La Plaza de la Revolución durante la Santa Misa. Foto: Ismael Francisco/ Cubadebate
Cerraron las calles desde ayer. Cuando Paz sin Fronteras eso no pasó. Por aquella época yo llevaba poco tiempo en La Habana. Iba por la vida como que deslumbrado. ¿Qué quiero decir con esto? Que quizás haya sucedido lo mismo, pero a mí al menos no me lo parece. La ciudad, por estas fechas, luce apagada, contenida, al acecho de algo. Los negocios ilegales se han detenido. Los trasnochadores habituales han ido a la cama desde bien temprano. Parques solitarios, locales vacíos, cafeterías sin clientes, silencio casi absoluto. La gente -como se dice- anda quieta, no quiere que la cojan movida. Toda la red subterránea de La Habana ha entrado en paro porque Benedicto XVI anda de pasada y un suceso así dispara las alarmas, exige los sentidos y la cautela a flor de piel. El Papa ni siquiera lo sospecha o si lo sospecha muy bien que se lo reserva. Dado su cargo, otra cosa no se le puede pedir. Cualquier soberano vive en un estado tal de sobresalto, de permanente y dañina excitación, que termina por trocar los términos y extraviar el pulso de la vida real. Llena de monotonía y de años y años sin que suceda absolutamente nada. Obvio, un evento como la visita del Obispo de Roma subvierte algunas costumbres y hace que el país adquiera una dinámica distinta.
Al igual que en Paz sin Fronteras, por ejemplo, aquel concierto memorable de la Plaza de la Revolucióndonde cantaron tanta gente buena y tanta gente que yo quería oír desde que tenía uso de conciencia o gusto musical, no sabría decir, y donde se reunieron no sé cuántos cientos de miles de espectadores que brincaron y sudaron bajo un sol implacable y que a la larga fueron tantos pero tantos los que asistieron al evento que si uno observa las imágenes aéreas no puede hacer otra cosa que temblar y preguntarse Dios mío, quién soy yo en todo esto, qué me distingue de los demás, cómo me puedo encontrar. Preguntas de ese tipo, que no te van a rescatar ni te van a salvar de la colectividad pero que quizás te oxigenen. Un tipo de oxígeno vital, fácil de traducir. Sí, exacto, en una palabra. Y esa palabra es la fe, la cabrona fe, que no parece siquiera una palabra terminada, sino la sílaba de un vocablo amputado, malherido, para siempre inconcluso. Nadie se atrevería a asegurar, en septiembre de 2009, que dos años y medio después el terso de Benedicto XVI estaría en La Habana, ofreciendo la Misa al pueblo cubano, o el Santo Sacrificio, o la Celebración Eucarística, o la Cena del Señor.
¡Joseph Ratzinger y la monición del inicio en la ancha e histórica Plaza de la Revolución! Invadida ahora por un gran silencio y en aquel entonces violentada por la música, el ritmo desenfrenado y un bullicio instintivo, casi animal. Nadie, en ese momento, pensó en el Vaticano, tal como hoy nadie piensa en los Van Van, a pesar de que ambas ceremonias ocurrieron y ocurren aquí, en el mismo espacio físico. Aunque de algún modo, si prestamos atención, la Plaza de la Revolución del 2009 es distinta a la del 2012, dos lugares diametralmente opuestos, porque un lugar, cuando se adentra en el tiempo, y los lugares siempre se adentran en el tiempo, se va pareciendo más a una cuestión litúrgica que a otra cosa, es decir, va tomando las características y el carácter que hayamos decidido darle y por eso un mismo sitio a veces es nostálgico y a veces es feliz y en ocasiones nos parte el alma cristiana y en ocasiones nos deja como si con nosotros no fuera.
En menos de quince años dos Sumos Pontífices han visitado La Habana. Es probable también que en menos de quince años, perdonen que insista sobre ello, se repita otro concierto como Paz sin Fronteras (nombre bíblico donde los haya). Quizás para el 2022 ó 2023. Quizás, si lo medimos en proporción, en solo par de años acontezca, pues el tiempo de los músicos es un tiempo mucho más corto que el tiempo de la Iglesia Católica, el cual, contrario al de los artistas, no es un tiempo ligero, sino pesado, un tiempo que se mide en siglos, no en décadas.
De modo que para lo lento que evoluciona el catolicismo, dos Sumos Pontífices en quince años vienen a ser como uno solo y una canción de los Van Van, si tenemos en cuenta el poder perverso y conciliador de la música, significa al unísono el Apocalipsis y la Primera Comunión.
