilio inmediato. Resulta entre ridículo y estremecedor.

            Vale, es cierto que mi libertad termina donde empieza la tuya. Pero ojo, donde empieza tu libertad, no tu susceptibilidad. La pregunta es ¿por qué sucede? Los nuevos censores socavan hasta tal punto la libertad de expresión que, para ser ofensivo, basta con discrepar aunque solo sea mínimamente del dogma políticamente correcto. ¿Cómo hemos llegado a esto?

            Siempre he pensado que las relaciones humanas se rigen por principios similares a los económicos. Por ejemplo, el valor de un producto depende de la relación entre la demanda y la oferta. Si el producto es muy demandado y hay pocas unidades, sube de precio. Y al revés: si es menos demandado y hay muchas unidades, el precio baja.

            Pues bien, con los hijos sucede lo mismo. Hace no mucho, pongamos que cuando yo era pequeño, la gente tenía un montón de hijos. Por ejemplo, la familia de Pepa, mi mujer, son ocho hermanos, y no se trataba de ninguna excepción. En 1960, el índice de natalidad era de 2,86. Actualmente es de 1’19; es decir, que cada pareja tiene una media de un hijo y un quinto de otro, muy por debajo de la tasa de reposición.

            El caso es que si, por ejemplo, tienes seis hijos, inconscientemente el valor de cada hijo disminuye. Si se muere uno es una tragedia, pero oye, te quedan cinco más. Ya, esto puede parecer una burrada, lo sé; pero no olvidemos que antiguamente se tenían muchos hijos porque más o menos la mitad la diñaban, y los supervivientes eran necesarios para cuidar a los padres en su vejez.

            Ahora supongamos que solo tienes uno o dos hijos. Si es uno y muere, la pérdida te destrozará. Si son dos y uno la palma, te destrozará igualmente y, además, volcarás todo tu afecto en el que queda y lo sobreprotegerás. Es decir, que cuando tienes pocos, el valor de cada hijo se multiplica. Es una cuestión numérica: en un caso tienes que repartir tu amor, tu atención, tu tiempo, tu dinero y tu esfuerzo entre seis, y en el otro solo entre uno o dos. Es evidente que en el segundo caso los hijos reciben más que en el primero. Conocéis el paradigma del hijo único, ¿verdad?, el típico niño consentido y mimado. Pues en cierto modo (y con frecuencia literalmente), ahora todos los niños se han convertido en hijos únicos.

            Y en esas estamos. Mi generación y las siguientes hemos tenido muy escasos hijos, de modo que los sobrevaloramos y los sobreprotegemos. Los mimamos y los malcriamos. Los debilitamos en definitiva. Muchos padres han educado a sus hijos intentando mantenerlos en capullos de algodón, libres de todo daño físico y emocional. Por ejemplo, los cuentos tradicionales, transformados para que el lobo no sea malo, o la mamá de Bambi no muera, o Hansel y Gretel no acaben en un horno. No vaya a ser que el niño se traumatice.

            En las pruebas deportivas de los coles, todos ganan medallas; desde el que llega primero a la meta hasta el que tropezó con sus propios pies a los dos metros de la salida. Porque nadie quiere frustraciones. Si el niño hace un dibujito, será el dibujo más hermoso del mundo, aunque en realidad sea una birria que ofende a la vista. Nada de animarlo a esforzarse más, no se vaya a cansar. Y, sobre todo, es vital huir del conflicto. Si el chico se porta mal, cualquier cosa antes que regañarlo. Adiós, problemas. Hola, síndrome del emperador.

            En resumen: se educa a los niños preparándolos para un mundo que no existe, un mundo sin tensiones ni conflictos. Pero las cosas no son así. En el mundo real siempre hay algún momento en el que se tiene que tragar mierda. Siempre hay frustraciones, líos e injusticias. Siempre hay que esforzarse, porque en la vida nada es fácil. Por eso, cuando los niños criados en burbujas crecen, se encuentran con una realidad muchas veces hostil para la que no están preparados. Y se frustran. Y, como tienen la piel muy delicada, se ofenden a la primera de cambio.

            En fin, no digo que todos los llamados millennials sean así, porque odio las generalizaciones y porque además sería mentira, pero muchos de ellos sí corresponden a ese patrón. Y son muy ruidosos.

viernes, julio 29

Para toda la humanidad

 


            En cierta ocasión, durante una charla suya, el llorado Miquel Barceló dijo algo que me llamó la atención, porque, pese a ser evidente, nunca había caído en ello: Lo más asombroso de la carrera espacial no fue el alunizaje, sino que después, y durante más de medio siglo, ningún humano volviera a ir más allá de la órbita baja de la Tierra.

