martes, diciembre 24

El tradicional cuento navideño de Babel

 


            Aquí estoy otra vez. Aunque el blog se encuentre en hibernación, mi cita anual navideña no podía fallar. El cuento de Navidad. Como sabéis –y si no lo sabéis os lo digo-, mis cuentos navideños se dividen en dos categorías: Buenrrollistas y Gamberros. El de este año es gamberro, pero para disfrutar de su lectura, hay que saber un par de cosas:

            1. En primer lugar, tenéis que tener presente el cuento de Hans Christian Andersen La pequeña cerillera. Por si alguno no lo conoce, resumo su argumento:

 Mediados del siglo XIX. Estamos en la noche de San Silvestre (Nochevieja, vamos). Una niña de diez años recorre las calles de Odense (Dinamarca) con los pies descalzos. Hace mucho frío. Comienza a nevar. La pequeña es una cerillera ambulante, más pobre que las ratas. Lleva todo el día de un lado para otro, con los pies amoratados de frío, y nadie le ha comprado nada. Teme volver a su casa, porque si regresa sin dinero su padre le dará una paliza. Cae la noche. Hace aún más frío que antes. La niña se cobija en un callejón, pero sigue cascando un frío de la leche. La pequeña cerillera siente que se congela. Entonces decide calentarse encendiendo una cerilla, que da algo de calor, aunque poco, y apenas dura. Enciende otra, y otra, y otra más. Entre tanto, empieza a tener alucinaciones. Sigue encendiendo cerillas hasta que se le acaban. La niña alucina con que su abuelita la llama para ir al cielo. Al día siguiente, encuentran a la pequeña cerillera muerta por congelación, Findus total, igual que Jack Nicholson al final de El Resplandor. Fin del cuento.

            2. Uno de mis recuerdos más remotos es mi abuela Julia leyéndome ese cuento antes de dormir. Yo debía de tener, no sé, siete años o menos. Y sin duda era un niño muy sensible. Porque lo que recuerdo con nitidez es lo acongojado que me dejó esa historia, lo horriblemente mal que me sentí, y el atracón de llorar que me pegué. ¿Y mi abuela quería ayudarme a dormir contándome esa atrocidad? ¿En serio? Creo que el insomnio y las palpitaciones me duraron hasta la mayoría de edad. ¿Os traumó la muerte de la mamá de Bambi? Pues eso no es nada comparado con lo que me hizo la puñetera cerillera. A fin de cuentas, la mamá de Bambi tuvo una muerte rápida, de un disparo, y no la vimos morir. Además, qué coño, era una maldita cierva. Pero mi muerta es una pobre niña de cabellos dorados, y sufrió una larga agonía antes de palmarla. Ni color.

            Al principio, yo le echaba la culpa a mi abuela. Pero luego, siendo ya adulto, pensé que quizá mi yaya no conocía el cuento y me lo leyó sin saber el final. Entonces comprendí que el único culpable de mi trauma era Andersen. ¿De verdad creía apropiado para los niños pequeños narrarles el minucioso relato de la agonía por congelación de una pobre niña? Debía de ser un sádico, sin duda. ¡Jamás te perdonaré, Hans Christian!

            Pues bien, el cuento de este año se llama El retorno de la pequeña cerillera, y es mi particular venganza navideña contra Andersen. Como siempre, encontraréis el relato más abajo.

            Ahora son las 10:48 y estoy en mi despacho. El sol entra a raudales por la ventana. La casa está en silencio, porque Pepa ha salido para recoger unas compras. Dentro de un par de horas iremos a la estación de Atocha para buscar a nuestro hijo Pablo, que vive en Barcelona y viene a pasar las fiestas con nosotros.

            Queridos merodeadores: Os deseo una feliz Navidad y lo mejor para el 2025, que tiene una rima fácil. En septiembre activaré de nuevo La Fraternidad de Babel. Como dijo Suarcenaguer: “Volveré”.

            Y ahora el cuento. En los primeros párrafos, hasta que aparece el banquero, mezclo el texto de Andersen con mi propio texto. El resto es todo mío. Espero que os guste.

            El retorno de la pequeña cerillera

            By César Mallorquí (y un poquito de H. C. Andersen)

            Ocurrió en Odense, Dinamarca, a finales de diciembre de 1845. Comenzaba a nevar. ¡Qué frío hacía! Era la noche de San Silvestre, la última noche del año y mientras todas las familias se preparaban para sentarse a la mesa rodeados de ricos manjares, pasaba por la calle una pobre niña de apenas diez años, descalza y con la cabeza descubierta bajo aquel frío y en aquella oscuridad. Era la joven vendedora de cerillas. La pobre llevaba el día entero en la calle, sus huesecitos estaban ateridos de frío por culpa de la nieve y lo peor de todo es que no había conseguido ni una sola moneda...

            Si quieres seguir leyendo, pincha AQUÍ



miércoles, agosto 7

AVISO

 Este blog permanecerá 

inactivo hasta 

septiembre de 2025

Disculpen las molestias.


Pero, por supuesto, el cuento

de Navidad no faltará a su cita anual.




