De repente, en medio de la oscuridad vi dos ojos muy grandes
e incandescentes. Estaban lejos pero se movían de una manera desaforada, como si
perteneciesen a un animal que se agitaba, intranquilo, en la jaula de la
noche. Yo estaba sentado sobre una piedra, en el límite del oasis de Ouadane,
Sáhara, Mauritania, al nordeste de la capital de este país, Nouakchott. Llevaba
una semana intentando salir de allí: en vano. Ya es difícil llegar hasta
Ouadane, pero salir todavía lo es más. No lleva hasta allí ningún camino trazado
de tierra allanada ni tampoco existe un medio de transporte fijo. Una vez cada
varios días, o semanas, pasa por allí algún que otro camión, y si el chófer se
aviene a llevarnos, podremos irnos, y si no, seguiremos clavados allí,
esperando otra oportunidad, que no se sabe cuándo se volverá a presentar.
Los árabes que se sentaban junto a mí se movieron. Empezaba
a caer el frío de la noche, que aquí aparece de repente y, después del infierno
de un día de sol, nos penetra hasta causarnos dolor. No existe abrigo de piel
ni edredón capaz de protegernos de este frío. Y ellos no tenían más que unas
gualdrapas viejas y hechas jirones, y envueltos en ellas herméticamente,
estaban allí inmóviles como estatuas.
En las proximidades, de la tierra salía un tubo negro,
acabado en un mecanismo de bomba aspirante-impelente, oxidado y cubierto de
sal. Era la única gasolinera en aquellos parajes, y si pasaba por las cercanías
algún vehículo tenía que detenerse allí. El oasis no dispone de ninguna otra
atracción. Por lo general, los días transcurren aquí uniformes e iguales, en
consonancia con la monotonía del clima del desierto: siempre brilla el mismo
sol, incandescente y solitario en un cielo petrificado y sin una nube.
Al ver las luces, todavía distantes, los árabes empezaron a
intercambiar observaciones. Yo no comprendía ni una sola palabra de su lengua.
A lo mejor se decían: Bueno, ¡por fin! ¡Por fin aparece! ¡La espera ha dado sus
frutos!
Habría sido una buena recompensa por largos días de espera,
por la paciencia de mantener la vista clavada en un horizonte inmóvil y muerto
en el que hacía tiempo no aparecía ningún cuerpo en movimiento, ninguna cosa
viva que llamase la atención y nos arrancase del tedio de aquella desoladora
espera. A decir verdad, el paso de un camión -los turismos resultan demasiado
frágiles como para meterse por estos parajes- tampoco cambiaba nada en la vida
de estos hombres. Los camiones no solían detenerse más que por unos minutos y
se marchaban enseguida. Y, sin embargo, incluso una parada tan breve para ellos
era sumamente necesaria e importante: introducía un elemento de diversión en su
vida, proporcionaba un tema para conversaciones ulteriores y, sobre todo,
constituía una prueba material de la existencia de un mundo diferente y una
afirmación alentadora de que ese mundo, al enviarles una señal mecánica, tenía
que saber que ellos estaban allí.
A lo mejor llevaban a cabo una discusión rutinaria sobre el
tema: ¿llegará o no llegará? Es que viajar por estos rincones del Sáhara es una
aventura arriesgada, una lotería perpetua y una incógnita constante. Sobre este
terreno sin caminos, lleno de agujeros, hoyos, hondonadas, piedras y rocas
salientes, dunas y médanos de arena, bancos y escoriales de grava resbaladiza,
el coche avanza a paso de tortuga, a una velocidad de menos de diez kilómetros
por hora. En un camión de aquéllos, cada rueda tiene su propia tracción y cada
una de ellas, metro a metro, ya girando ya deteniéndose en los riscos y
vericuetos que se multiplican por momentos, busca, como «por cuenta propia»,
algún punto al que agarrarse. Y sólo la suma de todos estos esfuerzos y
combates, a los que en ningún momento deja de acompañar el rugir de un motor fatigado
y recalentado, así como el balanceo mortal de una plataforma que no para de
moverse de un lado para otro, permite al camión avanzar hacia adelante.
Pero los árabes también sabían que, a veces, el camión se
quedaba desesperadamente atascado a un paso del oasis, después de llegar hasta
sus mismos lindes. Esto ocurría cuando las tormentas sepultaban la ruta con
tales montañas de arena que resultaba imposible seguir viaje. Entonces, o la
gente consigue desenterrar el camino, o el conductor encuentra la manera de dar
un rodeo, o, simplemente, regresa a la base. Habrá que esperar a que una nueva
tormenta traslade las dunas más allá, despejando la ruta. Esta vez, sin
embargo, los grandes ojos eléctricos se acercaban cada vez más. En un momento
dado, su resplandor empezó a desvelar las copas de las datileras que se
ocultaban en la oscuridad, las paredes desconchadas de las cabañas de barro y
las cabras y ovejas que dormitaban junto al camino, hasta que,finalmente, un
Berlier inmenso que levantaba tras de sí nubarrones de polvo se detuvo ante
nosotros en medio de un estrépito metálico y atronador. Los Berlier son camiones
de fabricación francesa, ideados para moverse por difíciles terrenos
desérticos. Tienen unas ruedas grandes con anchos neumáticos, y el filtro del aire,
muy alto, sobresale del capó. Su gran tamaño y su forma redondeada hacen que,
vistos desde lejos, elaspecto de estos camiones recuerde el de la vieja
locomotora de vapor.