            Yo tenía dieciséis años recién cumplidos cuando el Apolo 11 se posó en el Mar de la Tranquilidad. ¿Os imagináis lo que supuso para mí contemplar las borrosas imágenes en blanco y negro del primer humano en pisar otro cuerpo celeste? No, no tenéis ni idea, porque la mayoría de vosotros no vivió aquello. Además, perdéis de vista que yo era un pirado de la ciencia ficción. Fue un éxtasis para mí, una epifanía, una arrebato. Yo, que tanto había leído sobre el futuro, ¡estaba viviendo el futuro!

            Y qué felices me las prometía, amigos míos. Ahora la Luna, me decía; mañana Marte, y pasado las estrellas. Imaginaba vuelos espaciales comerciales, majestuosas estaciones orbitales, bases en el sistema solar, videotélefonos, coches voladores... Bueno, eso no; los coches voladores siempre me parecieron una mala idea. El caso es que imaginaba un futuro del estilo de 2001: Una odisea del espacio. Ahí iba a vivir yo.

            Luego, poco a poco, la cruda realidad me fue pasando por encima. La carrera espacial concluyó. A fin de cuentas, ya había un ganador. El programa Apolo se canceló. Los gigantescos cohetes Saturno V dejaron de fabricarse. Llegaron los transbordadores espaciales, pero eran poco más que autobuses con alas solo capaces de alcanzar órbitas bajas. Además, eran una chapuza. Y ahora los norteamericanos ni siquiera pueden ir a la Estación Espacial por sus propios medios, y tienen que comprarle pasajes a los rusos o a Space X.

            Fue un proceso lento, pero en algún momento quedó claro que mis sueños se habían ido al garete. Yo esperaba que el futuro me trajera una utopía espacial, y lo que al final me ha traído es una especie de distopía en la que la humanidad vive hipnotizada por unos pequeños artilugios rectangulares. Aunque, hay que reconocérselo, en esos artilugios van incluidos los videoteléfonos, algo que nadie imaginó jamás.

            Alto ahí, diréis; siempre te quedan las misiones no tripuladas. Es verdad; pensar que ahora mismo hay un par de rovers deambulando por Marte me emociona un poco. Pero no es lo mismo,

            Pues bien, más o menos de eso va la serie de televisión Para toda la humanidad, que se emite en AppleTV. Se trata de una ucronía en toda la regla. Su punto Jonbar, es decir, el acontecimiento que quiebra la realidad histórica, consiste en que, en 1969, los rusos llegaron primero a la Luna, adelantándose por unos meses a los norteamericanos. Lo cual hace que la carrera espacial se prolongue durante las siguientes décadas.

            La trama se centra en el personal de la NASA, sobre todo en los y las astronautas. La primera temporada comienza con el alunizaje ruso, continúa con el alunizaje yanqui, y sigue con el entrenamiento de un grupo de mujeres astronautas y el establecimiento de la primera base lunar. La segunda temporada, ambientada en los 70, narra la ampliación de la base y los conflictos con los rusos. La tercera temporada (cuyo último capítulo se emite hoy) se ambienta en los 90 y describe la carrera para llegar a Marte entre americanos, rusos y una empresa privada. Todo ello, por supuesto, aderezado con la relaciones y conflictos entre los protagonistas.

            ¿Es Para toda la humanidad una obra maestra? No, dista mucho de serlo. ¿Es una gran serie? Probablemente tampoco, aunque a veces se aproxime. Sencillamente es una buena serie de ciencia ficción, respetuosa con la inteligencia del espectador. Lo que ya es mucho, creedme.

            En la serie, aparte del devenir de la carrera espacial, hay otros dos temas predominantes. En primer lugar, el feminismo. De hecho, siendo una obra coral, la mayor parte de sus personajes importantes son mujeres. De entre las que destaco a Molly Cobb, interpretada por  Sonya Walger, una astronauta con más cojones que todos sus compañeros masculinos juntos. El segundo tema recurrente es el de la homosexualidad en el seno de una sociedad absolutamente intolerante.

