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sábado, 30 de julio de 2011
Una historia llena de nada para contar
—¿Por qué tenés esa cara de boludo, Negro? —le preguntó el Ruso, sentado en un banco de la Plaza Principal.
—No, por nada. Es que..., ¿cómo decírtelo? No sé, hay algo que me está saliendo mal —contestó el Negro.
—Ah, ¿sí? Qué raro. Viniendo de vos, que sos pura ternura y seguridad —acotó el Ruso.
—Ése es el problema. No estoy seguro de lo que estoy haciendo, mis dedos no están seguros. Mi proyecto no me está saliendo para nada bien. Desde hace una semana, todo se me fue al carajo. Malditos sucesos
—¿Qué proyecto? ¿Qué dedos? ¿Qué sucesos?
—De a una pregunta por vez. Un relato es mi proyecto. Hace dos semanas que lo empecé y todavía no pude terminarlo. Y eso que sólo serán dos mil palabras. Y mis dedos son los que escriben mis relatos, ellos son mi vitalidad...
—Ah —lo interrumpió el Ruso—, es muy raro, vos no sos así. Jamás dejaste nada sin terminar hasta donde sé. Vení, sentate al lado del Capo y contale qué te anda pasando —dijo el Ruso señalando el banco.
—Si no me interrumpís como recién te cuento todo lo que me pasó. —El Ruso asintió procurando cerrar su boca por un rato. El Negro continuó—: La culpa es del facebook, del puto facebook, y mis dedos, que se dejaron llevar por el poder del gigante de internet —comenzó recordando el Negro.
Era complicado resistir dos días sin conexión a internet pero no había otra posibilidad. Debía sacrificar ese lujo para terminar todas las tareas pendientes que estaban al borde del límite temporal. Llevaba una semana de vacaciones y aún no se había puesto las pilas para terminar todo lo que había comenzado. Pero no pudo resistir la restricción. A las dos horas desde que hubo desconectado su notebook de internet volvió para revisar el facebook. El Negro quería saber qué estaba haciendo ella. Ella, que siempre relataba el minuto a minuto de su vida en el facebook como si fuese el Gran Hermano, estaba a cien kilómetros de distancia de él. ¿Y para qué mierda crearon la internet? Creo que para mantenernos comunicados.
—Bueno, en realidad, eso era cosa de los telégrafos —dijo el Negro a la habitación vacía.
Abrió el navegador de Google, que ya estaba configurado para que inicie en facebook.com, y miró por quince minutos el muro de su facebook. Todos estaban metidos con el juego ése que nadie quería jugar pero que terminaban haciéndolo, atrapados por sus redes de la curiosidad, el CityVille. El Negro también jugaba al CityVille pero en ese momento no era su prioridad. ¡Opa! Una publicación de ella. Notó que había cambiado su foto de perfil, en ésta parecía más gato (en su lenguaje vulgar). Cliqueó sobre su nombre y vio la imagen de perfil con mayor detalle. ¡Por Dios! La imagen estaba tomada desde un ángulo superior, sobre ella, llevaba mucho escote y el Negro sintió un leve hormigueo en la entrepierna cuando vio que tenía las tetas casi al aire, al borde de los pezones. “¿Y de esa mina trola estoy enamorado yo? Y la puta madre que me parió”, pensó azorado. No había salida, ahora estaba atrapado por las garras del gato de facebook.
—Y pensar que una vez publiqué un relato en su honor en el Blog de Los Escritores del Fracaso. Toda loca resultó ser esta mina. —Negó con la cabeza. Estaba bastante enamorado (o caliente, tal vez) para saber cuál sería su siguiente paso, si había un siguiente paso en un proyecto que no tenía ni pies ni cabeza.
Nadie se da cuenta del tiempo que transcurre cuando está conectado a la internet. Y mucho menos se dan cuenta del tiempo que se pasan haciendo absolutamente nada en el facebook, que es mucho más que el tiempo que están en el resto de la internet. Y pensar que entra más gente a las redes sociales que a las páginas pornos, qué mala leche. Cómo se caga nuestra nueva generación. Ya ni libros se podrán leer (o sentir, mejor dicho) con esto de los e-books.
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Cristian Barbaro
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lunes, 25 de julio de 2011
Fantasmas en el pasillo
-¿Qué te sucede, Peter? ¿Por qué tienes esa cara de perro golpeado? -le preguntó Juan.
-No sé si me vas a creer si te cuento lo que vi anoche -le dijo éste a Juan, se notaba en su rostro que el miedo había pisado fuerte y había dejado sus huellas en su cara de malsano adolescente.
-Venga, Pete, cuéntame qué viste anoche.
