Yo, aprovechando el día festivo, me dirigí a un rincón perdido de la geografía con la intención de perderme, y si la suerte se ponía de cara, tocar las últimas pintonas de la temporada. Llegué a un sitio donde el tiempo parece detenerse. Donde las plantas no luchan por alzarse hacia el cielo sino que pelean por abrazar al río, hoy poco más que un hilillo de agua remansado en escasas pozas. Ese deseo de las ramas y zarzas dificultan el vuelo de la línea y transforma la jornada en un viaje a través de un profundo túnel. Un túnel luminoso y sombrío a la vez, silencioso y ruidoso al mismo tiempo. Porque la luz no viene del cielo, sino de todos los sitios, rebotando en cada hoja, en cada piedra, que a la vez crean infinitas sombras que se mezclan con ella. Porque cada paso que da el pescador salvando el intrincado laberinto de obstáculos que se suceden en el cauce resulta en una fracción de segundo de silencio tras la que vuelve el incansable rumor de sonidos del bosque que tanto dicen y tan pocos oyen. Desgraciadamente, menos aún escuchan su mensaje.
Aquí no existe la soledad, infinidad de seres acompañan al visitante. Pero en estos terrenos sólo hay un señor que siempre está presente: el jabalí. No hace falta verlo para sentir su compañía, basta con saber mirar y encontrar sus pisadas en las trochas por él creadas que facilitan el caminar, las huellas de su pelos fuertes como alambres cuando peinan el barro fresco o las hozadas que su hocico cava en la orilla en busca de delicados manjares.
Nada pasa por casualidad en el mundo del Señor Scrofa. No fue el azar lo que hizo que el pitillín (Leutra sp.) rodease insistentemente la esfera de mi reloj como queriendo huyendo del objetivo inquisidor de mi cámara. No, se trataba de una señal, una petición para que presentase una imitación suya a los peces del siguiente recodo del río. El pequeño plecóptero me brindó la única picada del día, tras un lance que contra toda lógica consiguió esquivar la maraña de ramas sobre mi cabeza, que se resolvió con la huida del pequeño pez tras una breve sucesión de cabriolas.
Siempre hay una vuelta a la realidad, incluso cuando el sitio al que hemos llegado somos nosotros mismos. No quedó más remedio que pasar a decir adiós a las pequeñas hadas que en estos días erigen sus fabulosas casas de marfil sobre el suelo del bosque. El ruido de unas piedras cayendo por la ladera rocosa a unos metros de mi me sacó de mis pensamientos y me llamó a alzar la vista, brindándome la oportunidad de despedirme, hasta el año que viene, de mi compañero de camino en el río. Sinceramente espero que el invierno le sea leve, no son pocos los peligros que le acecharán.