Ghosting

 


            Hay una práctica llamada “Ghosting”, que consiste en desaparecer de la vida de alguien de la noche a la mañana, sin previo aviso y sin dar explicaciones.

            Pues bien, me temo que llevo ocho meses haciéndole ghosting a la Fraternidad de Babel y a vosotros, aquellos que habéis seguido el blog desde hace tiempo. Si es que queda alguno, claro. Bueno, no puedo remediar lo que he hecho, pero sí puedo dar explicaciones tardías.

            Veréis, hubo un tiempo en que yo era un escritor feliz. Escribía una novela, lo que me viniese en gana, se lo ofrecía a una editorial, la editorial adquiría los derechos y a otra cosa. Lo hacía a mi ritmo, sin prisas y con pausas para, por ejemplo, escribir en el blog. Esa época fue mi Arcadia personal. Y lo fue porque, al no contraer compromisos, disponía libremente de mi tiempo. Cero presiones.

            Pero la vida te conduce por rumbos que no habías previsto. De pronto, un buen día, hace un par de años, se puso en contacto conmigo Laia Zamarrón, la directora editorial de las colecciones infantiles de Alfaguara, para proponerme iniciar una serie de novelas para los lectores más jóvenes, niños de seis o siete años. Me quedé de piedra y objeté que nunca había escrito para lectores tan pequeños, que la mayor parte de mi obra era juvenil y sólo recientemente había escrito infantil. Pero jamás para enanitos tan pequeños. Añadí que no creía que mi sensibilidad fuera la adecuada para eso. Pero Laia acabó convenciéndome y yo me lo tomé como un reto. Así nació Colegio de Poderes Secretos.

            Casi simultáneamente, contactó conmigo Ymelda Navajo, la directora editorial de La Esfera de los Libros. Quería que escribiese para su sello una novela histórica de entre 300 y 400 páginas. Le dije que tenía que pensármelo, y me lo pensé. Pero mal. Es decir, pensé en escribir una novela sobre las ratlines, las vías de huida de los criminales de guerra nazis después de la Segunda Guerra Mundial, ambientada en Argentina y España en los años 1952 y 1969. Es un tema que conoces, me dije; y además en el 69 tenías 16 añitos. No habrá muchos problemas con la documentación. Y le dije a Ymelda que sí.

            Pasado un tiempo, cuando imaginé el argumento, me puse a escribir la novela y... ¿No habría problemas con la documentación?... ¡Ja! Una cosa es conocer un tema de forma general y otra muy distinta entrar en detalles. Y una cosa es haber vivido en una época, y otra muy distinta recordar cada incidente que sucedió y cómo era todo con exactitud. En resumen, la documentación fue (está siendo) un infierno y me ha llevado mucho más tiempo del que pensaba. Y no por falta de fuentes, sino por exceso de ellas.

            Resumiendo: al solaparse ambos proyectos, y colarse algunos extras por el camino, no he parado de escribir. Bueno, sí he parado; pero cuando paraba lo último que me apetecía era seguir escribiendo, aunque fuera a mi aire. Y eso ha ocurrido sin ninguna advertencia. He dejado abandonado el blog, siete meses sin decir ni mu. Eso es ghosting.

            Pero voy a ponerle remedio ahora. Entremedias se me ha cruzado otro compromiso, pero creo que para septiembre del año que viene volveré a estar libre de ataduras. Hasta entonces, La Fraternidad de Babel seguirá inactiva. Pero a partir de ese momento, si los nuevos y los viejos dioses lo permiten, volveré a la actividad bloguera. Al menos, una entrada mensual.

            Palabrita del niño Jesús.

            Por supuesto, este parón del blog contará con la excepción del cuento de Navidad, que seguirá fiel a su cita mientras mis trémulas manos puedan pulsar el teclado.

            En fin, ese es mi propósito; pero todo queda en manos del azar.

            Y ahora, como estamos en verano, os voy a regalar mi receta para el mejor gazpacho del mundo.

 

            Ingredientes:

            - 3 kilos de tomates maduros.

            - 2 pepinos pequeños (o uno grande)

            - 1 pimiento verde (o medio grande)

            - 1 cebolleta grande.

            - 3 dientes de ajo

            - Media barra de pan.

            - Medio vaso de aceite de oliva virgen.

            - Vinagre al gusto (yo pongo muy poco)

            - 1 cucharadita colmada de comino en polvo.

            - Sal y pimienta al gusto.

            - 1litro de agua.

 

            El proceso de cocinado es muy sencillo, porque no se cocina. Se parte todo en trocitos, se mezcla y se tritura en la batidora. Pero, atención, si tu batidora es normalilla deberás pelar antes los tomates. En Internet hay tutoriales que explican cómo hacerlo con comodidad. Yo tengo un robot de cocina Thermomix, que es superpotente, y pulveriza la piel, así que no tengo que pelarlos. Si el gazpacho queda demasiado espeso, añádele agua.

            ATENCIÓN: La calidad de un gazpacho depende de la calidad de los tomates. Con tomates malos es imposible hacer un buen gazpacho. Han de ser muy maduros y aromáticos.

