miércoles, octubre 26, 2011

Una dosis de realidad


Lo que necesita ese niño, sentencia la Reina Mala de Blancanieves, es una buena dosis de realidad. No es ya la Reina Mala, ahora es, solamente, una acaudalada y fría alcaldesa. Once Upon a Time (2011-) la han escrito dos guionistas salidos de la cantera de Lost (2004-2010), Edward Kitsis y Adam Horowitz, que escribieron la hermosa Tron Legacy (2010), una rara aventura.

La apuesta estética es un suicidio. Largos planos digitales, un mundo en el que, de momento, los cuentos de hadas y la realidad son antagónicos. La premisa no es original, claro. Allí están esos cuentos paródicos que escribió Monzó, otros que también reescribiera Barthelme. El ensayo de Bettelheim, todo un desvirgamiento. Y, mucho más reciente, las Fábulas de Bill Willingham, un magnífico tebeo en el que todo personaje de cuento ha sido convertido en el arquetipo de cine negro y la cosa funciona, ya sea porque nos resulte más convincente traspasar un arquetipo que destruirlo del todo. Y esos olvidadizos personajes de fábula, tan caros a ciertas revisiones de Spielberg o Burton.

El primer episodio interesa solamente en la realidad. No hay nada glorioso en el kitsch de ese mundo mitológico, más allá del excesivo Robert Carlyle, divirtiéndose como nunca (aunque admito que debe ser duro ser un Príncipe Azul, mantener ese encanto día tras día, llevar ese ademán ya no digamos comoa ctor). Jennifer Morrison es una hija perdida y todos los personajes respiran por el contexto. Morrison es también una madre, como lo fue fugazmente en Star Trek (2009). Una reina es una alcaldesa y Rumpletinsky es ahora un feliz hombre de negocios, dueño del pueblo. El niño, claro, es un vehículo narrativo tal vez demasiado sencillo.

Y el único personaje imprevisible es el que no tiene historia, el sheriff del pueblo, cuya equivalencia no sabemos, cuyo pasado no existe. Sospecho que ahí está la influencia del tebeo de Willingham, con ese Lobo Feroz convertido en faro y encanto de su relativa. Pero es, claro, una sospecha. Por supuesto, como nos decía Woody Allen en Annie Hall, la Reina Mala es mucho más sexy. E interesante.

miércoles, octubre 19, 2011

Compartir, saber




Ese orden zen de Jobs es pop. O saber compartido. Las dos portadas, claro. Twitter y Jackson. El arte es con lo que te puedes llevar bien (o salirte con la tuya, como dijo Warhol). Es el verdadero tema de ambos, lo que se puede compartir realmente: una idea del diseño que esté alejada de la superfície, la chapa, lo interior, el sofá.

jueves, octubre 06, 2011

Jobs (1955-2011)



Esta imagen es toda una era. Una mitología geek. El hippie y zen Jobs contra el materialista y evidente Gates (curiosamente, luego uno se hizo famoso por ser un manager implacable y el otro se redimió con obras de caridad). Pero Steve Jobs (1955-2011) fue un inventor y su historia no es el relato de un triunfo dorado sino del aprendizaje de una serie de fracasos, a cada cual más refinado, mejor. Incluso su biografía contiene una melancolía fascinante: En la que fue su década (la pasada, que redefinió absolutamente en toda su tecnología) estuvo luchando contra ese cáncer de páncreas que inspiró ese discurso memorable, ejemplar.

Jobs inventaba. Esto es, hacía de su trabajo en proyecto en marcha, era un visionario, pero también alguien capaz de lograr la simpleza improbable de hacer obvio algo que nadie había deducido en usos y hábitos. El gran triunfo de Jobs, alguien cuyo instinto de mecenas lega Pixar, tiene su evidencia en su biografía, esa tan anunciada y que lleva tiempo escribiendo Walter Isaacson. Un escritor célebre por su trabajo previo en una que dedicó a Einstein.

miércoles, octubre 05, 2011

Una bancarrota y un corazón partío


2 broke girls no está mal, aunque a diferencia de mi apreciado Noel Ceballos, la serie New Girl tiene todas mis simpatías. Pero esta no es una historia de defender una serie frente a la otra, ni tampoco lo es el comentario que enlazo, a vuelapluma. Me interesa especialmente la serie de Michael Patrick King como hecho en sí misma, como acontecimiento.

Es una serie en la que se alumbra un concepto de clase, con destino y sueño incluido, con grosera claridad. No es una chica de Brooklyn, es una camarera de un bareto de Brooklyn. No son bromas sobre lo pijos que son los demás, son bromas sobre test de embarazos, latinos, el tipo de gente que suele ir a esos lugares. Me sorprende bastante que, usando la estadística y las cosas que suelen pasar en esa clase, la serie sea, justamente, aire fresco. Por supuesto, hay una chica pija de la que reírse: el público no podría soportar la inconformidad verbal de una guerrera Kat Dennings y parece que una pija, en inesperada bancarrota, es el objetivo ideal. Pero también es una telecomedia que, ironías del destino, habla del ahora: lo que nadie quiere mirar, el destino de una vulgar camarera y su alma y sus romances, y lo que baja con la crisis, una clase alta que desaparece con los fraudes. La niñera de Manhattan es el opuesto a la glamourización softcore de Gossip Girl: hortera (sus hijos se llaman Brad y Angelina) y poco menos que un robot ocupado de la moda. No está el concepto del prestigio (las fiestas, las grandes marcas, el refinamiento) sino la pálida apropiación del estilo de vida de los famosos.

Porque lo que tienen en común las telecomedias líder, How I met your mother y The Big Bang Theory, es que el tema del status ha desparecido. En la primera hay apenas notas bufas sobre la oficina y vemos como Ted cumple sus sueños profesionales pero no encuentra a la chica que imagina. ¡Es tan duro sufrir esperando que tu vida sea un cliché! Y en la segunda encontramos esa confusión de clase geek que, desde que American Splendor la iluminara en diálogo memorable sobre La revancha de los novatos (y Fernández Porta lo notara con inspirada precisión), permanece en nuestros corazones.

Todos los problemas de la serie de Chuck Lorre son sociales, todos, incluso los de esa actriz en paro cuyo sueldo de camarera no le garantiza mejor vivienda que los trabajadores universitarios (¿tal vez esté allí la más feroz crítica de sus guionistas?). No hay crecimiento profesional más allá del propósito espiritual de Sheldon Cooper, expresado, justamente, en su renuncia a la carne. Irónica simetría del personaje: un hombre de ciencia, criado por fundamentalistas cristianos en Texas, que sacrificará el más obvio instinto carnal por una vida (antigua) de reposo e intelecto. El personaje femenino Amy Farrah Fowler desmiente la posibilidad de concebir (un) Sheldon masculino: la genio absoluto puede rebatirle pero también descubrir los placeres secretos de las convenciones establecidas, del apareamiento, el baile, tener amigas.

El hecho de que una telecomedia gire alrededor de lo desclasado, de un mundo alejado de tendencias es en, sí mismo, un pequeño triunfo y una propina a algo que engrandece las (buenas) costumbres de las risas.