domingo, 28 de septiembre de 2008

Otoño y demás

PRIMERA ESTACIÓN

El otoño inspira
a buscar otro sol que más caliente.
A abrigar, por lo que pase, el corazón.
A guardar en la memoria
la luz y su recuerdo. Conduce
a la melancolía y al frío. A los platos de lentejas
y a los tazones de caldo de gallina. Despierta
el olor a alcanfor de los armarios
las caricias debajo de las mantas.


SEGUNDA ESTACIÓN

El invierno inspira a las plaquetas
a cerrar las heridas con trabajo.
Al jamón, con dolor, a curarse.
A la piel, a pegarse a los huesos.
Lleva también a un hombre a la bebida
a la familia o a la soledad.
Dispara frío en las venas y queda
la sangre lastimada. Turbia de rojo. Gris.

TERCERA

La primavera explota de repente.
Inspira a las hormonas
a tomar las riendas de la vida.
Arrastra a la velocidad. Al riesgo. Asoma
el cansancio en la mirada
por exceso de luz y de color. Apuntan
las brújulas al sur.

CUARTA

El verano
inspira al aprendiz de pájaro
a soltar lastre, enseña
a conocer el peso de las horas. Mueve
al sol a acariciar la tarde.
Sazona la piel. Empuja
a romper las fotos amarillas.
Fabrica recuerdos nuevos
y fondos de pantalla.
Invita a los ventiladores a girar.
Al baile. A la locura.
Al desierto. A la sed.
Al tinto de verano.

(También, hacia el final, lleva al otoño)

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Si otoño inspira a los poetas, ¿a quién inspiran las demás estaciones?
Para R, que le dio pie. Para F, por preguntar y por robarte aquello que decías de fabricar recuerdos nuevos, una vez.

sábado, 20 de septiembre de 2008

Papel mojado

Imágenes y versos hay.
Flotan en la cabeza.
Esperan las palabras el tiempo que les debo.
Juegan traviesas
con el índice y con el pulgar.
Con el corazón no juegan.
Yo no les dejo.

Hubo poemas, pocos, en verano.
Otros dedos los liaron, no los míos.
Intenté no robar. No pedí casi.
He comprado -en crisis- más de lo que leo.

Y si no escribo es por la humedad.
Yo escribiría. Es el papel mojado.

miércoles, 10 de septiembre de 2008

Panegírico

Algo hay que hacer con las mates.



Antes de llegar a la boca del metro, antes del agua de la ducha, antes que te despierte el reloj, te envuelven ya sin pudor alguno. Después, se meten en tu cartera, son capaces de descifrar tus claves y conocen la letra de tu documento nacional de identidad. La distancia más corta entre dos puntos no siempre es una recta, ellas lo saben. Como saben, también, que hay lazos que no pueden desatarse, o que cuando se levanta un muro, a veces no tiene sentido quedarse fuera ni meterse dentro.

Todo esto lo dicen al primero que pasa por la calle, apostadas en las esquinas o asomadas al balcón. Lo gritan, lo susurran en su lengua, llena de signos dulces, de sonidos armónicos, como tantas lenguas. Lo cantan. Cantan secretos desvelados, puzzles que encajan, cortes limpios en las prendas de vestir. Cantan letras que no pasan nunca, deliciosas siempre, cada vez.

Las autoridades han decretado que a todo el pueblo llegue su canción. Se ha instalado al menos un repetidor de la señal por cada ciento setenta y tres habitantes. El pueblo, como es lógico, desconfía de las autoridades. Tiene derecho a escuchar su canción, está presupuestado, el pueblo está pagando sus impuestos. Muchos particulares, además, han llenado los balcones de antenas receptoras y las orejas de los niños de audífonos, incluso las orejas de los niños sin problemas de audición. La señal no llega con nitidez casi a ningún rincón. Se oye algo, sí. Un ruido de fondo. Monótono. Desagradable. Gutural. Insufrible.

Ellas, mientras, persiguen mariposas con expectación, porque las mariposas son impredecibles. Juegan sin descanso. Juegan a los chinos y siempre ganan. Ganan a los dados y a las cartas, aunque lo que les divierte no es ganar, es diseñar estrategias. Bailan por las calles, hacen el pino con elegancia, caminan, siguen cantando. Los más versados en la materia siguen concentrados en sintonizar la señal de la radio lo más clara posible, ajustan los audífonos. Ellas siguen ahí, pero vestidas o desnudas, pocos las reconocen.

Noche sí y noche también, te tropiezas con ellas. Están destempladas. Si les ofreces tu casa y un té caliente, aceptan sin alegar que es tarde. Te invaden la cocina y el salón, están por todas partes y les ves en los ojos que es más de medianoche y llegan sin cenar. Traen músicas etíopes y trajes de Mongolia. Y risas. Confunden el poleo fresco con la hierbabuena. Invierten en viajes ideales que casi se antojan imposibles. Cuentan las tazas, pero no hasta más de seis. En caso de duda, no desempatan. No te quitan el sueño, y sin embargo, no te dejan dormir.

Algo habrá que hacer con ellas. Por lo pronto, darles de comer y ropa limpia, la posibilidad de una ducha, soltarlas en el monte, lo que sea. Todo menos dejarlas quietas y calladas. Menos dejar que se rasquen la barriga, lo que sea. Que lleven sus músicas, sus trajes y sus risas a la plaza, que se pongan elegantes, alegres, lo que sea. Por lo que yo sé, son muy hermosas. Pero aún no se sabe, a ciencia cierta, hasta qué punto. Y nunca se sabrá.

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Muchas inyecciones de entusiasmo en el comienzo de curso. Muchas ganas de hacerlo bien, y de no esconder los mejores atributos de las mates debajo de una hoja de parra.