            Otra cosa: Esa receta es para hacer mucho gazpacho. Si quieres hacer menos, por ejemplo la mitad, reducid a la mitad la cantidad de cada ingrediente.

            Y eso es todo, merodeadores. Feliz verano y felices vacaciones.

            Hasta septiembre del 25.

            Ciao.

domingo, diciembre 24

El tradicional cuento navideño de Babel 2023



            Ya estamos aquí, otro año más. La Tierra ha recorrido 930 millones de kilómetros alrededor del Sol, viajando a 107.280 kilómetros por hora. Y nosotros con ella. Menudo palizón, ¿verdad? Y todo para volver al  mismo sitio que antes. A la Navidad.

            Ya he comentado muchas veces que yo, antes, odiaba la Navidad. Era un Mr Scrooge, un Grinch. Pero luego tuve hijos y ellos me enseñaron a volver a ser un niño y así poder ilusionarme de nuevo con el espumillón, las luces de colores y los árboles adornados. Y aunque los muy cabrones de mis hijos han crecido, me siguen gustando las fiestas del solsticio. De hecho, tengo un ritual navideño. Pocos días antes de Nochebuena, regreso a Chamberí, el barrio de mi niñez, y doy un paseo por los alrededores de la plaza de Los Chisperos. Se encuentra a cuatro manzanas de donde yo vivía. Enfrente estaba mi antiguo colegio. Recorro la calle Manuel Silvela, me detengo en la parroquia del Perpetuo Socorro y acabo en la plaza. Luego, voy a las Bodegas La Ardosa de la calle Santa Engracia y me zampo una ración de patatas bravas, que son las mejores de Madrid y siguen siendo exactamente iguales que cuando era niño. Lo hice anteayer, aquí tenéis la foto que lo demuestra.

 


            Por cierto, esa plaza, la de los Chisperos, es curiosa. Hasta hace nada, no tenía nombre. Bueno, sí que lo tenía, pero no había ninguna placa, su denominación no aparecía por ninguna parte. Quizá os preguntéis qué coño son los “chisperos”. Pues los herreros y sus familiares, aunque en realidad el monumento que adorna la plaza está dedicado a los autores de sainetes. Las figuras que aparecen serían los personajes típicos de ese género: un par de chulapas y otro par de chisperos.

            En fin, basta de nostalgia babosa y vamos al grano. El cuento.

            Creo que ya os he contado cómo suelo afrontar el cuento de Navidad. A finales de septiembre o principios de octubre me digo a mí mismo que debo empezar a darle vueltas al argumento del relato. Luego, me olvido por completo del asunto. Y me vuelvo a acordar a finales de noviembre. Entonces me pongo a buscar desesperadamente alguna idea. Que generalmente tarda en llegar. Cuando finalmente llega, me pongo a escribir; si el cuento es corto, no hay problema. Pero si es largo, ay amigos, entra en juego la angustia. El año pasado me pilló el toro y acabé de escribirlo durante la mañana de Nochebuena (por eso lo colgué por la tarde).

            La verdad es que no es fácil encontrar ideas originales para un relato navideño, porque es un tema más sobado que el palo de una zambomba. Además, la Navidad lleva dentro tanto azúcar que resulta casi imposible escribir una historia de buen rollo que no empalague. Quizá por eso se me ocurren muchas más ideas “gamberras” que “buenrrollistas”; el humor negro navideño es un territorio menos frecuentado y a prueba de diabéticos. No obstante, mi cuento favorito de entre todos los navideños que he escrito es “La historia del indiano”, un relato que una merodeadora tildó de “ñoño”; y quizá lo sea, aunque a mí me parece simplemente bonito.

            Este año, las cosas han ido sobre ruedas, pues encontré el argumento -casi a la primera- a mediados de noviembre. Para buscar ideas, a veces recurro a algunos truquitos. Por ejemplo, el “juego de los contrarios”. Me explicaré: Hace años, escuché a un autor que definía su último libro como lo contrario a Harry Potter. Cuando explicó el argumento me di cuenta de que no era ni remotamente lo contrario de la obra de Rowling. Entonces me pregunté: ¿Qué sería lo contrario de Harry Potter? Pues un mundo en el que todas las personas pueden hacer magia, menos el chaval protagonista que no puede hacer ni papa de magia. Desarrollé un argumento y comencé a escribirlo, aunque a las pocas páginas me cansé y lo abandoné. Pero sigo pensando que era una buena idea.

            El año pasado subí un cuento llamado “El ángel que se cayó a un agujero negro”, un relato gamberro protagonizado por un ángel disfuncional. Este año, jugando a los contrarios, me pregunté ¿qué es lo contrario a un ángel disfuncional? Pues un demonio disfuncional. Pero, claro, la disfuncionalidad de un ángel es completamente distinta a la disfuncionalidad de un demonio. Si en el primer caso todo acababa en desastre, en el segundo los acontecimientos conducen a un final feliz (aunque, si después de leerlo os paráis a pensarlo, también un poquito triste). El cuento de este año, llamado “El demonio que quiso ser bueno”, es un cuento de buen rollo, aunque su desarrollo es tirando a atípico. Los que esperabais una nueva muestra de mi habitual humor negro, mis disculpas. El año que viene os compensaré. De todas formas, sí que hay humor en el relato, aunque no oscuro.