-Bueno, yo estaba en la pensión. Estaba absolutamente solo, yendo de aquí para allá, sin nada para hacer (eso sucede cuando estás de vacaciones y muy aburrido). Estaba oyendo a Andrés Calamaro para relajar mi cuerpo cuando oí un estruendo que casi me hizo cagar hasta las patas.
-¿Qué era el sonido?
-No sé, creo que era pirotecnia de los hinchas de fútbol; hoy tienen un partido importante, ambas partes se enfrentan en el clásico de la ciudad.
-Sí, es cierto. Ojalá que el Lago descienda a la B. Son unos inútiles...
-Cálmate, Juan, que yo soy del Lago. Un poco más de respeto pido, por favor -le reprochó Peter.
-Está bien -dijo Juan levantando las manos, como si intentase liberarse de un crimen que sí cometió-. Sigue con tu relato.
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Cristian Barbaro
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jueves, 14 de julio de 2011
Otoño de amor
1
Andrés observaba a las hojas del otoño caer al suelo; las observaba en su último trayecto luego de una lenta agonía y lucha contra la muerte; las veía caer lentamente rogando piedad al viento, intentando llegar a un lugar que jamás conocerían; las veía morir en susurros. Su mirada era pensativa, analizaba cada movimiento de su día mientras el sol se ponía en el horizonte y el frío se aproximaba desde el sur, traídos por fuertes ráfagas despiadadas y crueles. Pensaba en ella, en Dolores. Ella sufría por culpa de un imbécil que no la quería, que la maltrataba, que no la apreciaba; al tiempo que él se quedaba sentado viendo morir a los días y nacer a las noches otoñales. Debía hacer algo urgente, no podía dejar pasar el tiempo o sería muy tarde para volver atrás.
—Necesito hacerlo, Damián —le dijo al muchacho que estaba sentado a su derecha sin apartar la mirada de las hojas suicidas, cansadas de la fotosíntesis y de todo el maldito ciclo de la vida—. Ella está sufriendo y no puede hacer nada.
—Tú no puedes hacer nada al respecto —le recordó Damián—. Lo sabes muy bien. Ellos tienen un hijo. Eso es suficiente para que te apartes de todos sus problemas. Ella no te incumbe por más que la ames.
—Me cago en toda la mierda sobre la paternidad. Ese hijo de puta no quiere a su hijo. ¿No te das cuenta? Es un ser egoísta, todos somos así. Queremos lo que no nos pertenece. Y ella ya no le pertenece a él.
—Le pertenece. Lo sabes, Andrés. Él es el padre y decidió volver para cumplir con su rol, con su papel. Este es el argumento.
—La historia se puede cambiar, Dami. Lo voy a demostrar.
—No. No harás ninguna locura. No lo permitiré.
Andrés giró su mirada hacia Damián, una mirada que imploraba súplicas y ayuda. Él había perdido a la mujer de su vida por culpa de los caprichos de un pendejo que no sabía lo que quería en su vida.
—Lo voy a matar, Damián. Y no lo vas a evitar. Lo mataré. Lo juro.
2
Las cartas juegan en contra del amor, a veces es así. A veces los caprichos de la misma vida tejen marañas de redes que nos controlan a su voluntad cual marionetas controladas por un dios sin manos a través de hilos invisibles.
Andrés no encontraba la vuelta de tuerca a todo este asunto que le provocó un giro de ciento ochenta grados. Ahora debía volver a su casa, donde sus padres le acobijaban pero les negaban su comprensión.
—No queremos que estés con esa chica, Andrés —le dijo su padre mientras jugueteaba con su cigarrillo a medio terminar, hablando por él y su esposa—. Tiene un hijo, te utiliza. Quiere que te hagas cargo de lo que no te corresponde.
—¡A la mierda con todo eso! —gritó Andrés mientras se expulsaba de su silla y se ponía frente a su padre—. Tú has hecho lo mismo con mi madre, ella estaba sola y conmigo a cuestas, sin posibilidades de crecer. ¿Por qué no puedo hacer lo mismo si la amo?
—Porque estás haciendo las cosas muy mal. No estás en tus cabales, Andresito y…
—No me llames así, Raúl —lo interrumpió Andrés.
—Discúlpame, Andrés. No volverá a suceder. Digo que ella no es quien aparenta. ¿Acaso no te das cuenta?
Raúl se quedó mirándolo, esperando una respuesta por parte de Andrés que nunca llegaría. La ausencia de respuesta a su pregunta fue lo único que halló esa noche de otoño.
Andrés lo miró un momento más, resopló, viró ciento ochenta grados y se dirigió a su habitación.
—La amo. No lo entienden —concluyó para sus adentros Andrés, asegurándose de que sus padres lo oyeran.
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Cristian Barbaro
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