            El casting es excelente y todos los actores encajan en sus roles con solvencia. De entre ellos, aparte de Sonya Walger, quiero destacar a     

Joel Kinnaman, un actor al que siempre me agrada ver. Por cierto, probablemente es el actor con mejor planta del panorama actual. Le pones un traje de gala del ejército colonial inglés, y el tío queda de un gallardo que alucinas. Por lo demás, la puesta en escena está muy cuidada y los efectos especiales, sin pretender ser apabullantes, son más que correctos.

            No todo es bueno, por supuesto. En gran medida, esta serie es un folletín, lo cual no es malo (¿acaso no lo son la mayoría de las series?). Pero a veces, por fortuna escasas, se aproxima peligrosamente al culebrón. Aparte de eso, el devenir de ciertos personajes resulta forzado, y algunos tópicos huelen un poco a naftalina. Por ejemplo, los rusos soviéticos son los taimados hijos de puta de siempre. No obstante, lo bueno predomina sobre lo malo.

            En cualquier caso, ¿sabéis lo que más me gusta de Para toda la humanidad? El intenso aroma a ciencia ficción clásica de toda la vida que desprende. Viéndola, no puedo evitar evocar a Robert Heinlein, o a Arthur Clarke, o a Fredric Brown. Es refrescante, como volver al pasado. Aunque, bien pensado, de eso va precisamente la serie: de volver al pasado para corregirlo.

            En fin, que os la recomiendo. Ya sé que muy pocos están suscritos a AppleTV (aunque tiene contenidos de gran calidad), pero tengo entendido que la plataforma ha puesto la primera temporada en abierto. Es decir, que os bajáis la aplicación y podéis verla gratis, sin necesidad de suscribiros.

            Besos.

domingo, junio 12

La edad, el curro, el spam y Babel

 


            El pasado viernes, 10 de junio, fue mi cumpleaños. Habitualmente suelo poner una imagen con la onomatopeya “¡ARGHHH!”, pero este año no lo he hecho. Tampoco celebré el pasado 9 de diciembre el décimo sexto aniversario de Babel. ¿Por qué?

            Pues porque la última entrada la colgué hace casi cuatro meses. En los últimos años, mis aportaciones al blog se han ido espaciando cada vez más. Y no acabo de hacerme una idea del motivo.

            Creo que todo empezó cuando me rompí la cadera. Por algún motivo, quizá por la forzada inmovilidad, me puse a escribir ficción como un loco. Había decidido probar con la literatura infantil y estaba desarrollando la serie de Dan Diésel. Eso le quitaba tiempo al blog. Luego llegó la pandemia, y lo que le quitaba fueron las ganas a mí. Y ahora...

            Ahora, amigos míos, ¡estoy metido en cuatro proyectos literarios a la vez! Bueno, en realidad solo dos están en activo; pero los otros dos se encuentran ahí, agazapados a la espera de saltar sobre mí como fieras salvajes.

            Eso es lo malo de ser un artesano autónomo: solo tienes dos manos, un cerebro (en mi caso medio) y un puñado de horas al día. Das de ti lo que puedes dar, que no es mucho. A eso hay que sumarle que estoy en un momento... digamos que peculiar en mi carrera como escritor. No sabría definirlo, porque en realidad no tengo claro lo que es, pero sí sé que algo ha cambiado. Para bien, me apresuro a aclarar. Lo cual no impide que me sienta raro.

            Ah, hay algo más. Desde hace un tiempo, el blog se está llenando de spam. Veinte o treinta al día. He intentado activar el captcha, pero no funciona. Así que no me ha quedado más remedio que activar la moderación de comentarios, lo cual me obliga a eliminar el spam acumulado con frecuencia. Un coñazo. De hecho, creo que esto es lo que más me retiene a la hora de seguir con el blog.

            Volviendo al tema de la edad, acabo de cumplir 69 años, una cifra sicalíptica y deprimente a partes iguales. Una cifra que, cuando la alcanzas, ya no puedes practicarla. Una cifra de mierda. Si cabía algún resquicio de duda, ya se ha cerrado: soy un jodido viejo. Vale, no soy un viejo como eran los viejos de mis años mozos, o como algunos viejos que conozco ahora. Soy un viejo de otro estilo. Pero viejo.

            Es cierto que intento mantener mi mente lo más joven posible. Y me consta que lo consigo en cierta medida. Pero, ¿hasta cuándo? ¿Cuánto tardaré en fosilizarme? Espero diñarla antes de que eso suceda.

