El día, Rosana, que te fuiste de casa por la mañana, salió premiado nuestro cupón por la noche. Y yo comencé con mi estreñimiento.
Cuando Nico me dijo, qué te pasa, papi, me di cuenta que llevaba seis minutos ante el televisor, de rodillas en el suelo, mirando los números como si tuviera que descifrarlos. No sabes qué desgraciado me sentí siendo millonario. Al día siguiente era sábado, así que el cupón lo guardé en el cajón de la mesilla, junto a los relojes caros, esos que no me pongo. Ya iría el lunes donde tuviera que ir. No quise decirte nada, para qué, ya me lo dejaste bien claro: ni por todo el oro del mundo volveré contigo, Nicolás. Pasé el fin de semana llorando a escondidas del niño, y casi de mí. Nico me preguntó el lunes trece veces por ti. Fueron unos días duros. En mis respuestas, te envié a comprar, a la pelu, a la esteticién, al cine. Ya ves, hice de ti una derrochadora compulsiva. Durante un mes, me funcionó. Al despertar, le decía que acababas de irte; o que, justo dormirse, llegaste para darle un beso. La misma táctica que seguíamos con los reyes magos. Al cabo de treinta y cinco días le dije, te voy a decir la verdad, Nico: la han llamado para un papel junto a Jim Carrey, el de la máscara. Ya sabes que es su favorita y la estábamos viendo por undécima vez en ese momento que me lo preguntó de nuevo. Esa noche Nico durmió como hijastro de una estrella, y eso ya no había quien se lo quite. Esta fue la verdad que le conté, la verdadera verdad no fui capaz de explicársela. Qué podía decirle, que te habías ido a crecer por dentro, pues somos pura energía umbilicada al universo que nos hace uno, como decías. No lo habría entendido. Como yo. Pura energía. La misma energía que te estábamos consumiendo cada día Nico y yo, dijiste. Como si nosotros no fuéramos parte de ese uno con derecho a cordón energético.
Perdona el tono, Rosana. Siento, recordarte todo esto ahora, pero es necesario que sepas cómo lo viví. Lo cierto es que llevabas tres meses haciendo yoga, y te removía muchas cosas internas, me repetías al volver cada martes y cada jueves. Yo ya sabía entonces, que lo que te removió tus interioridades no fue el yoga, que era el profesor de yoga. Una salamandra con perilla, pantalón de Alibabá y mirada con tendencia al entrecejo, que repartía abrazos por donde iba, y que se había convertido en el guía espiritual e imprescindible de esa crecida interna tuya. Pero tú no quisiste admitir en ese momento que era más por él que por el aseo de tus chacras. Ni yo te insistí. En el fondo me la traía al pairo el motivo. Sólo me importaba tu marcha. Y tu vuelta.
El día que volviste, Rosana, yo seguía estreñido. Abrí la puerta y allí estabas tú, vestida para un pasacalle, y con una mochila que habías cambiado por la Sansonitte que te llevaste. Lo siento, amor, dijiste. Estabas guapa, salvaje, como venida de la selva, natural. Después de una breve explicación, en la que en realidad no dijiste nada, admítelo, hicimos un paréntesis que yo inicié con, tienes una pestaña. Seguidamente lo hicimos, como al principio, con mucho movimiento brusco y mucho ruido. Por suerte, a Nico le tocaba con su madre. Acabamos con aquellos alaridos de mono enfadado de los que luego nos reímos tanto, y que sirvieron como cierre del paréntesis. Después, aún arrodillado en el suelo, recordé que el cupón seguía en el cajón donde lo metí. Te dejé tumbada sobre el mantel de la mesa, del que habíamos tirado en algún momento, y fui a buscarlo. ¿Recuerdas? Te lo puse en las manos. Qué es esto, dijiste, es un cupón del día que me fui. Se te dibujó un puchero. Y volviste a decir lo siento, lo siento mucho, amor. Quise explicarte en ese momento, pero seguías hablando. Estos cuatro meses te los voy compensar con creces, amor, te lo juro. Cuatro meses. Cuatro meses hacía que te habías ido. De pronto, un calor de diarrea venidera se apoderó de todo mi ser. Fui a la cocina a beber un vaso de agua, y mientras la tragaba miré la fecha en el calendario escolar de Nico, apretando el esfínter. En efecto, hacía exactamente cuatro meses y tres días que te habías ido de casa. Volví, te cogí el billete, que aún conservabas en la mano, me dirigí al baño, y grité: ahora salgo, mi amor. El sudor me empapaba entero. No te miento. Me senté en la taza, y busqué en la letra pequeña mientras me vaciaba. Treinta días. Ahí lo ponía. Apreté. A los treinta días el cupón perdía todo su valor. Dejé de apretar. Antes de salir me duché con agua fría porque el calor no se me iba; al contrario, me venía una y otra vez sin esperar a que se fuera el anterior. Me miré al espejo. Mientras me hacía la raya con el peine iba pensando que debía ser cosa del destino. Recordé aquello de desgraciado en el juego, que siempre había oído. Respiré hondo. Cuando pensé que ya no quedaba, hube de cagar otra vez, y en cantidad inmisericorde de nuevo. Me levanté y me senté hasta siete veces. Mi intestino, lo mismo que mi destino, jugaba conmigo. Eso sí, quedé hueco, como si mi colon fuera de aluminio, impoluto por dentro. Gasté todo el papel, y tuve que acabar limpiándome con el cupón.
Cuando salí, seguías desnuda, con cara de preocupación. Te ocurre algo, me preguntaste. No, mi amor, que hice la promesa estúpida de comerme el cupón a solas si volvías. Ahora sabes qué hice en realidad con él. Pero no mentía cuando te dije, acercándome y abriendo otro paréntesis: Rosana, me siento tan afortunado.
Este es el relato que resultó finalista este año en el XIV Concurso ‘Antonio Villalba’ de cartas de amor, de la ESCUELA DE ESCRITORES. Si clicas AQUÍ puedes leer el otro finalista y el ganador. Y los ganadores de las ediciones anteriores.