Hace un año exactamente, en la madrugada del 25 de diciembre, mi hijo R fue al baño y se encontró con el perro recostado en una posición rara. "Andá a fijarte, creo que Felix está muerto". Felix, un labrador que ya había cumplido 15 años y que por lo tanto estaba con una pata del otro lado, murió en su ley. Se había dado un atracón, limpiando platos de la cena navideña en casa, y no le aguantó el cuerpo. La muerte de Félix fue un momento horrible pero también trajo una especie un alivio. Ya empezaba a padecer los achaques de la edad y, por suerte, no le tocó sufrir demasiado. Hasta esa discreción de retirarse al baño fue característica de él. Más de un amigo observó:
Felix era humano. Para mí, era un perro nomás, pero aunque perro fue casi como un hijo (igual, cualquiera que tiene hijos puede advertir la enormidad de ese
casi...). A mí me tocaba pasearlo todos los días, sobre todo por la noche. A veces llegaba tarde a casa, en una noche fría de invierno, exhausto, y puteaba a Felix por tener que bajarlo. Pero esas caminatas nocturnas, aunque forzadas, terminaron constituyendo una parte de mi vida, un momento íntimo que de alguna manera extraña me definía. Yo era aquel que paseaba a Felix de noche. Durante este año en que Félix ya no estuvo sentí más de una noche, como una brisa entre la copa de los árboles, un soplo de melancolía. Pero en estos últimos días, al estar por cumplirse un año de su ausencia, me pasó de cruzar varias veces miradas con perros (sí,
cruzo miradas con perros, ¿y qué?) y sonreir sin querer. No soy superticioso ni me presto con demasiada facilidad al pensamiento mágico (bueno, un poco sí, ¿y qué?) pero tuve la sensación de que había como un mensaje en esas miradas. Y pude recordar a Felix sin ninguna tristeza. Recordar, simplemente, la felicidad que trajo a nuestra existencia. Y esas caminatas compartidas, a veces a regañadientes, por las calles silenciosas del barrio dormido son como un legado que estará conmigo para siempre.
-Andrés Di Tella