Mientras, la misa prosigue. Hay algo en el acto penitencial que no me satisface: la confesión, pública y a priori, ante el Dios todopoderoso y ante ustedes, hermanos, de que hemos pecado mucho. No porque sea mentira, sino porque es redundante y abstracta. Todo lo redundante lleva el signo de la desidia o de la falsa emoción. Todo lo abstracto, en los hechos puntuales, es sinónimo de vacío. Yo no quiero la vida eterna, ni confesar mis pecados. El reconocimiento público de los pecados, el señalamiento a coro de nuestro errores, que es a larga lo único verdadero con lo que contamos, lo único a lo que nadie debiera negarle autenticidad, me parece la entrega inconsciente del último reducto de privacidad. No se debe ceder en ese punto. No se deben regalar nuestros vicios innatos y pedir eternamente que nos libren de ellos para reconocer luego que no nos han librado de nada y esperar de todo esto un saldo mejor.
Mis excentricidades es lo único que me queda y no las pienso reconocer. La Iglesia, no obstante, nos muestra una verdad inexcusable. El simple hecho de su existencia, de su juego jugado a fondo por espacio ya de dos milenios, de su larga tradición y sus ritos impresionantes, enseña que la vida es en su totalidad una farsa y nada, ni la filosofía, ni el arte, ni la política, actúa sobre nosotros con el hechizo y la astucia con que lo hace la religión. El hombre conoce sus debilidades y las ataca y luego bendice y compone partituras para olvidar.
Señor, ten piedad de nosotros. Cristo, ten piedad de nosotros. Señor, ten piedad de nosotros. Para que una misa surta efecto debe provocarnos temor. No paz ni miedo, sino temor. Debe volvernos lúcidos y no devotos. Dios, creo yo, es la mejor y más perfecta metáfora del hombre. No una metáfora, a ver si me explico, en el sentido literal, sino una metáfora en el sentido metafórico.
Más o menos (pero peor) a cuando decimos que los Van Van son el tren de la música cubana y todo el mundo entiende que se trata de una exageración porque los Van Van no son ningún tren. Son una banda de música así como Dios es un instrumentista que toca el bajo o el piano y a veces hasta la percusión. Un sonido que confunde rostros y rezos y que me permite, por ejemplo, en este don mínimo de omnipotencia, quebrar moldes y sitios y escuchar, bajo la sombra del silencio cristiano, y mientras Benedicto ruega, los acordes de aquel tema final donde Formell le pedía a la gente que no se fuera, porque la tarde fenecía, pero la gente, bien lo sabía Formell, no se iba para ningún lado, se iba a quedar allí, buscando parejas, entrelazando manos, una voz de sacerdote que dice solidarícense y los creyentes y no creyentes se tienden la derecha, señor, ten piedad de nosotros, y comienzan, aún suave, los primeros pasos, la fuerza del baile, la asamblea canta las invocaciones, el poderío esplendoroso del casino, Van Van ejerce, los metales resuenan más allá, la voz de Benedicto que a fuerza de costumbre se hace agradable, Dios todopoderoso y eterno acoge la oración de tu pueblo,
la excesiva gestualidad, la desmesura, la prepotencia, vueltas y más vueltas, elevemos nuestras súplicas por los que rigen los destinos de las naciones, el estilo, el barroco, Mario Rivera con su bomba y su casi ronca voz de sonero canta Chan Chan e improvisa con los Versos Sencillos, en la cruz murió el hombre un día, en la condena del sudor y el éxtasis y el movimiento alocado de los pies y las manos, el movimiento severo de los músculos, árbol que da la vida, leña que se hace flor, trompetas al viento, un-dos-tres-, un-dos-tres, suelta, recoge, dos patrias tengo yo, muerte has sido vencida por el amor, la locomotora del pentagrama, dichoso el mensajero que anuncia la paz, la tiara papal, la mitra, el solideo, el Martí imponente de mármol blanco, sus versos que son de un carmín encendido y son ciervos heridos que buscan en el monte amparo, pura fuerza la de los Van Van, demos gracias a Dios, demos gracias, y en ese momento único se siente que la isla se ha hundido dos centímetros, no mucho tampoco, pero sí algo, digamos, pequeño y momentáneo, los segundos justos para que de modo quizás pretencioso nos figuremos que hemos tocado el país, que hemos llegado a su fondo y lo hemos sopesado y que ya sabemos lo que da, lo hemos pensado y lo hemos presentido, aunque se trate sin dudas de un engaño, de una fabulación, primero porque ningún país se puede sopesar, y mucho menos este, segundo porque ese sentimiento, el de tener dos patrias y el del amor o la euforia o el dolor que esas patrias nos provoquen es otra exageración, cuando se dice patria se trata simplemente de un modo de decir, de una dosis excesiva de fe, no paz ni miedo, sino fe, y cualquiera se lo cree, porque Cuba, en el plano literal, es música y religión, pero en el plano metafórico, Cuba y su gente son una metáfora.