            Como he dispuesto de suficiente tiempo para escribirlo sin prisas, me he permitido extenderme en la narración. Tiene 10.404 palabras. No lo sé a ciencia cierta, pero puede que sea el más largo que he colgado en Babel. Espero que no os resulte demasiado pesado.

            Y ya está. Solo me queda desearos lo mejor para estas fiestas. Bebed con moderación (o sin ella), comed como tigres, reíd como locos, llorad con nostalgia, jugad a ser niños, recordad a los que se fueron, disfrutad de los que siguen aquí, y f*ll*d, f*ll*d lo más posible.

            Queridos merodeadores, os deseo un feliz solsticio de invierno, una feliz Navidad, unas felicísimas fiestas.

            Aquí os dejo el cuento:

 

            EL DEMONIO QUE QUISO SER BUENO

            By César Mallorquí

 

            Había una vez un demonio llamado Pharphas. Su edad solo podía expresarse en eones, pues era uno de los ángeles primigenios que, en el amanecer de la creación, se alzaron contra Dios durante la rebelión de Lucifer, y que luego siguieron a este en su caída transformados en diablos. Eso era Pharphas, un ángel caído más.

            Sin embargo, Pharphas también era diferente al resto de los demonios. No en cuanto a su aspecto, pues era rojo, con cuernos, rabo terminado en punta de flecha y patas de carnero, como todos los demonios, pero sí en lo que a mentalidad se refiere. Pharphas se estaba replanteando sus ideas y valores (...)

 

            Si quieres seguir leyendo, pincha AQUÍ

           


sábado, diciembre 9

Babel 18

 


            Hoy hace dieciocho años que nació este blog. Es cierto que últimamente funciona a medio gas, con largos intervalos entre post y post. Pero no está muerto, aún le queda un hálito de vida. Y seguirá vivo mientras mantenga mi único compromiso: el cuento de Navidad. Ya lo tengo medio escrito y lo colgaré puntualmente durante la mañana del 24 de diciembre.

            Pero hoy es el cumpleaños del blog, su mayoría de edad, y vale la pena detenerme un momento para celebrarlo. El año pasado no lo hice y me arrepentí. Así que muchas felicidades a todos, sobre todo a los que lleváis años acompañándome. Gracias por vuestra paciencia y por seguir ahí.

            Feliz cumpleaños, queridos merodeadores.

viernes, septiembre 8

El fin de los tiempos

 


            Mientras la escribo, cada novela se comporta de forma diferente. Cabría pensar que siendo yo siempre el mismo, mi trabajo debería desarrollarse siempre de forma similar; pero no es así. Cada novela parece tener vida propia y avanza, o no avanza, a su manera. Algunas novelas se escriben como un río manso, sin sobresaltos. Otras son torrentes de montaña que avanzan sorteando obstáculos, a veces remansándose, a veces precipitándose por cataratas. Hay novelas que se estancan y las hay que se resisten a nacer, o que forman meandros, o que se ramifican en multitud de afluentes.

            EL FIN DE LOS TIEMPOS (SM 2023), mi última y recién publicada novela, nació siguiendo, sucesivamente, tres cursos distintos. La primera idea me vino hace unos diez años, después de publicar La isla de Bowen. Aunque llamarlo “idea” es exagerado, porque lo único que me planteé fue que quería escribir sobre el fin de la civilización. Más concretamente, quería explorar la frontera entre el mundo civilizado y el mundo salvaje (podría decir “mundo natural”, pero “salvaje” describe mejor lo que pretendía hacer).

            Me puse a darle vueltas al asunto, desarrollé un argumento, diseñé unos personajes, comencé a escribir... y cuando llevaba más o menos treinta páginas, me detuve, hice examen de conciencia y me dije: “No, César, eso no es lo que quieres escribir”. Así que archivé el texto y comencé a buscar otro argumento. Tiempo después, desarrollé una nueva y completamente diferente historia y empecé a escribirla. Al cabo de unas cinco páginas, mi voz interior hizo sonar todas las alarmas: de nuevo había errado el camino. Otro textito archivado y otra vez a darle vueltas.

            Creo que ya he hablado de esto aquí, pero el caso es que hará uno o dos años, encontré el primer archivo, que estaba etiquetado con el muy impreciso título de “novela”, lo leí... y no tenía ni idea de qué era eso. Había olvidado por completo haberlo escrito. De hecho, ahora lo he vuelto a olvidar; no sé qué escribí. NOTA: Hice muy bien en abandonar ese texto.

            Pasó el tiempo, años, y yo seguía dándole vueltas a la historia –en realidad, el tema- que quería contar y que tanto se me resistía. Hasta que un buen día, no recuerdo cuándo, me di cuenta de cuál había sido mi error. En mis dos anteriores intentos había situado la historia muchos años después de que la civilización se hundiese. Pero si yo pretendía hablar de lo civilizado y lo salvaje, debía situar mi historia justo en el momento en que los últimos rastros de la civilización desaparecen. En cuanto comprendí eso, todo fue coser y cantar. Ideé un nuevo argumento, me puse a escribir y todo fluyó como un arroyo cantarín. Luego, ciertos avatares retrasaron dos o tres años la publicación de la novela, pero eso no viene al caso.

