Ayer volví al edén. Ese paraíso lleno de barbos comiendo en superficie que conocí hace unos meses y que me tiene realmente enamorado. Si en las jornadas anteriores, en mayo y junio, el sitio parecía increíble, esta vez he tenido la oportunidad de conocerlo en otoño, esa época mágica para los bigotudos.
Dadas las fechas en las que estamos la elección de la imitación a usar no ofrecía dudas: había que atar una horiga de ala al terminal. Cuando llegué el sol apenas se había asomado por encima del horizonte, y no tuve que esperar ni un minuto para encontrar el primer objetivo. A cuatro metros de mí comían, en la orilla, dos barbos que milagrosa e inexplicablemente no me habían detectado todavía. Lástima que cuando uno de ellos decidió subir a la hormiga que les presenté prácticamente a punta de caña la impaciencia me pudo y se la saqué de la boca sin darle tiempo a cerrarla. A esas horas es difícil detectar a los peces debido a que la superficie se convierte en un mosaico de brillos y reflejos, pero aun así poco después logré acercar a lo orilla una carpa que me ayudó a calentar los músculos durante la pelea.
A partir de ahí, una tras otra, se fueron sucediendo las capturas. Carpas, y sobre todo barbos (pues me centré en ellos) iban sucumbiendo a los encantos de la pequeña imitación montada en foam. Las condiciones no podían ser mejores: sol y aguas claras que permitían localizar fácilmente los peces y un ligero viento que, sin obstaculizar el lanzado, los animaba a moverse y buscar comida en superficie.
La mayoría tomaban la mosca como de costumbre, desde abajo y casi sin asomar el morro del agua, pero algunos lo hacían con verdadera rabia. Sacaban la cabeza y parte del cuerpo para dejarse caer sobre la hormiga, como si quisieran ahogarla. Incluso acababan con el anzuelo clavado profundamente en la garganta. Pero no hay nada que con cuidado y unos fórceps no se pueda remediar. En estos momentos es cuando uno agradece utilizar anzuelos sin muerte, minimizando el daño al pez. Sólo así nos aseguraremos que soltamos a nuestros amigos con garantías, perimitiéndonos seguir disfrutándolos por mucho tiempo.
Lástima que la visita sólo pudiera ser de mediodía, puesto que poco antes de tener que volver al coche para poder ser puntual empezó un rato verdaderamente mágico. Numerosas hormigas reales pululaban por el aire e, inevitablemente, muchas caían al agua. Naturalmente los barbos daban buena cuenta de ellas, patrullando a toda velocidad la superficie para devorarlas en cuanto las veían caer. Así solamente hacía falta posar en las cercanías de la última cebada para poder ver a uno de ellos nadando como un torpedo a por ella, tomándola como si fuera el último bocado que iba a poder tomar. Sin moverme del sitio pude capturar unos cuantos, y fijaros si había hormigs que incluso se colaron en el vídeo que le hice al último mientras recuperaba la libertad. El año que viene, más.