Descendiendo por la escalerilla, de la cabina bajó el
chófer, un árabe descalzo y de tez oscura, ataviado con una larga galabiya de
color añil. Como la mayoría de sus compatriotas, era alto y de complexión
maciza. Las gentes y los animales con masa corporal grande aguantan mejor el
calor del trópico; de ahí que los habitantes del Sáhara sean, por lo general,
personas de talla considerable. También funciona aquí la ley de la selección
natural: en las condiciones ultradifíciles que imperan en el desierto, sólo los
más fuertes llegan a la edad madura.
El chófer se vio enseguida rodeado por los árabes del oasis.
Empezó un bullicio de sonoros saludos, de preguntas y de buenos deseos, que se prolongó
durante un rato muy, muy largo. Todos gritaban a cuál más fuerte y agitaban los
brazos como si participasen en un regateo en medio de un mercado ruidoso. En un
determinado momento de aquella conversación con el chófer, empezaron
a señalarme. Mi aspecto era deplorable. Estaba sucio, con una barba de varios
días y, sobre todo, exhausto a causa de los calores insoportables del verano
sahariano. «Será», me había advertido antes un francés con experiencia, «como
si alguien te clavara un cuchillo. En la espalda, en la cabeza... Al mediodía,
allí los rayos solares golpean con la fuerza de un cuchillo.»
El chófer me miró y al principio no dijo nada, pero luego
señaló el vehículo con la mano y lanzó una exclamación de consentimiento:
Yala! (¡Sube!, ¡anda!) Me encaramé hasta la cabina y
cerré la portezuela. Partimos enseguida.
A decir verdad, no sabía adónde íbamos. Ante nosotros, a la
luz de los faros, no se movía nada excepto la arena, siempre la misma, arena
que echaba chispas de múltiples matices, que aparecía como cortada por bancos
de grava y rocas astilladas; las ruedas, cada dos por tres, ya saltaban sobre
obstáculos de granito, ya se hundían en hondonadas y grietas abiertas en las
piedras. En medio de la negrura de aquella noche sólo se veían dos manchas de
luz deslizándose por la superficie del desierto, dos círculos claros y
nítidamente enmarcados. Aparte de ellos no se veía nada, nada en absoluto.
Después de un tiempo empecé a sospechar que íbamos sin
rumbo, a ciegas, simplemente a campo traviesa, pues en ningún sitio se podía
divisar un solo punto de orientación, una señal, estaca o huella de algún
camino. Intenté sonsacar al árabe. Señalé la noche delante de nosotros y le
pregunté:
—¿Nouakchott?
Éste me miró y se echó a reír.
-¿Nouakchott? -repitió con un tono tan soñador, como si se
tratase de los jardines de Semíramis, hermosos, pero para nosotros,
insignificantes mortales, colgados demasiado alto. Deduje que no íbamos en la
dirección que yo deseaba pero no sabía cómo preguntarle cuál era, en realidad,
nuestro rumbo. Tenía grandes ganas de entablar algún contacto con él, de que nos conociésemos un poco más.
-Ryszard -dije, señalándome. Acto seguido lo señalé a él. Lo
comprendió.
-Salim -respondió y volvió a soltar una risotada.
Se produjo un silencio. Debimos de dar con una superficie
lisa en el desierto, porque el Berlier se movía con más suavidad y más rápido
(no sé exactamente a qué velocidad porque todos los indicadores del camión
estaban estropeados). Durante un tiempo, continuamos viaje sin decirnos nada,
hasta que, finalmente, me dormí.
Me despertó un silencio súbito. Se había parado el motor y
el camión se había detenido. Salim pisaba el pedal del gas al tiempo que daba
vueltas a la llave de contacto. La batería y el arranque funcionaban pero no
así el motor. Ya se había hecho de día y había luz. El árabe buscaba en la
cabina la palanca con que abrir el capó. Esto me pareció extraño y sospechoso:
¿cómo?, ¿un chófer que no sabía abrir el capó de su coche? Finalmente,
descubrió que el capó se abría soltando las asideras que estaban en el
exterior. Se encaramó al guardabarros y se puso a contemplar el motor, pero
miraba aquella enmarañada construcción como si la viese por primera vez en su
vida. Tocaba unas piezas, intentaba mover otras, pero todo lo que hacía
resultaba de lo más inexperto. Dio varias vueltas a la llave de contacto pero
el motor permaneció callado como una tumba. Encontró la caja de herramientas,
pero no había en ella gran cosa. Sacó un martillo, varias llaves y
destornilladores, tras lo cual se dispuso a desmontar el motor.
Ryszard Kapuscinski, Ébano