            ¿De qué va El fin de los tiempos? La acción se sitúa en España, en un futuro cercano. La civilización se ha derrumbado. No ha habido ningún gran apocalipsis, sino la progresiva degradación de una sociedad injusta en la que la desigualdad crecía al mismo ritmo que la miseria. Se produjo una inmensa crisis económica global, el Súper-Crack, que desencadenó algaradas y masacres. Hubo hambrunas, guerras civiles, se detonaron algunos artefactos nucleares (no muchos, afortunadamente). En ese contexto, se desató una pandemia, la Muerte Blanca, que diezmó a la humanidad. Y la civilización se fue a la mierda.

            La novela comienza en una zona residencial situada al oeste de una gran ciudad (que es Madrid, aunque nunca se dice en el texto). Esa zona está protegida por el ejército y en ella viven los civiles que trabajan para los militares. El resto de la ciudad está sumida en la barbarie. Un día, el destacamento del ejército recibe la orden de irse, dejando abandonados a su suerte a los civiles que viven con ellos. Todos saben que, en cuanto los militares no estén, bandas de saqueadores arrasarán la zona, así que deben irse. Justo ahí empieza la historia.

            Los protagonistas son tres hermanos, Álex, Tomás y Sara, de 16, 12 y 8 años de edad, respectivamente. El día en que los militares se van, abandonan la ciudad junto con sus padres, para dirigirse caminando a un pueblo situado a 300 km de distancia, donde quizá encuentren refugio. La primera parte de la novela, narrada por Tomás, cuenta lo que sucede durante ese viaje a través de un territorio sumido en el salvajismo.

            La segunda parte, narrada en tercera persona, transcurre once años después, cuando los protagonistas ya son adultos, y cuenta un segundo viaje, esta vez de búsqueda. Aunque los protagonistas tienen diferentes motivos para realizarlo: redención, amor, lealtad, compañerismo, curiosidad e incluso venganza. Hay una tercera parte, muy breve, que cierra la novela desde el punto de vista de Sara.

            ¿El fin de los tiempos es una novela posapocalíptica? Bueno, no ha habido un apocalipsis concreto, sino varios, pero a efectos prácticos sí que lo es. Por tanto, asume las constantes del género (algunos me han dicho que la portada recuerda a The Last of Us). También es una novela de aventuras que describe dos viajes llenos de peligro. Y por último, es una novela moral. No en el sentido de que tenga una moralina, sino porque propone varios dilemas éticos.

            El primero de ellos: Si la sociedad se hundiese, ¿qué harías: intentar mantener la civilización o sumarte a la barbarie? Cada uno de los tres hermanos ofrece una respuesta diferente a esa cuestión. La novela no toma partido; es el lector quien debe hacerlo (si le apetece, claro).

            Por otra parte, durante el relato, los protagonistas –es decir, los buenos- hacen cosas terribles. Ahí la cuestión es: y si no las hicieran, ¿qué? ¿Y cuál sería la alternativa? Y algo más: Si te comportas igual que los malos, ¿qué derecho tienes a considerarte bueno? Otro dilema: ¿Es lícito que la autodefensa, y la protección de los tuyos, anulen la piedad? En circunstancias extremas, ¿es legítimo ser egoísta? ¿Hay otra opción?

            Pero existe un punto de vista alternativo para encajar genéricamente la novela: es un western. En realidad, gran parte de los relatos posapocalípticos tienen la estructura, e incluso el escenario, del western (fijaos en las películas de Mad Max), y sin duda mi novela es un relato de frontera, la que existe entre lo civilizado y lo salvaje, como en el western. Para colmo, en la segunda parte los protagonistas viajan a caballo. De modo que sí, puede considerarse un western. Pero eso, en realidad, ¿qué más da?

            En la novela también hay una emisora misteriosa, Radio Libre Apocalipsis, que emite música de los 70; y un locutor, el Hombre Lobo, que es una especie de narrador del fin del mundo. Además, existe (o no) un mítico reino perdido donde se preservan los mejores valores de la humanidad.

            Como decía antes, El fin de los tiempos propone una serie de dilemas morales. Cada uno de los tres hermanos que protagonizan el relato ofrece una respuesta diferente. Tomás, el mediano, no soporta el mundo donde vive e intenta mantener su integridad moral. Sara, la pequeña, se suma sin atisbo de dudas a la barbarie, porque está segura de que es la única forma de sobrevivir. Tal y como ella misma dice: “Soy hija del caos, me crié en el caos, soy el caos”. En cuanto al mayor, Álex, es pragmático. Su postura vendría a ser: Si no hay más alternativa que la barbarie, adelante con ella; pero intentemos entretanto ser lo más civilizados posible.

            ¿Cuál es mi opinión personal? Creo que los tres hermanos tienen poderosas razones para defender sus posturas. Simpatizo con Tomás, porque es un idealista; pero su estrategia de supervivencia deja mucho que desear. En cuanto a Sara, sus motivaciones son sencillas, claras y muy realistas, pero jamás podría ser como ella. Respecto a Álex, se ha adatado, sobrevive y ayuda a sobrevivir a los demás, así que supongo que su postura es la más racional.