            En fin, no sé qué va a ser del blog. Le tengo mucho cariño a la Fraternidad de Babel y no me gusta verlo agonizar. Quizá sea mejor matarlo definitivamente. O quizá aún pueda prestarle primeros auxilios y reanimarlo.

            Ya veremos.

lunes, febrero 21

Crímenes y ficción

 


            No siempre es fácil diferenciar de forma absoluta el bien del mal. Por ejemplo, los perpetradores de la matanza del 11S en Nueva York, o del 11M en Madrid, son monstruos ante nuestros ojos, pero héroes para algunos islamistas. A los ejecutores de ETA unos los consideraban asesinos, y otros luchadores por la libertad. ¿Y qué decir de la guerra, que es el epítome del mal, y sin embargo con frecuencia se le añaden adjetivos como “justa” o “santa”?

            Los crímenes cometidos en nombre del islam o de la patria vasca (solo son ejemplos) nos resultan horribles a quienes no comulgamos con sus ideas. Sin embargo, esas barbaridades, pese al horror que nos provocan, tiene una faceta vagamente consoladora: podemos comprenderlas. Entiendo lo que es el fanatismo religioso y entiendo lo que es el nacionalismo étnico; deploro sus crímenes, pero puedo comprender por qué lo hacen, aunque ni lo justifico ni lo acepto.

            Sin embargo, existe una clase de maldad que no tiene explicación. Un mal gratuito, absurdo, ante el que nos sentimos inermes, porque si no puede ser explicado, tampoco puede ser prevenido. Es un mal que brota de golpe, inesperadamente, en cualquier lugar y cualquier momento, protagonizado por quien menos esperamos. Eso hace que el suelo se hunda bajo nuestros pies y nos deja perplejos y horrorizados. Es como si de pronto hubiera una ruptura en la lógica del universo.

            Un buen ejemplo de esto es la famosa matanza del instituto Columbine, en Colorado, cuando dos alumnos de 18 y 17 años, Eric Harris y Dylan Klebold, provocaron una masacre en la que murieron doce alumnos y un profesor, y hubo veinticuatro heridos. ¿Por qué lo hicieron? No había ningún motivo aparente, y como ambos se suicidaron, jamás podremos saberlo. Aunque, ¿qué razón podría justificar tamaña monstruosidad? Vi fragmentos de los videos captados por las cámaras de seguridad. En ellos se veía a Harris y Klebold armados hasta los dientes y sonriendo de oreja a oreja. Estaban matando a gente y era el mejor día de sus vidas. Recuerdo que tuve la certeza de que estaba contemplando el mal en estado puro.

            Los seres humanos somos muy buenos estableciendo relaciones de causalidad. Si truena, probablemente va a llover; si sigo esas huellas encontraré animales que cazar; si hago esto, sucederá eso otro... Es algo que se nos da muy bien, porque favorece nuestra supervivencia como especie. De hecho, se nos da tan bien que a veces encontramos causalidades donde no las hay. Cuando sucede un fenómeno inexplicable, nuestra mente se pone como loca a buscar una explicación; y como no la encuentra, se la inventa.

            Volviendo a Columbine, una revelación: resulta que Harris y Klebold eran aficionados al Doom, un videojuego en el que se matan monstruos en primera persona. ¡Y ya está, ahí tenemos la ansiada explicación! La culpa de la matanza de Columbine la tienen los videojuegos.

            Y no es el único caso. ¿Os acordáis de José Rabadán, el Asesino de la Katana, que mató a sus padres y a su hermana con eso, una katana? Pues resulta que Rabadán era muy aficionado al Final Fantasy VIII, así que de nuevo la culpa del crimen recae en los videojuegos.

            Pero no son esos los únicos juegos demoniacos. Ahí tenemos a Javier Rosado y Félix Martínez Reséndiz, los dos jóvenes (de 21 y 16 años, respectivamente) que cometieron el llamado crimen del juego de rol. Rosado había inventado un juego de rol llamado Razas que consistía, básicamente, en salir de noche para matar a alguien. Y eso hicieron: Durante la madrugada del 30 de abril de 1994, salieron de cacería y acuchillaron hasta la muerte a Carlos Moreno, un pobre hombre que estaba esperando el autobús.

