El naufragio:
Apenas subimos al barco se vino la tormenta. No hubo tiempo de abrir los camastros y tendernos al sol. Nada de piscinas ni de cenas de gala ni de conversaciones íntimas al anochecer. Sólo la tormenta, la tenacidad de las olas, el mar arrastrándonos a su antojo. Durante el naufragio fue el caos y después pescarnos de la susodicha tablita de salvación. Obvio decir que hemos nadado en direcciones contrarias, hasta alcanzar nuestras respectivas islas desiertas. Aquí estoy, construyendo mi casa de palma.
Apenas subimos al barco se vino la tormenta. No hubo tiempo de abrir los camastros y tendernos al sol. Nada de piscinas ni de cenas de gala ni de conversaciones íntimas al anochecer. Sólo la tormenta, la tenacidad de las olas, el mar arrastrándonos a su antojo. Durante el naufragio fue el caos y después pescarnos de la susodicha tablita de salvación. Obvio decir que hemos nadado en direcciones contrarias, hasta alcanzar nuestras respectivas islas desiertas. Aquí estoy, construyendo mi casa de palma.
La lluvia:
Al desierto una se acomoda. Y empieza a verlo hermoso. Y hasta le toma cariño a la arena cuando golpea el rostro, al tremendo sol. Un buen día viene la lluvia y entonces una recuerda. La memoria se llena de humedades, de otras tierras. Que llueva en el desierto es un milagro y el fenómeno no dura mucho. Pero una termina por conformarse y agradece al Cielo por el agua derramada.
Más refrescante que la lluvia:
Estoy en mi isla desierta y en el desierto del Sahara al mismo tiempo, muy en paz. Y he aquí que abro el correo (en las islas desiertas también hay internet, lo mismo en el Sahara) y me encuentro con que Claudia Castillo me ha enviado una foto de su viaje a tierra Tarahumara. Aquí el desierto es real y sin embargo los rostros: esas sonrisas de los rarámuri asomando desde allá, desde la inaccesible sierra de Chihuahua.