            Pero todo esto es teórico, claro, porque si llegara el fin de la civilización, supongo que yo tardaría unos cinco minutos en estar muerto. Mi historia no sería un novela, sino un microrrelato.

           

                            

martes, agosto 15

Pepa

 


            Suecia es de los escasos países, incluido el nuestro, en los que Pepa y yo no parecemos extranjeros. Yo mido 1’90 y ella 1’75, ambos tenemos ojos azules y la piel y el pelo claros (en mi caso, el pelo demasiado claro y ausente). Por supuesto, en cuanto abro la boca disipo toda opción de exotismo y me transformo en el ceñudo y cejijunto ibérico que en el fondo de mi ser soy (aunque albergo una teoría en la que se relacionan mi madre, el puerto de Barcelona, los marineros nórdicos y el inexplicable y desmesurado tamaño de los tres hijos de mis padres). Sin embargo, Pepa se expresa en su fluido y exquisito inglés y sigue manteniendo viva su apariencia de reina vikinga. Porque lo es (también tengo otra teoría sobre su madre, el puerto de La Coruña y, por supuesto, los marineros nórdicos).

            Cuento esto porque Pepa y yo acabamos de volver de pasar quince días recorriendo el sur de Suecia. Era el país escandinavo que nos faltaba. ¿Qué nos ha parecido? Que es un país muy bello, aunque nos ha hecho un tiempo de perros. Según confesión de los lugareños, el peor verano en décadas. También he podido comprobar que lo que se dice de las suecas no es un mero tópico; creo que es el país con más mujeres guapas por metro cuadrado de este universo. Supongo que con los hombres pasará lo mismo, aunque yo no los he visto, al menos con atención; pero los hay y algunos muy altos, eso hay que reconocérselo a los jodíos.

            El caso es que Suecia bien, nos ha molado; incluso hemos visto dos o tres veces el sol. Pero eso era lo que buscábamos, ¿no?; huir del horno español y viajar al norte, impulsados por nuestros potenciales genes nórdicos y en pos del fresquito. A Pepa y a mí nos encanta el norte; el de España y el de Europa, cualquier norte. De los países escandinavos, el que más nos gusta es Noruega, porque su belleza te deja boquiabierto (y sus precios también). Luego, personalmente, me fascinó el norte de Finlandia, más allá del círculo polar. Es un lugar raro, raro. Dinamarca y Suecia también están muy bien, aunque algo menos.

            Pero no he venido aquí para hablaros de nuestras vacaciones suecas, sino de Pepa, mi mujer. ¿Cómo es? La gran escritora, y gran amiga, Susana Vallejo dice que somos dos machos alfa. Y es cierto: yo soy la torpe imitación de un macho alfa, mientras que Pepa es la indiscutible jefa de la manada. Pepa es una fuerza de la naturaleza, una roca a la que asirse cuando el mundo se tambalea, una fuente de cariño y protección. Es inteligente, honesta, con un corazón de oro, trabajadora incansable, justa, amable, tan fuerte como encantadora, la mejor compañera de viaje que pueda concebirse, tanto en el sentido literal como en el metafórico. Sencillamente, Pepa es una gran mujer, una gran persona.

            A estas alturas, os estaréis preguntando que cómo es posible que un merluzo como yo haya conseguido pillar a semejante maravilla. Solo puedo deciros que, en lo que respecta a ella, cualquiera puede tener un mal día. Y en lo que me atañe, Pepa es, sencillamente, lo mejor que me ha pasado en la vida. He tenido mucha suerte.

            Vale, no es perfecta; qué aburrimiento si lo fuese. Tiene defectos. Hay dos, sobre todo, que me ponen nerviosillo: es terca como una mula, y yo diría que la persona más torpe del mundo con las manos, si no fuera porque algunas de sus hermanas la superan en torpeza. En fin, dos minucias que en nada opacan su resplandor.

            Hay algo sobre ella que aún no he dicho; no porque lo haya olvidado, sino porque lo reservaba para el final: Pepa es muy guapa. Recuerdo que hace unos años, estando en Noruega, un lugareño le dijo que parecía sueca. Entonces no lo entendí del todo, pero era un gran halago. Y una gran verdad: Pepa parece sueca de puro guapa. Peeeeero, no es lo único: Pepa, además, aparenta al menos quince años menos de los que tiene. Y eso es una virtud, ¿verdad? A mí me encanta, pero también me toca un poco las narices. Me explicaré:

            Solo soy tres años mayor que ella. No voy a negar que soy viejo, que tengo sobrepeso, que soy calvo y canoso (herencia, respectivamente, de papá y mamá), que ando ayudado por una muleta, y que estoy muy cascado. Pero más o menos aparento la edad que tengo, lo que ya es de por sí bastante deprimente. Pero, insisto, solo soy tres años mayor que Pepa.