            Como era de esperar, pronto quedó claro que la culpa de ese espeluznante asesinato era de los juegos de rol. El periodista (?) Rafael Torres publicó en El Mundo un artículo llamado Una necrosis similar en el que afirmaba que los juegos de rol provocaban «necrosis fulminantes en los tejidos de la cabeza y del corazón, aparte de desprecio por la realidad e ignorancia”. Añadía que también fomentaban la psicopatía. El hecho de que el propio Rosado, ejecutor e inductor del crimen, afirmara que le importaban un bledo los juegos de rol y que el único al que había jugado era el creado por él, no tenía importancia. No permitas que la realidad te estropee un mal artículo y una explicación absurda.

            La cuestión es: ¿cuántos jugadores de videojuegos y rol han cometido espantosos crímenes? Estamos hablando de cientos de millones de jóvenes y, sin embargo, los casos criminales se pueden contar con los dedos de las manos. Si lo contemplas en perspectiva, no se percibe la menor relación de causa y efecto entre la práctica de esos juego y la criminalidad.

            Por desgracia, esa tendencia a las respuestas simples ante cuestiones complejas reaparece cada vez que algún joven comete un crimen horrible. Supongo que todos conocéis el reciente caso del quinceañero de Elche que ha matado con una escopeta a sus padres y a su hermano pequeño. Pone los pelos de punta y nos deja preguntándonos cómo es posible. Pero no hay que darle demasiadas vueltas, porque avispados reporteros ya han encontrado la explicación. En un artículo aparecido el pasado 14 de febrero en El Mundo (otra vez El Mundo), el periodista Luis Alemany informaba de que el parricida de Elche había leído, siguiendo el plan lector de su instituto, la novela La edad de la ira, de Nando López, una historia centrada en la investigación del asesinato de una familia cometido por el hijo adolescente. El periodista no afirma expresamente que esa sea la causa del crimen, pero oye, ahí lo deja.

            ¡Repámpanos, menudo poder el de la literatura! Teniendo en cuenta los muchos lectores de la novela, supongo que no tardaremos en ver amontonarse en las morgues los cadáveres de familias asesinadas por adolescentes. Así que no solo el rol y los videojuegos son herramientas del diablo, sino también las novelas. Y esta idea no es nueva. ¿Sabéis qué tienen en común Mark David Chapman –el asesino de John Lennon-,  John Hinckley Jr, -que disparó contra Ronald Reagan-, y Robert John Bardó –acosador y asesino de la actriz Rebecca Schaeffer-? Pues que todos ellos eran fans de El guardián entre el centeno, de J. D. Salinger. Vale, esa novela es lectura obligatoria en miles de institutos norteamericanos, la han leído millones de adolescentes. Tantos que, estadísticamente, no es de extrañar que también haya pasado por las manos de futuros asesinos. Pero las mentes simples no vacilan en afirmar que es un libro demoniaco que impulsa al asesinato.

            Nada nuevo bajo el sol. En 1954, el nefasto psiquiatra Fredric Wertham publicó el libro Seduction of the Innocent, donde culpaba a los cómics de pervertir las mentes infantiles y fomentar la delincuencia juvenil. A raíz del impacto de ese ensayo, se creó la Comics Code Authority, un organismo destinado a cuidar la moral de los jóvenes que no era más que pura y dura censura. Por cierto, la CCA todavía existe, aunque ya casi nadie le hace caso.

            Podríamos hablar, también, de la satánica música rock, que ha pervertido a varias generaciones de jóvenes (¡Charles Mason quería ser estrella del rock!), pero dejémoslo aquí. Lo que me asombra es la fe que mucha gente tiene sobre el poder de la ficción, como si lo irreal pudiera materializarse en cuanto te descuidas un instante. O quizá no sea eso; puede que se trate más bien de la poca fe que tiene algunos adultos en la capacidad de los jóvenes para discernir entre lo real y lo ficticio.

            Y no es así; la inmensa mayor parte de los niños y jóvenes distinguen con claridad entre la realidad y la ficción. Aunque siempre hay excepciones, claro. Recuerdo el caso de un niño que se tiró desde un balcón con una capa creyendo que era Batman. Pero no tuvo en cuenta tres cosas: 1. Batman no existe. 2. Aunque existiese, él no era Batman. 3. Batman no vuela. Así que el chaval se mató, básicamente, por gilipollas. Pero es eso: una excepción.

            A veces, el mal aparece ante nuestros ojos como un relámpago, sin saber por qué. Es un horror inexplicable, así que no nos inventemos explicaciones, sobre todo si haciéndolo satanizamos a una de las más nobles creaciones humanas: la ficción.

            Nota: En la foto, Klebold y Harris, los asesinos de Columbine.