Hoy estuve sentado en el sofá
junto a la estufa de leña
durante varias horas,
tapado con la manta roja de lana gruesa,
celebrando mi navidad,
leyendo tranquilamente, pensando,
cuando, inesperadamente, vinieron dos personas
a visitarme.
Una después de la otra.
La una, un chico, no llamó a la puerta,
me contó que estaba solo,
que anoche sirvió dos copas de vino,
con una vela blanca en el centro de la mesa
y vestido para la ocasión
con el fin de no sentir la soledad,
pero de un trago se bebió las dos
antes de que muriese la vela,
y la soledad llegó.
No hubo regalos en esta.
Sentí lástima y quise invitarlo a quedarse,
pero estos días
son para estar cada uno con los suyos.
No le dije nada, se fue.
La otra sí llamó, se quedó más tiempo conmigo:
primero, para romper el hielo, me felicitó por la decoración del árbol;
luego, me trajo tantos recuerdos que muy pronto
sentí que ya no estaba allí.
Me contó dónde había estado todo el tiempo que estuvimos sin vernos.
Salimos a pasear,
me llevó a algunos de esos lugares
acompañados de los estallidos de la leña ardiendo.
Entre idas y venidas,
me llevó al pasado
y jugó con mi presente,
y, ya de vuelta, me dio un regalo,
me hizo darme cuenta
de que cada año, lo mismo,
de que todo
anda
igual.
Me dio un abrazo,
cogió mi mano y guiándome dibujó,
como si nada,
definiéndose, un garabato cíclico,
sobre un trozo de papel que trajo:
una postal.
Me dijo con voz cansada,
en bajo tono:
Hoy estuve sentado en el sofá...,
se despidió
y, de nuevo, me dejó solo.