            Pues bien, la cosa comenzó hace ya la friolera de dieciséis años, cuando un camillero hijo de puta se refirió a mí como el padre de Pepa. Con los años, la confusión se fue repitiendo; el encargado de una librería me tomó por el padre de Pepa, la cajera de un supermercado pensó que yo era el padre de Pepa, varios individuos más me confundieron con el padre de Pepa... y el colmo ha sido durante estas vacaciones, cuando dos putos taxistas suecos se refirieron a mí como el padre de Pepa.

            El primero..., bueno, al final fue muy amable. Pepa había perdido la cartera en su taxi, ya os hablado de la proverbial torpeza que la adorna. Afortunadamente, por una vez, tuve mi breve momento de gloria como macho alfa: No solo recordaba que compañía de taxis era, sino también el nombre del taxista: Nelson. Lo localizamos y el buen hombre volvió a la plaza para devolver la cartera. Y para confundirme a mí con el padre de Pepa. En fin, gracias, Nelson; pero la próxima vez te callas.

            El segundo taxista no era escandinavo, sino un gilipollas internacional. Cuando llegamos a nuestro destino, me señaló con un dedo  y le preguntó a Pepa: Your dady? Y lo repitió varias veces, como el sonriente bobo que era: Your daddy?, your daddy?, your daddy?...

            ¿Daddy? Tu puta madre, cabrón.

            ¿Entendéis ahora por qué me toca un poco las narices la eterna juventud de Pepa? Vale, que sí, que me alegro mucho por ella, y también por mí, soy afortunado. Pero, demonios, me hace sentir aún más viejo de lo que soy, lo cual supone enfrentarse a un abismo de inconcebible negrura.

            Ah, aún no os he dicho cómo se llama Pepa. Se llama María José; pero todos sus íntimos la llamamos Pepa. De hecho, solo la llamo María José cuando me enfado con ella. Teniendo eso en cuenta:

            Querida María José: comprendo que cada vez que me confunden con tu padre sea para ti un subidón de autoestima. Pero, ¿te importaría no correr a contárselo a todo el mundo como si fuera la cosa más divertida que ha sucedido en el planeta desde los tiempos de Adán y Eva? Coño, un poco de respeto, que soy tu padre.

miércoles, julio 5

En busca de la nostalgia perdida

 


            Vi En busca del arca perdida en octubre de 1981. Tenía 28 años; era joven, pero no un niño. Sin embargo, disfruté como un crío con esa película; y cada vez que la vuelvo a ver, vuelvo a disfrutar con placer infantil. Sencillamente, de todas las películas que he visto en mi vida, y son muchas, esta es la que más me ha divertido. No la mejor: la más divertida.

            Siempre me gustó el género de aventuras. Algunas de mis películas favoritas de niño eran Beau Geste, King Kong, 20.000 leguas de viaje submarino, El mundo en sus manos, El alegre burlón, Scaramouche, Los tres mosqueteros, Vikingos, Lawrence de Arabia... Más tarde, en mi juventud, dos películas aventureras de corte clásico, estrenadas el mismo año, se incorporaron a mi canon del género: El hombre que pudo reinar y El viento y el león. Luego, el cine de aventura, que tan popular había sido en los 50 y 60, pareció caer en el olvido. Hasta que llegó Indiana.

            Pero En busca del arca perdida no tenía nada que ver con los títulos que he citado, era otro tipo de aventura. Todos sabemos que Lucas y Spielberg se inspiraron en los seriales cinematográficos de la Republic que se proyectaban en las matinees de los cines de Estados Unidos durante los años 30 y 40. Es decir: puro pulp. Lo mismo había hecho Lucas con Star Wars. Por ejemplo, uno de los más característicos elementos de la saga galáctica es el texto que se pierde en el infinito al comienzo de cada film. ¿Una brillante idea original? Para nada, mirad esto:


            Es un homenaje/plagio a los seriales de Flash Gordon. Pero volviendo a Indiana Jones, el personaje se creó como una especie de monstruo de Frankenstein fabricado con retales de otros films: El sombrero de Humphrey Bogart en El Tesoro de Sierra Madre, el látigo de La marca del Zorro, la chupa de cuero y la vestimenta de Charlton Heston en El tesoro de los incas.


            Indiana Jones es una serie B transformada en serie A, un relato pulp engrasado con humor y filmado con grandes medios. La fórmula de la serie es sencilla: Ambientación retro, viajes, acción constante, peripecias circenses, mucho humor, desenfado, optimismo y toques de fantasía. Hay otras constantes, como una compañera de aventuras, bichos asquerosos o reliquias sagradas.

            Anteayer vi en la tele, por enésima vez, En busca del arca perdida, y me maravilló lo bien que sigue funcionando. Si nos fijamos en su tramo central, comprobaremos hasta qué punto es cierto lo de “acción constante”. Indy encuentra el arca en la tumba de las serpientes. Llegan los nazis, se quedan con el arca, encierran a Indy y a Marion en la tumba, Indy logra salir con sus habituales métodos de arqueólogo destructor de antigüedades; de ahí pasamos a la secuencia del ala voladora, con peleas, disparos y explosiones, y sin solución de continuidad llegamos a la espectacular secuencia de la persecución de los camiones nazis. ¿Cuánto dura eso? No sé, 25 o 30 minutos, supongo, y no hay ni un segundo de descanso, todo es acción, todo son cumbres, no hay valles. Un ritmo frenético que no permite que te pares a pensar en lo que estás viendo, porque a poco que lo pensaras te darías cuenta de que es un puro disparate. ¿Cómo demonios se puede viajar de polizón en un submarino? Y qué más da; es divertido, ¿no?, pues relájate y disfruta. Eso es Indiana Jones.

            Todo este rollo para llegar a El dial del destino. Pero antes de decir nada más, voy a puntuar la película con relación a las otras. En busca del arca perdida: 10. La última cruzada: 9. El templo maldito: 8. El dial del destino: 7. Y la calavera de cristal ni la considero; si hay que ponerle algo, un 3 pelado, y eso solo gracias al prólogo.

            Así que le doy a la película un notable; es decir, que en general me ha gustado. Pero dentro de ella hay algunas cosas que no me gustan nada. Y a partir de aquí, PELIGRO: SPOILERS.

            Comencemos por la introducción. Algunos comentan lo mal que está el face replacement que rejuvenece a Indy. No es cierto; está asombrosamente bien hecho (no como la chapuza de Scorsese en El Irlandés), da el pego al cien por cien. De hecho, esa larga secuencia es la que más me gusta de la película, porque es total y absolutamente Indiana Jones; a pesar, incluso, del espantoso CGI de la persecución sobre el tren.

            Este prólogo transcurre en 1944 y de ahí pasamos al Indy de 1969. Y también ahí empiezan mis problemas. ¿De verdad hacía falta convertir a nuestro aventurero favorito en un anciano solitario y gruñón al que nadie hace caso, en un profesor de segunda en un centro de segunda, en un hombre triste y aburrido? No y mil veces no; ese no es el destino que merece el personaje. Puedo imaginar a Indy como un viejo malhumorado, sí, pero con dignidad y conservando un brillante aunque controvertido prestigio. Lo veo, quizá, un poco como era su padre, Sean Connery, pero jamás como un donnadie. Aunque, claro, puede que la visión que plantea la película sea más realista... pero me importa un bledo. ¿Acaso el realismo ha tenido alguna vez algo que ver con Indiana Jones?

            Cuando, en el film, Harrison Ford se cala el Fedora, se pone la chupa de cuero y empuña el látigo, no veo a Indiana Jones; veo a un anciano disfrazado de Indiana Jones. Y como Ford no está para muchos trotes, sus escenas de acción son más escasas y limitadas, lo cual contribuye a ralentizar el ritmo de la narración, a lo que se añade un exceso de metraje. Con veinte minutos menos habría mejorado.

            Supongo que la propuesta fue: “hagamos un Indiana Jones otoñal” (con Ford como protagonista no quedaba otra, claro). La cuestión es: ¿puede hacerse un Indiana Jones otoñal? En mi opinión, no; porque algunas de las características de la serie son “acción constante, peripecias circenses, desenfado y optimismo”, y nada de eso casa bien con “otoñal”. Así que mi problema con el film surge desde su origen. Tras la trilogía original, no se debería haber prolongado la franquicia con un Ford anciano.

            Pero se ha hecho y aquí tenemos la quinta entrega. Phoebe Waller-Bridge cumple con solvencia su papel de réplica femenina al héroe. Mads Mikkelsen aporta su poderosa presencia física para dar consistencia a un villano que sobre el papel no la tiene. Banderas está ahí, pero podría no estar y no pasaría nada. La aparición de John Rhys-Davies es gratuita, un mero recurso a la nostalgia, y también otro bajonazo. ¿Sallah convertido en taxista de Nueva York? No me jodas, ¿es que ya no vamos a respetar nada? En cuanto a la dirección de Mangold, dejando aparte que sus escenas de acción son tirando a confusas, es eficiente (dado su trabajo en Logan, probablemente era el director más adecuado).

            En resumen: ¿Es una mala película? Pues no, al contrario. Si nos olvidamos de la trilogía inicial, es una película de aventuras más que correcta. Pero carece de algo: alma. En cierto modo, es como la excelente copia de un reloj: se parece mucho a un Rolex, pero le falta peso. Pues eso ocurre con El dial del destino: no es una película de Indiana Jones, sino una buena copia de una película de Indiana Jones.

            No obstante, como ya he dicho, el prólogo nos devuelve al Indy que nos gusta, y aunque solo sea por eso, vale la pena ver la peli. Y algo más: el final. Es bonito, una hermosa despedida y un buen pretexto para refocilarnos en la nostalgia, con esa maravillosa Marion Ravenwood a la que tanto hemos echado de menos.

            Y ya está, ¿es el final de Indiana Jones? Lo dudo mucho; más tarde o más temprano, alguien decidirá seguir ordeñando la vaca, pero con otro actor. ¿Imposible, solo Harrison Ford puede interpretar a Indy? Lo mismo se decía de Sean Connery y James Bond, y ya veis lo que pasó. En realidad, la cuestión es ¿debería hacerse? Teniendo en cuenta que la franquicia está en manos de Disney, mejor no, gracias.